domingo, 24 de octubre de 2010

Laberintos


Sutil ambigüedad: el banco (de Oscar Tusquets), ¿es una obra expuesta, o un complemento? Una cartela con la ficha del objeto nos indica que forma parte de la exposición (aunque no que relación guarda con el tema de aquélla), pero, contrariamente a lo que ocurre en las exposiciones más convencionales, el público puede utilizarlo, sentarse en él (sin que un cartel, como el que acompaña a ciertas esculturas minimalistas -placas metálicas puestas directamente al suelo-, lo anuncie: "Se puede usar", o "Úselo")? O, ¿no?


Del mismo modo que una exposición sobre Goya debe ser goyesca, otra sobre el flamenco, un festival de lunares, y una muestra de arqueología tiene un formato ruinoso, no hace falta preguntarse qué forma adopta una exhibición sobre laberintos, como la que se expone actualmente en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona.

Dirigida y montada por el arquitecto Oscar Túsquets, también conocido esos días por otros asuntos, Per Laberints  muestra piezas de Oscar Túsquets (un banco, una gran maqueta arquitectónica de una villa con un jardín laberíntico, y una colección de maquetas escultóricas).
También presenta siete obras originales antiguas (dos monedas romanas, una cerámica griega, otra etrusca -una vasija con relieves, se intuye que hermosa, presentada a contraluz delante de una pantalla con una filmación de tonos rojos-, una piedra labrada medieval, dos pequeños mosaicos romanos), alguna pieza contemporánea -destaca el ámbito dedicado al gran escultor contemporáneo Subirachs que tanto ha dignificado el Templo Expiatorio de la Sagrada Familia, con un relieve de un laberinto-, un manuscrito, y algunos libros editados, antiguos y modernos -imprescindible es una vitrina con varias ediciones de bolsillo actuales de cuentos de Borges-. Algún vídeo en pantalla pequeña; una selección de fragmentos de películas dedicadas a laberintos -se ven desiertos con camellos-. Todo en mil quinientos metros de exposición. Son muchos metros.

Si, hace tres años, el grupo de arquitectos RCR Aranda Pigem Vilalta Arquitectes había logrado que una muestra de treinta seis cuadros de pequeñas y medianas dimensiones del pintor danés decimonónico Vilhelm Hammershøi se extendiera por toda aquella superficie, gracias a la construcción de pasadizos, pasillos y recovecos entre metros y metros de muros (y techos) forrados de fibra de vidrio, los actuales montadores no lo han tenido difícil.
Sólo hacía falta colocar en el espacio expositivo muretes continuos de madera oscura en los que se incrustan unas pocas vitrinas, y de altos muros sobre los que se han enganchado, de manera más o menos ortogonal, los centenares de reproducciones (¿fotos? ¿fotocopias digitales?), de diversos tamaños, de obras originales y fotografías de laberintos en jardines y catedrales, antiguos y modernos. Un verdadero libro abierto.

¿Los mayores laberintos se encuentran en jardines de prietos setos recortados -como en el dieciochesco laberinto de Horta, en Barcelona? Los gruesos y altos muros del montaje se forran de una tela peluda verde lechuga que simula las afiladas puntas de un abeto, y el espectador se ve trasladado mágicamente a un jardín geométrico, a cuyo viaje contribuye un neón verde intenso, colgado del techo, que recorre todos los caminos sin interrupción, y emite una luz fosforescente que ayuda mucho a mