lunes, 30 de noviembre de 2009
APOLO, LA ARQUITECTURA Y EL DELFÍN (Parte II y fin)
(viene de una entrada anterior)
Borrador de la segunda parte de la ponencia para el:
II Coloquio Internacional sobre la concepción del espacio en Grecia: tà dzooa. Los animales y el espacio en la antigua Grecia.
Societat Catalana d´Estudis Clàssics. Institut Català d´Arqueologia Clàssica
3-4 de diciembre de 2009
SCEC-IEC, Calle del Carmen 47, Barcelona (3 de diciembre. Sesiones I y II: Antropología y religión; Filosofía y literatura)
SCEC-IEC, Plaza d´en Rovellat s/n, Tarragona (4 de diciembre. Sesión III: Arqueología e iconografía)
¿Por qué un delfín? ¿Y quién era Apolo Delfino?
El delfín no era el único animal relacionado con Apolo. La rata, la garza, la serpiente, el cuervo, el cisne, el lagarto también estaban asociados con la divinidad délfica. Y todos esos animales revelan facetas de la personalidad y del campo de actuación del dios. También el delfín.
Apolo no era una divinidad marina, pese a ser el protector de los marinos. Sus santuarios no estaban casi nunca en la costa, como advierte Graf. Nunca asumió los poderes de su hermano Poseidón –con quién construyó las murallas de Troya-, un Poseidón que no es el que más habitualmente es presentado en la épica homérica -el Poseidón del inframundo, que sacude las entrañas de la tierra-, sino un Poseidón, también ligado a los muertos, dueño del anchuroso mar. Apolo tirado de un carro naval: esta es una imagen barroca, versallesca (que, por otra parte, simboliza el sol que emerge de las aguas, como alumbraba el rey-sol al orbe entero). Apolo, pese a que había nacido en una isla, podía surcar el mar sin problemas, y poseía santuarios en varias islas y, en particular, en Creta, es una divinidad terrestre. ¿El delfín, entonces?
Varios estudios recientes han analizado las conexiones entre Apolo y el delfín, es decir han tratado de hallar la lógica que preside la asociación entre esta divinidad y el mamífero marino (también asociado a Poseidón), sensible a la música y al encanto de las Musas, según Eliano. Los colonizadores griegos, desde el s. VIII aC, acudían, al menos según las leyendas, a Delfos, para que Apolo, el dios que sabía abrir vías (sobre todo en aquellos espacios, como el ponto, en el que los caminos se desdibujan y desaparecen apenas han sido trazados) les guiase y les indicase hacia donde debían dirigirse. Una vez en el mar, los colonos, encabezados por el jefe de la expedición, no se sentían desamparados, puesto que las garzas (que volaban en bandadas, en forma de flecha, como si Apolo las hubiera dispuesto para que les llevase por el “buen camino”), y los delfines, saltando ante la proa de la nave, les acompañaban. Los delfines saltaban sobre las aguas y trazaban un arco en el aire antes de hundirse de nuevo en las aguas, similar al trazado de una flecha –el arma apolínea por excelencia. El dorso curvado del animal, el juego de fuerzas contrapuestas (el animal se encogía para poder saltar como el arquero trae hacía sí la cuerda y la flecha antes de y para poder dispararla, llegando a la paradoja que para que la flecha vaya adelante tiene previamente que retroceder –pero el mundo apolíneo no es avaro en paradojas, como lo muestra la nave que dirige que avanza retrocediendo) eran similares a la forma y la fuerza del arco: “los delfines comprimen dentro de sí la respiración, como la cuerda de un arco, y, a renglón seguido, disparan el cuerpo de una flecha” sostiene Eliano (Historia de los Animales, XII, 12). La flecha es una señal; una señal de tráfico, diríamos hoy, que nos indica el camino a seguir: camino rectilíneo si bien, siguiendo las paradojas (o las ambigüedades) de la acciones apolíneas, la flecha se dispara hacia lo alto para indicar una senda horizontal, y el vuelo sigue una trayectoria curva para indicar una vía que no serpentea, como observa agudamente Mombrun. No obstante, la información que brinda es certera: apunta claramente (hacia) donde uno debe ir.
Un delfín es, entonces, un excelente y lógico guía. Su función es la de acompañar, abriéndoles el camino, a los marineros, por ejemplo, a los colonizadores que parten a fundar una ciudad en tierra ignota. Sin las indicaciones apolíneas, que el cuerpo y el movimiento del delfín (saliendo y hundiéndose en las aguas, en un movimiento visualmente interrumpido, de revelación y ocultación, tan difícil de interpretar como las propias sentencias oraculares del dios), los colonizadores no llegarían a buen puerto. El delfín es un buen organizador espacial que, en el mar, se comporta como Apolo recorriendo Grecia, al mismo tiempo que blande el arco y la flecha.
Apolo Delfinio poseía un cierto número de santuarios, por ejemplo en Atenas y en Mileto. El santuario ateniense se ubicaba en el preciso lugar donde Teseo, a la vuelta de Creta, pisó el suelo de la ciudad. La relación entre el gesto fundacional, Apolo y el delfín, se estrecha. Teseo es el héroe ateniense por excelencia que salvó y refundó la ciudad: el sacrificio que debía rendir a la corte minoica la desangraba. Catorce jóvenes debían ser regularmente entregados a la voracidad del Minotauro encerrado en su laberíntico palacio cretense. Teseo se ofreció como víctima propiciatoria, pero logró sortear las trampas que el monstruo tendía, deshaciendo las intrincadas vías de la morada del Minotauro. Supo hallar el camino que llevaba al corazón del laberinto sin perderse, y que le devolvió, tras acabar con la bestia, junto con los jóvenes recién liberados, a la luz. De este modo, Atenas renació. Ya solo le cupo a Teseo reunir a los burgos dispersos para fundar una nueva ciudad alrededor de un espacio central.
El santuario de Apolo Delfinio en Mileto se hallaba en el centro de la ciudad. Estaba al cargo de la congregación de los Molpoi que también velaban por el santuario de Hestia, la diosa del fuego del hogar, en este caso, de la llama eterna de la ciudad. Dentro del recinto del santuario de Apolo Delfinio, el Delfinium, como han estudiado Graf y Herda, tenían lugar los ritos de tránsito de los adolescentes que se preparaban para ser aceptados, integrados en la vida comunitaria: dejaban de ser individuos marginales (como los marineros, los desterrados, los errantes fundadores, echados por la metrópoli, antes de su integración en la nueva ciudad que fundarían) para convertirse en el centro de atención y participar de la vida urbana.
Que Apolo Delfinio presidiera los ritos de iniciación no era extraño. No solo Apolo era conocido por su apoyo a los jóvenes (pensemos simplemente que los kouroi, estas efigies masculinas de los inicios de la edad clásica ,se han interpretado diversamente como estatuas de Apolo o de jóvenes –consagrados a esta divinidad), sino sobre todo por velar por los ritos de paso –de nuevo, el término paso, vía, camino, cobre toda su significación e importancia- que conducían a los jóvenes -tras un periodo de abandono del hogar y de pérdida fuera de los márgenes de la ciudad y de la ley, como si murieran con respecto a la vida ordenada de la urbe-, hacia la vida adulta y la incorporación en el seno de la comunidad cívica. Un rito de paso es un proceso, en el espacio y el espacio, por el que el iniciado debe pasar. Gracias a dicho tránsito, se abandona una condición, se rompe definitivamente con ella, a fin de adquirir, tras un periodo de incertidumbre, una nueva. Apolo Delfinio controla dicho paso: los jóvenes se adentran en la vida adulta: cruzan el umbral que separa, pero también conecta, dos de las cuatro etapas de la vida, a fin de integrarse en el espacio político. El vocabulario vuelve a ser propio del mundo de la arquitectura o el urbanismo. Nos referimos a caminos, y a umbrales.
Mas estos términos no deben sorprendernos. Apolo es el dios de los caminos (Apolo Agieo) y de los umbrales (y de las moradas: Apolo Oiketes). Es el guardián de las moradas sobre las que ejerce su protección desde el exterior: el umbral, la zona de tránsito entre los espacios público y privado, exterior e interior, urbano y doméstico. Apolo, bajo la forma de un monolito, cuidaba del hogar. Su relación con Hestia siempre latente pero manifiesta en Mileto –y en Delfos- era lógica: ambas divinidades cuidaban del espacio habitable, y lo organizaban, tanto desde el interior cuanto del exterior, erigiéndose en el centro y en la umbral: el punto y la línea con los que cualquier espacio puede organizarse.
Apolo controla el origen (el punto central, de arranque, a partir del cual el espacio puede estructurarse), el vector direccional (el camino de acceso) y el término. Su función es la de separar, es decir, de organizar y encuadrar. El uso del cuchillo, tan bien analizado por Detienne, es lógico: con él, traza o abre caminos en un espacio aún indiferenciado y, por tanto, no apto para la vida (pues carece de referencias, de coordenadas y la vida no sabe, no puede asentarse en ningún lugar específico, prolongándose la condición nómada o errante de quienes no pueden instalarse y descansar); divide el espacio en lotes asignados a los humanos –desde los límites de la ciudad hasta los umbrales domésticos- como un carnicero trocea a la víctima sacrificial y entrega a cada bando (los dioses y los humanos) la parte que les corresponde. Uno de los verbos que describe la acción “urbanística” de Apolo es diatithemi –emparentado, es obvio, con themis-: significa disparar, distribuir, organizar, regular, y está relaciona con thema, parte o lote. Apolo es un fundador: abre caminos, encabeza expediciones, organiza y divide el espacio y reparte lotes o parcelas. Parcela el espacio, es decir, traza, andando, una retícula que enmarca y cuadricula el territorio.
La existencia de ejes, a partir de un punto central, es necesaria para orientarse y para organizar el espacio. La orientación requiere la existencia de hitos, naturales y celestiales. El delfín no solo guiaba en el mar sino también en el cielo. El delfín era una constelación que jugaba un papel esencial en los viajes de Apolo.
De pequeñas dimensiones, situada sobre el horizonte, es de difícil visión. Se halla en una región del cielo, llamada, no es casual, del Agua, donde se ubican otras constelaciones, como las del Cisne, la Flecha o el Lagarto, todas ellas formando figuras relacionadas con Apolo.
Como ha estudiado Salt, la constelación del Delfín se hace visible en enero en toda el área mediterránea. En Delfos, por el contrario, debido a la cadena montañosa que cubre el horizonte y a la posición baja de la constelación, ésta no se mostraba, ocupando toda la franja inferior del cielo délfico, justo sobre la escena del teatro, hasta febrero, cuando el solsticio de invierno. Indicaba el día en que Apolo regresaba del País de los Hiperbóreos a su santuario en Delfos, reemplazando a Dioniso que hasta entonces ocupaba su lugar. Entonces, era cuando los que, desde cualquier lugar del Mediterráneo, acudían por mar hacia Delfos para interrogar a Apolo, tenían que embarcar. Sabían que tenían un mes por delante. Atracarían y ascenderían por las laderas del Parnaso, justo cuando Apolo anunciaba su vuelta a su santuario.
La función de la constelación era doble. Por un lado, señalaba el inicio de los viajes a Delfos e indicaba cuando el oráculo iba a volverse a ponerse en funcionamiento –primeramente el 7 día de cada mes, de febrero a septiembre, luego casi cada día-. Por otro lado, la aparición y desaparición de la constelación en el cielo sobre Delfos indicaba la apertura y cierre del santuario apolíneo. La última ascensión visible de la constelación, hacia el 15 de septiembre, con la cabeza del delfín apuntando al norte, señalaba el camino que Apolo iba a emprender hacia el gran norte donde pasaría todo el invierno, y la cesación del oráculo. El Delfín pautaba el tiempo y el espacio. Señalaba la dirección que debía seguir para acudir a Apolo, cuándo se debía emprender el camino, y qué días la divinidad iba a estar disponible.
En culturas “occidentales” como en Egipto o en Babilonia, la posición de los santuarios estaba dictaminada por la posición de determinados astros un día señalado. La planta general del recinto sagrada resultaba ser la proyección de la planimetría del cielo sobre la tierra. Dichas relaciones entre el cielo y la tierra han sido desestimadas en la cultura griega. La orientación de los templos sigue, muy convencionalmente, el previsible eje este-oeste (aunque no en Delfos, quizá debido a la configuración del terreno escarpado, o a la presencia de la cueva de Dionisos en la abrupta pared rocosa), y su ubicación solía estar definida por algún hito natural cuta forma podía evocar o simbolizar alguno de los poderes o funciones de la divinidad a quien estaba dedicada el templo, como sugirió en su día Scully. Cabe plantearse, sin embargo, si la relación entre las plantas del cielo y del santuario no es más compleja de lo que se ha pensado hasta ahora. La disposición actual del santuario responde a una última reordenación del espacio en época romana. La descripción de Pausanias (s. II dC) coincide bastante con lo que se descubre (si bien no menciona algunos hitos como el tholos en el área de Atenea). No obstante, la ubicación y los accesos no cambiaron demasiado con respecto al siglo V aC. Si se observa con atención, entonces, se descubre, con sorpresa, quizá con escepticismo, la insólita coincidencia entre las líneas maestras que gobiernan el acceso al templo de Apolo (y el recorrido ascendente previo a través del santuario) y la ubicación de los principales monumentos, y el esquema de la constelación del Delfín. ¿Responde, entonces, el “urbanismo” de Delfos –si es que este término que sugiere una previa planimetría tiene sentido en este lugar- a la forma de la constelación? Ningún texto antiguo apoya semejante pregunta, por lo que no se puede responder con seguridad. Pero lo cierto es que el delfín celestial, y no solo marítimo, jugaba un papel fundamental en la organización del espacio mediterráneo que confluía o concluía en Delfos.
A través de la figura del delfín, celestial y/o terrenal, Apolo recorría el espacio y ayuda al ser humano a explorarlo y a asentarse. El delfín era, junto con la garza, el signo preferencial a través del cual Apolo creaba y señalaba las rutas, a partir de determinados centros (Delos, Delfos), que ayudaban a que el ser humano no se perdiera en un espacio indiferenciado y no pudiera asentarse. El delfín, de algún modo, señalaba el dominio apolíneo del espacio (sobre todo del espacio marítimo en el que el hombre tenía más posibilidades, por falta de puntos y líneas de referencia o de orientación, de perderse). Quizá la imagen casi tópica del delfín como amigo del ser humano nunca cobró más sentido que a través de su relación con Apolo.
El delfín no era el único animal relacionado con Apolo. La rata, la garza, la serpiente, el cuervo, el cisne, el lagarto también estaban asociados con la divinidad délfica. Y todos esos animales revelan facetas de la personalidad y del campo de actuación del dios. También el delfín.
Apolo no era una divinidad marina, pese a ser el protector de los marinos. Sus santuarios no estaban casi nunca en la costa, como advierte Graf. Nunca asumió los poderes de su hermano Poseidón –con quién construyó las murallas de Troya-, un Poseidón que no es el que más habitualmente es presentado en la épica homérica -el Poseidón del inframundo, que sacude las entrañas de la tierra-, sino un Poseidón, también ligado a los muertos, dueño del anchuroso mar. Apolo tirado de un carro naval: esta es una imagen barroca, versallesca (que, por otra parte, simboliza el sol que emerge de las aguas, como alumbraba el rey-sol al orbe entero). Apolo, pese a que había nacido en una isla, podía surcar el mar sin problemas, y poseía santuarios en varias islas y, en particular, en Creta, es una divinidad terrestre. ¿El delfín, entonces?
Varios estudios recientes han analizado las conexiones entre Apolo y el delfín, es decir han tratado de hallar la lógica que preside la asociación entre esta divinidad y el mamífero marino (también asociado a Poseidón), sensible a la música y al encanto de las Musas, según Eliano. Los colonizadores griegos, desde el s. VIII aC, acudían, al menos según las leyendas, a Delfos, para que Apolo, el dios que sabía abrir vías (sobre todo en aquellos espacios, como el ponto, en el que los caminos se desdibujan y desaparecen apenas han sido trazados) les guiase y les indicase hacia donde debían dirigirse. Una vez en el mar, los colonos, encabezados por el jefe de la expedición, no se sentían desamparados, puesto que las garzas (que volaban en bandadas, en forma de flecha, como si Apolo las hubiera dispuesto para que les llevase por el “buen camino”), y los delfines, saltando ante la proa de la nave, les acompañaban. Los delfines saltaban sobre las aguas y trazaban un arco en el aire antes de hundirse de nuevo en las aguas, similar al trazado de una flecha –el arma apolínea por excelencia. El dorso curvado del animal, el juego de fuerzas contrapuestas (el animal se encogía para poder saltar como el arquero trae hacía sí la cuerda y la flecha antes de y para poder dispararla, llegando a la paradoja que para que la flecha vaya adelante tiene previamente que retroceder –pero el mundo apolíneo no es avaro en paradojas, como lo muestra la nave que dirige que avanza retrocediendo) eran similares a la forma y la fuerza del arco: “los delfines comprimen dentro de sí la respiración, como la cuerda de un arco, y, a renglón seguido, disparan el cuerpo de una flecha” sostiene Eliano (Historia de los Animales, XII, 12). La flecha es una señal; una señal de tráfico, diríamos hoy, que nos indica el camino a seguir: camino rectilíneo si bien, siguiendo las paradojas (o las ambigüedades) de la acciones apolíneas, la flecha se dispara hacia lo alto para indicar una senda horizontal, y el vuelo sigue una trayectoria curva para indicar una vía que no serpentea, como observa agudamente Mombrun. No obstante, la información que brinda es certera: apunta claramente (hacia) donde uno debe ir.
Un delfín es, entonces, un excelente y lógico guía. Su función es la de acompañar, abriéndoles el camino, a los marineros, por ejemplo, a los colonizadores que parten a fundar una ciudad en tierra ignota. Sin las indicaciones apolíneas, que el cuerpo y el movimiento del delfín (saliendo y hundiéndose en las aguas, en un movimiento visualmente interrumpido, de revelación y ocultación, tan difícil de interpretar como las propias sentencias oraculares del dios), los colonizadores no llegarían a buen puerto. El delfín es un buen organizador espacial que, en el mar, se comporta como Apolo recorriendo Grecia, al mismo tiempo que blande el arco y la flecha.
Apolo Delfinio poseía un cierto número de santuarios, por ejemplo en Atenas y en Mileto. El santuario ateniense se ubicaba en el preciso lugar donde Teseo, a la vuelta de Creta, pisó el suelo de la ciudad. La relación entre el gesto fundacional, Apolo y el delfín, se estrecha. Teseo es el héroe ateniense por excelencia que salvó y refundó la ciudad: el sacrificio que debía rendir a la corte minoica la desangraba. Catorce jóvenes debían ser regularmente entregados a la voracidad del Minotauro encerrado en su laberíntico palacio cretense. Teseo se ofreció como víctima propiciatoria, pero logró sortear las trampas que el monstruo tendía, deshaciendo las intrincadas vías de la morada del Minotauro. Supo hallar el camino que llevaba al corazón del laberinto sin perderse, y que le devolvió, tras acabar con la bestia, junto con los jóvenes recién liberados, a la luz. De este modo, Atenas renació. Ya solo le cupo a Teseo reunir a los burgos dispersos para fundar una nueva ciudad alrededor de un espacio central.
El santuario de Apolo Delfinio en Mileto se hallaba en el centro de la ciudad. Estaba al cargo de la congregación de los Molpoi que también velaban por el santuario de Hestia, la diosa del fuego del hogar, en este caso, de la llama eterna de la ciudad. Dentro del recinto del santuario de Apolo Delfinio, el Delfinium, como han estudiado Graf y Herda, tenían lugar los ritos de tránsito de los adolescentes que se preparaban para ser aceptados, integrados en la vida comunitaria: dejaban de ser individuos marginales (como los marineros, los desterrados, los errantes fundadores, echados por la metrópoli, antes de su integración en la nueva ciudad que fundarían) para convertirse en el centro de atención y participar de la vida urbana.
Que Apolo Delfinio presidiera los ritos de iniciación no era extraño. No solo Apolo era conocido por su apoyo a los jóvenes (pensemos simplemente que los kouroi, estas efigies masculinas de los inicios de la edad clásica ,se han interpretado diversamente como estatuas de Apolo o de jóvenes –consagrados a esta divinidad), sino sobre todo por velar por los ritos de paso –de nuevo, el término paso, vía, camino, cobre toda su significación e importancia- que conducían a los jóvenes -tras un periodo de abandono del hogar y de pérdida fuera de los márgenes de la ciudad y de la ley, como si murieran con respecto a la vida ordenada de la urbe-, hacia la vida adulta y la incorporación en el seno de la comunidad cívica. Un rito de paso es un proceso, en el espacio y el espacio, por el que el iniciado debe pasar. Gracias a dicho tránsito, se abandona una condición, se rompe definitivamente con ella, a fin de adquirir, tras un periodo de incertidumbre, una nueva. Apolo Delfinio controla dicho paso: los jóvenes se adentran en la vida adulta: cruzan el umbral que separa, pero también conecta, dos de las cuatro etapas de la vida, a fin de integrarse en el espacio político. El vocabulario vuelve a ser propio del mundo de la arquitectura o el urbanismo. Nos referimos a caminos, y a umbrales.
Mas estos términos no deben sorprendernos. Apolo es el dios de los caminos (Apolo Agieo) y de los umbrales (y de las moradas: Apolo Oiketes). Es el guardián de las moradas sobre las que ejerce su protección desde el exterior: el umbral, la zona de tránsito entre los espacios público y privado, exterior e interior, urbano y doméstico. Apolo, bajo la forma de un monolito, cuidaba del hogar. Su relación con Hestia siempre latente pero manifiesta en Mileto –y en Delfos- era lógica: ambas divinidades cuidaban del espacio habitable, y lo organizaban, tanto desde el interior cuanto del exterior, erigiéndose en el centro y en la umbral: el punto y la línea con los que cualquier espacio puede organizarse.
Apolo controla el origen (el punto central, de arranque, a partir del cual el espacio puede estructurarse), el vector direccional (el camino de acceso) y el término. Su función es la de separar, es decir, de organizar y encuadrar. El uso del cuchillo, tan bien analizado por Detienne, es lógico: con él, traza o abre caminos en un espacio aún indiferenciado y, por tanto, no apto para la vida (pues carece de referencias, de coordenadas y la vida no sabe, no puede asentarse en ningún lugar específico, prolongándose la condición nómada o errante de quienes no pueden instalarse y descansar); divide el espacio en lotes asignados a los humanos –desde los límites de la ciudad hasta los umbrales domésticos- como un carnicero trocea a la víctima sacrificial y entrega a cada bando (los dioses y los humanos) la parte que les corresponde. Uno de los verbos que describe la acción “urbanística” de Apolo es diatithemi –emparentado, es obvio, con themis-: significa disparar, distribuir, organizar, regular, y está relaciona con thema, parte o lote. Apolo es un fundador: abre caminos, encabeza expediciones, organiza y divide el espacio y reparte lotes o parcelas. Parcela el espacio, es decir, traza, andando, una retícula que enmarca y cuadricula el territorio.
La existencia de ejes, a partir de un punto central, es necesaria para orientarse y para organizar el espacio. La orientación requiere la existencia de hitos, naturales y celestiales. El delfín no solo guiaba en el mar sino también en el cielo. El delfín era una constelación que jugaba un papel esencial en los viajes de Apolo.
De pequeñas dimensiones, situada sobre el horizonte, es de difícil visión. Se halla en una región del cielo, llamada, no es casual, del Agua, donde se ubican otras constelaciones, como las del Cisne, la Flecha o el Lagarto, todas ellas formando figuras relacionadas con Apolo.
Como ha estudiado Salt, la constelación del Delfín se hace visible en enero en toda el área mediterránea. En Delfos, por el contrario, debido a la cadena montañosa que cubre el horizonte y a la posición baja de la constelación, ésta no se mostraba, ocupando toda la franja inferior del cielo délfico, justo sobre la escena del teatro, hasta febrero, cuando el solsticio de invierno. Indicaba el día en que Apolo regresaba del País de los Hiperbóreos a su santuario en Delfos, reemplazando a Dioniso que hasta entonces ocupaba su lugar. Entonces, era cuando los que, desde cualquier lugar del Mediterráneo, acudían por mar hacia Delfos para interrogar a Apolo, tenían que embarcar. Sabían que tenían un mes por delante. Atracarían y ascenderían por las laderas del Parnaso, justo cuando Apolo anunciaba su vuelta a su santuario.
La función de la constelación era doble. Por un lado, señalaba el inicio de los viajes a Delfos e indicaba cuando el oráculo iba a volverse a ponerse en funcionamiento –primeramente el 7 día de cada mes, de febrero a septiembre, luego casi cada día-. Por otro lado, la aparición y desaparición de la constelación en el cielo sobre Delfos indicaba la apertura y cierre del santuario apolíneo. La última ascensión visible de la constelación, hacia el 15 de septiembre, con la cabeza del delfín apuntando al norte, señalaba el camino que Apolo iba a emprender hacia el gran norte donde pasaría todo el invierno, y la cesación del oráculo. El Delfín pautaba el tiempo y el espacio. Señalaba la dirección que debía seguir para acudir a Apolo, cuándo se debía emprender el camino, y qué días la divinidad iba a estar disponible.
En culturas “occidentales” como en Egipto o en Babilonia, la posición de los santuarios estaba dictaminada por la posición de determinados astros un día señalado. La planta general del recinto sagrada resultaba ser la proyección de la planimetría del cielo sobre la tierra. Dichas relaciones entre el cielo y la tierra han sido desestimadas en la cultura griega. La orientación de los templos sigue, muy convencionalmente, el previsible eje este-oeste (aunque no en Delfos, quizá debido a la configuración del terreno escarpado, o a la presencia de la cueva de Dionisos en la abrupta pared rocosa), y su ubicación solía estar definida por algún hito natural cuta forma podía evocar o simbolizar alguno de los poderes o funciones de la divinidad a quien estaba dedicada el templo, como sugirió en su día Scully. Cabe plantearse, sin embargo, si la relación entre las plantas del cielo y del santuario no es más compleja de lo que se ha pensado hasta ahora. La disposición actual del santuario responde a una última reordenación del espacio en época romana. La descripción de Pausanias (s. II dC) coincide bastante con lo que se descubre (si bien no menciona algunos hitos como el tholos en el área de Atenea). No obstante, la ubicación y los accesos no cambiaron demasiado con respecto al siglo V aC. Si se observa con atención, entonces, se descubre, con sorpresa, quizá con escepticismo, la insólita coincidencia entre las líneas maestras que gobiernan el acceso al templo de Apolo (y el recorrido ascendente previo a través del santuario) y la ubicación de los principales monumentos, y el esquema de la constelación del Delfín. ¿Responde, entonces, el “urbanismo” de Delfos –si es que este término que sugiere una previa planimetría tiene sentido en este lugar- a la forma de la constelación? Ningún texto antiguo apoya semejante pregunta, por lo que no se puede responder con seguridad. Pero lo cierto es que el delfín celestial, y no solo marítimo, jugaba un papel fundamental en la organización del espacio mediterráneo que confluía o concluía en Delfos.
A través de la figura del delfín, celestial y/o terrenal, Apolo recorría el espacio y ayuda al ser humano a explorarlo y a asentarse. El delfín era, junto con la garza, el signo preferencial a través del cual Apolo creaba y señalaba las rutas, a partir de determinados centros (Delos, Delfos), que ayudaban a que el ser humano no se perdiera en un espacio indiferenciado y no pudiera asentarse. El delfín, de algún modo, señalaba el dominio apolíneo del espacio (sobre todo del espacio marítimo en el que el hombre tenía más posibilidades, por falta de puntos y líneas de referencia o de orientación, de perderse). Quizá la imagen casi tópica del delfín como amigo del ser humano nunca cobró más sentido que a través de su relación con Apolo.
viernes, 27 de noviembre de 2009
José Manuel Ballester: Calle sin fin (2006)
http://www.josemanuelballester.com/espanol/video.htm
Uno de los mejores vídeos españoles de temática urbana.
Uno de los mejores vídeos españoles de temática urbana.
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Ciudades,
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Modern Art
APOLO, LA ARQUITECTURA Y EL DELFÍN Parte I)
Borrador de la ponencia para el congreso sobre El animal y el espacio en la Grecia antigua, Universidad de Barcelona & Universidad Rovira Virgili, Tarragona, 3-4 de diciembre de 2009
EL DELFÍN, SEÑALANDO EL CAMINO, DE DELOS A DELFOS
Después del estudio monumental que Marcel Detienne dedicó a las relaciones entre Apolo y la arquitectura (o, más precisamente, con la organización del espacio), parece que poco se pueda añadir a este tema, si bien dicho estudio se centraba no solo o no tanto en Apolo en tanto que arquitecto sino más bien en tanto que carnicero, aunque ambas labores tenían una estrecha aunque curiosa relación, ya que recurrían a un mismo utensilio: el cuchillo, útil tanto para despedazar las víctimas sacrificadas, cuanto para abrirse camino en la intrincada selva que cubría Grecia, es decir el mundo entero, en los inicios de la creación, o antes de la planificación humana y la instalación de asentamientos, tal como se describe en el Himno homérico a Apolo.
Quisiera mostrar la relación lógica entre Apolo en tanto que arquitecto y urbanista y el delfín (terrenal y… celestial) que surca los mares delante de las naves de los colonizadores.
Apolo fue un dios rechazado, que no pudo nacer en el Olimpo, sino a escondidas, en los márgenes del mundo. Su madre, la diosa Leto, lo concibió con Zeus, despertando los celos de Hera, la diosa madre esposa del Crónida. Llegado el momento del parto, Leto tuvo que buscar un lugar donde dar a luz, mas ningún paraje se atrevía a oponerse a las advertencias de Hera en contra de quien o de lo que se atreviera a permitir que Leto descansara. Solo un paraje, dejado, literalmente de la mano de dios, rocoso y desabitado, accedió, con ciertas reticencias, a las súplicas de Leto, por razones familiares: la isla de Delos.
Ésta era un lugar abandonado. En su origen, era una estrella o un asteroide caído, una diosa, Asteria, hermana de Leto, que, para escapar al asedio de Zeus se convirtió en una codorniz (ortigia, nombre con el que también era conocida Delos), que se precipitó al mar. Delos era, pues, como Leto (y Apolo), una figura perseguida. Al caer, se convirtió en una isla. Extraña isla, ya que no estaba asentada, sino que bogaba a merced de las olas. Carecía de raíces (themelia), de fundamentos. Escapaba al asedio de las olas. Se desplazaba sin rumbo fijo, de un lado para otro. Desplazamientos erráticos, como si careciera de guía, de un camino prefijado, como si no tuviera un objetivo, una meta claramente señalados. Delos era una isla repudiada, condenada, como los desterrados, a no poder detenerse en ningún lugar, a no tener un lugar propio en el anchuroso mar. Sus movimientos erráticos eran similares a los de una persona encerrada en un laberinto, tal como los describe Apolodoro. Delos era un laberinto.
Fue en el momento mismo en que Apolo nació que la isla de Delos echó raíces. Se centró, se asentó. Los cimientos brotaron hasta fijarla en un punto determinado. Fue la primera acción arquitectónica, quizá aún involuntaria, del dios Apolo. Desde entonces, como se narra en el Himno a Delos de Calímaco, la isla guió, encabezó la procesión de islas Cícladas –como un ecista, un fundador de una expedición colonial alentado por Apolo-, que dibujaban una ronda, un círculo perfecto en la mar, y se convirtió en un hogar (hestia) para el resto de las islas. Pasó de ser un pedregal a ser un hogar –un lugar habitable-, gracias a la intervención de Apolo.
Apolo tenía unas pocas horas y ya se ufanaba en levantar un altar para dar gracias a su padre Zeus. Aquél fue construido con las cornamentas de ciervos que su hermana gemela, Ártemis (nacida también en Delos) –Diana la cazadora- le aportaba, cuyas ramas iba Apolo entretejiendo hasta configurar un cuerpo sólido y bien asentado, que descansaba sobre unos cimientos (themelia) previamente hincados en el suelo. Apolo se preocupaba de la solidez de lo que edificaba, de las bases o sustentos más que de lo que, posteriormente, se alzaba. La raíz del problema constructivo: tal era su preocupación. Los conocimientos para instalar cimientos, que son la base sobre la que se funda y se apoya toda obra arquitectónica –cuando no existen o fallan la construcción, ineludiblemente, se viene abajo- le eran, podríamos decir, consustanciales; le venían de nacimiento; los había “asumido” o “ingerido”. No tenía que realizar ningún esfuerzo. Instintivamente hallaba los gestos adecuados para labrar cimientos firmes. En efecto, en cuanto nació, Apolo no fue alimentado por su madre –lo que, desde el nacimiento, distinguía a Apolo de cualquier otro recién nacido, y justificaba su personalidad- sino por la diosa Temis. Ella le inculcó el aprecio por las themistoi, las leyes divinas, distintas aunque emparentadas con las leyes humanos, las nomoi, base de las normas de convivencia, de la organización social, entre las que destacaban las líneas maestras que se podrían instaurar o marcar con las latinas normae, que no eran unas leyes cualesquiera sino el sustrato de toda ley, de toda traza o marca recta, que indican hasta donde se puede llegar y por donde se puede ir: es decir, la escuadra (norma es escuadra en latín), considerado desde entonces como uno de los dos atributos, junto con el compás, del arquitecto. Con la ley se regulan las bases de la convivencia, como se trazan los límites de los espacios públicos y privados, y los de los espacios cultivados y civilizados, con la escuadra (y el cartabón), que permiten trazar líneas y ángulos rectos, símbolos del valor ético por excelencia, la rectitud. La arquitectura y la organización espacial o urbanística ordenan el espacio: instaurar un orden que impide que la vida selvática, la barbarie invada el espacio y se oponga a la vida comunitaria, ciudadana.
Su faceta constructora no debía extrañar. Como cualquier figura civilizadora y, posteriormente, fundadora, existían signos que lo designaban como apto para emprender dichas tareas, entre las que destacaba el haber podido convertir un islote rocoso en un lugar apto para la vida: tenía una hermana gemela. Pues hasta entonces, Delos estaba deshabitada. Su inicial aridez, un suelo que era un pedregal, la incapacitaba para poder ser cultivada. Calímaco la describía como atropos (v. 11), que significaba tanto “no cultivada o cultivable” cuanto intransitable: Delos no poseía caminos. Solo los marineros, que en el imaginario griego eran figuras semejantes a los pastores y los nómadas, incapaces de fundar un hogar, yendo de puerto en puerto sin descansar jamás, se acercaban, de tanto en tanto, a la orilla de Delos. Ésta, al igual que la isla de los Cíclopes (la antítesis de Ítaca, por ejemplo) era inhabitable. No se podía instalar ninguna morada. Su tierra no podía ser organizada. Esta situación cambió en cuanto Apolo pisó el suelo de Delos. No es que fundara ninguna ciudad: tan solo un santuario, y un altar, que se convirtieron no solo en un centro y un punto de partida –desde el que Apolo emprendió la exploración de la Grecia continental-, sino, en verdad, en un modelo de cualquier asentamiento, una ciudad, por ejemplo, cuya existencia daba lugar a procesiones que la circundaban, sin duda con ánimo de protegerla mágica o ritualmente, movimientos circulares que Apolo emprendió por vez primera alrededor del altar recién instituido en Delos, como Detienne observó agudamente. El altar era una construcción, incluso una ciudad en miniatura, con sus sólidos cimientos, sus paredes y un límite, semejante al que dibujan unas murallas, que se podía rodear sin problemas. El altar era un cuerpo en el espacio cuyo levantamiento había requerido la aplicación regulada de los mismos procedimientos técnicos necesarios para construir un edificio o una ciudad.
El resto de la historia es conocido. La isla de Delos se le vuelve pequeña a Apolo. Tiene apenas unos días de vida, cuando decide recorrer la Grecia continental. Parte a la búsqueda de un lugar donde fundar y construir su santuario principal. Su viaje se dirige hacia las cuatro direcciones del espacio. Asciende hacia el norte, se dirige hacia el este, hacia la isla de Eubea, cambia de rumbo hacia el oeste, se orienta hacia el norte hasta llegar a los pies del Parnaso, en Delfos. Durante este recorrido por tierras vírgenes –pobladas ya, ciertamente por humanos, en medio de la selva o, cuanto menos, de frondosos bosques, como el Himno homérico a Apolo lo recuerda una y otra vez, pero carentes de vecindarios, que se van organizando al paso de la divinidad, y de tierras cultivadas- el espacio se compone. No bien Apolo puso un pie en la llanura de Tebas, ésta adquirió caminos sin rodeos (atrapoi, v. 227): hasta su llegada, los accesos daban vueltas sobre si mismo, como los oscuros pasadizos de un laberinto. Apolo cree haber dado con el lugar perfecto, cabe una fuente. Pero como ésta le advierte, el ruido causado por el paso de las caravanas, no favorece la instauración de un santuario. Apolo retoma entonces la senda hasta alcanzar el lugar que considera perfecto. Éste, sin embargo, ya posee un santuario, dedicado a la diosa madre, Gea, y a su hija, la dragona Delfine (o a su nieta, Pitón), con la que tendrá que enfrentarse, en una lucha cósmica, a vida o muerte, antes de poder reducirla, y apoderarse del lugar. Solo entonces, Apolo, tan preocupado por instalar sólidas bases a todo lo que construye, puede instalar profundos cimientos (themelia) y la piedra del umbral (oudos, un término emparentado con odos, camino) que marca el límite entre los dos espacios, interior y exterior , límite que, con cuidado, puede ser franqueado permitiendo que ambos espacios entren en contacto. Posteriormente, míticos arquitectos, ya humanos, levantarán los muros y concluirán el templo. Según otras versiones, el templo de Apolo en Delfos pasó por fases sucesivas durante las cuales se emplearon diversos materiales, desde los más livianos, elementos vegetales, o cera de abeja, hasta los más sólidos, el bronce sonoro, y la piedra, en último lugar. En Homero, sin embargo, Apolo solo supervisa la erección de un único santuario de piedra.
Una vez edificado, el santuario necesita personal que atienda a los ritos que tengan que ser ejecutados. Pero Delfos no es una ciudad. No posee habitantes. A los pies del Parnaso nadie mora. Delfos es el primer asentamiento, el primer lugar edificado.
Apolo tiene entonces que partir, no solo en busca del personal adecuado sino porque debe purificarse del crimen cometido: la matanza de Delfine. Este tipo de crimen, sin embargo, no es extraño. Todos los héroes fundadores, de los que, en cierta medida Apolo era el prototipo, y en cuyas aventuras intervenía -ya que les indicaba, cuando los fundadores acudían, antes de emprender la expedición, al santuario délfico, el lejano lugar donde debían asentarse, o la dirección que debían tomar hasta hallar el lugar donde fundar una ciudad-, todos los héroes fundadores emprendían una lucha similar y cometían un mismo crimen, ya que todas las tierras en las que debían asentarse pertenecían a divinidades primigenias, ctócnicas, en forma de serpiente descomunal, guardianas de los ríos o las fuentes alrededor o cerca de las cuales se fundaría la ciudad y sin las cuales ésta no podría sobrevivir. La lucha con un monstruo serpentino, como ha sido estudiado reiteradas veces, constituyendo casi un lugar común, es un signo que indica que estamos ante una gesta fundacional que culminará con la erección de un edificio o una ciudad.
Sin embargo, por necesario que fuera, dicho crimen no podía quedar impune. La falta debía ser lavaba. Apolo, una divinidad tan cercana a las aguas (su hijo, Asklespios, dios de la medicina, tenía una relación particularmente intensa con las aguas –medicinales- y el mismo Apolo, al menos en Roma, estaba ligado a las fuentes que sanaban) tenía que purificarse. El viaje de Apolo debía reemprender y no podía llegar a buen término hasta que lograse reunir los sacerdotes necesarios para mantener el santuario recién fundado.
Como si su relación con el espacio en el que es más difícil orientarse, poniendo en evidencia su capacidad por abrir o por hallar vías de comunicación, guiara sus acciones, Apolo retornó al mar. Partió a Creta. Y desde allí reemprendió el camino de vuelta a Delfos. Rehacía el viaje que había emprendido al poco tiempo de nacer. Halló una nave veloz gobernada por “excelentes hombres, cretenses de la minoia Cnoso” que se dirigía a Pilos: “Febo Apolo les salió al encuentro en el ponto y, habiendo tomado la figura de un delfín, saltó a la nave veloz y en ella se echó como un monstruo grande y horrendo” (HhA, 395-398). Los marineros se quedaron mudos. Desde entonces, no pudieron controlar la nave. Ésta avanzaba sola (dirigida por Apolo, es decir, el delfín que yacía encubierta): “el soberano Apolo, el que hiere de lejos, la dirigía fácilmente con su soplo” (Ib., 424). Dirigía: hêgemoneue (v. 438): Apolo se comportaba como un “ecista”, un jefe de expedición que abría el camino a los que le seguían. La nave avanzaba en línea recta (ithunô, v. 421, es decir avanzaba con fundamento: el verbo anterior está emparentado con themis, la ley divina, y con themelia, como ya hemos visto, bases, fundamentos, cimientos). El manejo era tan preciso que el barco navegó incluso hacia atrás (apsorros, v. 436), algo sin duda imposible de lograr por medios convencionales –o en sentido inverso al curso del sol-. Al llegar al puerto de Crisa, Apolo recuperó su forma antropomórfica, saltó del barco, penetró en un templo, encendió un hogar, volvió a la nave ante los marineros pasmados, les ordenó descender a tierra y levantar un altar, y luego añadió: “como en el obscuro ponto salté primeramente a la veloz nave, parecido a un delfín (eidomenos, del verbo eidomai: parecer, asemejarse, mostrarse, hacerse visible, lo cual indica que Apolo se muestra bajo la forma de un delfín, una actitud semejante a la de cualquier dios homérico que para dirigirse a un humano adopta la forma de un ser visible, un humano, o un animal, en este caso), invocadme llamándome Delfinio; y el mismo altar, igualmente Delfinio, será siempre famoso” (vv. 496-497). Luego, los nombró encargados de su santuario, asegurándoles que nada les faltaría, algo de lo que no podían estar seguros ya que Delfos sólo era un santuario en un paisaje rocoso, cuyo suelo árido no podía ser cultivado –como la isla de Delos-, y no una próspera ciudad.
Entre Delfos, Delfine y el delfín, ¿qué relación existía? ¿Qué término estaba en el origen de un grupo aparentemente emparentado?: ¿delphus –matriz-, delphis –delfín, y “de Delphos”-, y Delphos –el nombre del santuario?. La relación que Somville estableció entre el delfín y una hipotética diosa madre cretense, matriz del universo, no me parecen creíbles. Puesto que, en los inicios, Delfos estaba al cuidado de una diosa madre, Gea, cuya hija o cuya nieta, Delfine, se enfrentó a Apolo, y dado que el santuario del hijo de Leto, convertido en el centro del mundo griego, se asentaba sobre un chasma, una falla infernal, y acogía el ónfalo, una piedra que simbolizaba el ombligo del mundo, podemos pensar que Delfos no es sino la Matriz del mundo. Pero es muy posible que Delfos no esté emparentado con la matriz de la tierra ni con su hija Delfine, sino con el animal apolíneo por excelencia: el delfín. Delfos es el santuario del delfín. Apolo, como él mismo indicaba, era Apolo el delfín, Apolo Delfinio.
(continuará)
EL DELFÍN, SEÑALANDO EL CAMINO, DE DELOS A DELFOS
Después del estudio monumental que Marcel Detienne dedicó a las relaciones entre Apolo y la arquitectura (o, más precisamente, con la organización del espacio), parece que poco se pueda añadir a este tema, si bien dicho estudio se centraba no solo o no tanto en Apolo en tanto que arquitecto sino más bien en tanto que carnicero, aunque ambas labores tenían una estrecha aunque curiosa relación, ya que recurrían a un mismo utensilio: el cuchillo, útil tanto para despedazar las víctimas sacrificadas, cuanto para abrirse camino en la intrincada selva que cubría Grecia, es decir el mundo entero, en los inicios de la creación, o antes de la planificación humana y la instalación de asentamientos, tal como se describe en el Himno homérico a Apolo.
Quisiera mostrar la relación lógica entre Apolo en tanto que arquitecto y urbanista y el delfín (terrenal y… celestial) que surca los mares delante de las naves de los colonizadores.
Apolo fue un dios rechazado, que no pudo nacer en el Olimpo, sino a escondidas, en los márgenes del mundo. Su madre, la diosa Leto, lo concibió con Zeus, despertando los celos de Hera, la diosa madre esposa del Crónida. Llegado el momento del parto, Leto tuvo que buscar un lugar donde dar a luz, mas ningún paraje se atrevía a oponerse a las advertencias de Hera en contra de quien o de lo que se atreviera a permitir que Leto descansara. Solo un paraje, dejado, literalmente de la mano de dios, rocoso y desabitado, accedió, con ciertas reticencias, a las súplicas de Leto, por razones familiares: la isla de Delos.
Ésta era un lugar abandonado. En su origen, era una estrella o un asteroide caído, una diosa, Asteria, hermana de Leto, que, para escapar al asedio de Zeus se convirtió en una codorniz (ortigia, nombre con el que también era conocida Delos), que se precipitó al mar. Delos era, pues, como Leto (y Apolo), una figura perseguida. Al caer, se convirtió en una isla. Extraña isla, ya que no estaba asentada, sino que bogaba a merced de las olas. Carecía de raíces (themelia), de fundamentos. Escapaba al asedio de las olas. Se desplazaba sin rumbo fijo, de un lado para otro. Desplazamientos erráticos, como si careciera de guía, de un camino prefijado, como si no tuviera un objetivo, una meta claramente señalados. Delos era una isla repudiada, condenada, como los desterrados, a no poder detenerse en ningún lugar, a no tener un lugar propio en el anchuroso mar. Sus movimientos erráticos eran similares a los de una persona encerrada en un laberinto, tal como los describe Apolodoro. Delos era un laberinto.
Fue en el momento mismo en que Apolo nació que la isla de Delos echó raíces. Se centró, se asentó. Los cimientos brotaron hasta fijarla en un punto determinado. Fue la primera acción arquitectónica, quizá aún involuntaria, del dios Apolo. Desde entonces, como se narra en el Himno a Delos de Calímaco, la isla guió, encabezó la procesión de islas Cícladas –como un ecista, un fundador de una expedición colonial alentado por Apolo-, que dibujaban una ronda, un círculo perfecto en la mar, y se convirtió en un hogar (hestia) para el resto de las islas. Pasó de ser un pedregal a ser un hogar –un lugar habitable-, gracias a la intervención de Apolo.
Apolo tenía unas pocas horas y ya se ufanaba en levantar un altar para dar gracias a su padre Zeus. Aquél fue construido con las cornamentas de ciervos que su hermana gemela, Ártemis (nacida también en Delos) –Diana la cazadora- le aportaba, cuyas ramas iba Apolo entretejiendo hasta configurar un cuerpo sólido y bien asentado, que descansaba sobre unos cimientos (themelia) previamente hincados en el suelo. Apolo se preocupaba de la solidez de lo que edificaba, de las bases o sustentos más que de lo que, posteriormente, se alzaba. La raíz del problema constructivo: tal era su preocupación. Los conocimientos para instalar cimientos, que son la base sobre la que se funda y se apoya toda obra arquitectónica –cuando no existen o fallan la construcción, ineludiblemente, se viene abajo- le eran, podríamos decir, consustanciales; le venían de nacimiento; los había “asumido” o “ingerido”. No tenía que realizar ningún esfuerzo. Instintivamente hallaba los gestos adecuados para labrar cimientos firmes. En efecto, en cuanto nació, Apolo no fue alimentado por su madre –lo que, desde el nacimiento, distinguía a Apolo de cualquier otro recién nacido, y justificaba su personalidad- sino por la diosa Temis. Ella le inculcó el aprecio por las themistoi, las leyes divinas, distintas aunque emparentadas con las leyes humanos, las nomoi, base de las normas de convivencia, de la organización social, entre las que destacaban las líneas maestras que se podrían instaurar o marcar con las latinas normae, que no eran unas leyes cualesquiera sino el sustrato de toda ley, de toda traza o marca recta, que indican hasta donde se puede llegar y por donde se puede ir: es decir, la escuadra (norma es escuadra en latín), considerado desde entonces como uno de los dos atributos, junto con el compás, del arquitecto. Con la ley se regulan las bases de la convivencia, como se trazan los límites de los espacios públicos y privados, y los de los espacios cultivados y civilizados, con la escuadra (y el cartabón), que permiten trazar líneas y ángulos rectos, símbolos del valor ético por excelencia, la rectitud. La arquitectura y la organización espacial o urbanística ordenan el espacio: instaurar un orden que impide que la vida selvática, la barbarie invada el espacio y se oponga a la vida comunitaria, ciudadana.
Su faceta constructora no debía extrañar. Como cualquier figura civilizadora y, posteriormente, fundadora, existían signos que lo designaban como apto para emprender dichas tareas, entre las que destacaba el haber podido convertir un islote rocoso en un lugar apto para la vida: tenía una hermana gemela. Pues hasta entonces, Delos estaba deshabitada. Su inicial aridez, un suelo que era un pedregal, la incapacitaba para poder ser cultivada. Calímaco la describía como atropos (v. 11), que significaba tanto “no cultivada o cultivable” cuanto intransitable: Delos no poseía caminos. Solo los marineros, que en el imaginario griego eran figuras semejantes a los pastores y los nómadas, incapaces de fundar un hogar, yendo de puerto en puerto sin descansar jamás, se acercaban, de tanto en tanto, a la orilla de Delos. Ésta, al igual que la isla de los Cíclopes (la antítesis de Ítaca, por ejemplo) era inhabitable. No se podía instalar ninguna morada. Su tierra no podía ser organizada. Esta situación cambió en cuanto Apolo pisó el suelo de Delos. No es que fundara ninguna ciudad: tan solo un santuario, y un altar, que se convirtieron no solo en un centro y un punto de partida –desde el que Apolo emprendió la exploración de la Grecia continental-, sino, en verdad, en un modelo de cualquier asentamiento, una ciudad, por ejemplo, cuya existencia daba lugar a procesiones que la circundaban, sin duda con ánimo de protegerla mágica o ritualmente, movimientos circulares que Apolo emprendió por vez primera alrededor del altar recién instituido en Delos, como Detienne observó agudamente. El altar era una construcción, incluso una ciudad en miniatura, con sus sólidos cimientos, sus paredes y un límite, semejante al que dibujan unas murallas, que se podía rodear sin problemas. El altar era un cuerpo en el espacio cuyo levantamiento había requerido la aplicación regulada de los mismos procedimientos técnicos necesarios para construir un edificio o una ciudad.
El resto de la historia es conocido. La isla de Delos se le vuelve pequeña a Apolo. Tiene apenas unos días de vida, cuando decide recorrer la Grecia continental. Parte a la búsqueda de un lugar donde fundar y construir su santuario principal. Su viaje se dirige hacia las cuatro direcciones del espacio. Asciende hacia el norte, se dirige hacia el este, hacia la isla de Eubea, cambia de rumbo hacia el oeste, se orienta hacia el norte hasta llegar a los pies del Parnaso, en Delfos. Durante este recorrido por tierras vírgenes –pobladas ya, ciertamente por humanos, en medio de la selva o, cuanto menos, de frondosos bosques, como el Himno homérico a Apolo lo recuerda una y otra vez, pero carentes de vecindarios, que se van organizando al paso de la divinidad, y de tierras cultivadas- el espacio se compone. No bien Apolo puso un pie en la llanura de Tebas, ésta adquirió caminos sin rodeos (atrapoi, v. 227): hasta su llegada, los accesos daban vueltas sobre si mismo, como los oscuros pasadizos de un laberinto. Apolo cree haber dado con el lugar perfecto, cabe una fuente. Pero como ésta le advierte, el ruido causado por el paso de las caravanas, no favorece la instauración de un santuario. Apolo retoma entonces la senda hasta alcanzar el lugar que considera perfecto. Éste, sin embargo, ya posee un santuario, dedicado a la diosa madre, Gea, y a su hija, la dragona Delfine (o a su nieta, Pitón), con la que tendrá que enfrentarse, en una lucha cósmica, a vida o muerte, antes de poder reducirla, y apoderarse del lugar. Solo entonces, Apolo, tan preocupado por instalar sólidas bases a todo lo que construye, puede instalar profundos cimientos (themelia) y la piedra del umbral (oudos, un término emparentado con odos, camino) que marca el límite entre los dos espacios, interior y exterior , límite que, con cuidado, puede ser franqueado permitiendo que ambos espacios entren en contacto. Posteriormente, míticos arquitectos, ya humanos, levantarán los muros y concluirán el templo. Según otras versiones, el templo de Apolo en Delfos pasó por fases sucesivas durante las cuales se emplearon diversos materiales, desde los más livianos, elementos vegetales, o cera de abeja, hasta los más sólidos, el bronce sonoro, y la piedra, en último lugar. En Homero, sin embargo, Apolo solo supervisa la erección de un único santuario de piedra.
Una vez edificado, el santuario necesita personal que atienda a los ritos que tengan que ser ejecutados. Pero Delfos no es una ciudad. No posee habitantes. A los pies del Parnaso nadie mora. Delfos es el primer asentamiento, el primer lugar edificado.
Apolo tiene entonces que partir, no solo en busca del personal adecuado sino porque debe purificarse del crimen cometido: la matanza de Delfine. Este tipo de crimen, sin embargo, no es extraño. Todos los héroes fundadores, de los que, en cierta medida Apolo era el prototipo, y en cuyas aventuras intervenía -ya que les indicaba, cuando los fundadores acudían, antes de emprender la expedición, al santuario délfico, el lejano lugar donde debían asentarse, o la dirección que debían tomar hasta hallar el lugar donde fundar una ciudad-, todos los héroes fundadores emprendían una lucha similar y cometían un mismo crimen, ya que todas las tierras en las que debían asentarse pertenecían a divinidades primigenias, ctócnicas, en forma de serpiente descomunal, guardianas de los ríos o las fuentes alrededor o cerca de las cuales se fundaría la ciudad y sin las cuales ésta no podría sobrevivir. La lucha con un monstruo serpentino, como ha sido estudiado reiteradas veces, constituyendo casi un lugar común, es un signo que indica que estamos ante una gesta fundacional que culminará con la erección de un edificio o una ciudad.
Sin embargo, por necesario que fuera, dicho crimen no podía quedar impune. La falta debía ser lavaba. Apolo, una divinidad tan cercana a las aguas (su hijo, Asklespios, dios de la medicina, tenía una relación particularmente intensa con las aguas –medicinales- y el mismo Apolo, al menos en Roma, estaba ligado a las fuentes que sanaban) tenía que purificarse. El viaje de Apolo debía reemprender y no podía llegar a buen término hasta que lograse reunir los sacerdotes necesarios para mantener el santuario recién fundado.
Como si su relación con el espacio en el que es más difícil orientarse, poniendo en evidencia su capacidad por abrir o por hallar vías de comunicación, guiara sus acciones, Apolo retornó al mar. Partió a Creta. Y desde allí reemprendió el camino de vuelta a Delfos. Rehacía el viaje que había emprendido al poco tiempo de nacer. Halló una nave veloz gobernada por “excelentes hombres, cretenses de la minoia Cnoso” que se dirigía a Pilos: “Febo Apolo les salió al encuentro en el ponto y, habiendo tomado la figura de un delfín, saltó a la nave veloz y en ella se echó como un monstruo grande y horrendo” (HhA, 395-398). Los marineros se quedaron mudos. Desde entonces, no pudieron controlar la nave. Ésta avanzaba sola (dirigida por Apolo, es decir, el delfín que yacía encubierta): “el soberano Apolo, el que hiere de lejos, la dirigía fácilmente con su soplo” (Ib., 424). Dirigía: hêgemoneue (v. 438): Apolo se comportaba como un “ecista”, un jefe de expedición que abría el camino a los que le seguían. La nave avanzaba en línea recta (ithunô, v. 421, es decir avanzaba con fundamento: el verbo anterior está emparentado con themis, la ley divina, y con themelia, como ya hemos visto, bases, fundamentos, cimientos). El manejo era tan preciso que el barco navegó incluso hacia atrás (apsorros, v. 436), algo sin duda imposible de lograr por medios convencionales –o en sentido inverso al curso del sol-. Al llegar al puerto de Crisa, Apolo recuperó su forma antropomórfica, saltó del barco, penetró en un templo, encendió un hogar, volvió a la nave ante los marineros pasmados, les ordenó descender a tierra y levantar un altar, y luego añadió: “como en el obscuro ponto salté primeramente a la veloz nave, parecido a un delfín (eidomenos, del verbo eidomai: parecer, asemejarse, mostrarse, hacerse visible, lo cual indica que Apolo se muestra bajo la forma de un delfín, una actitud semejante a la de cualquier dios homérico que para dirigirse a un humano adopta la forma de un ser visible, un humano, o un animal, en este caso), invocadme llamándome Delfinio; y el mismo altar, igualmente Delfinio, será siempre famoso” (vv. 496-497). Luego, los nombró encargados de su santuario, asegurándoles que nada les faltaría, algo de lo que no podían estar seguros ya que Delfos sólo era un santuario en un paisaje rocoso, cuyo suelo árido no podía ser cultivado –como la isla de Delos-, y no una próspera ciudad.
Entre Delfos, Delfine y el delfín, ¿qué relación existía? ¿Qué término estaba en el origen de un grupo aparentemente emparentado?: ¿delphus –matriz-, delphis –delfín, y “de Delphos”-, y Delphos –el nombre del santuario?. La relación que Somville estableció entre el delfín y una hipotética diosa madre cretense, matriz del universo, no me parecen creíbles. Puesto que, en los inicios, Delfos estaba al cuidado de una diosa madre, Gea, cuya hija o cuya nieta, Delfine, se enfrentó a Apolo, y dado que el santuario del hijo de Leto, convertido en el centro del mundo griego, se asentaba sobre un chasma, una falla infernal, y acogía el ónfalo, una piedra que simbolizaba el ombligo del mundo, podemos pensar que Delfos no es sino la Matriz del mundo. Pero es muy posible que Delfos no esté emparentado con la matriz de la tierra ni con su hija Delfine, sino con el animal apolíneo por excelencia: el delfín. Delfos es el santuario del delfín. Apolo, como él mismo indicaba, era Apolo el delfín, Apolo Delfinio.
(continuará)
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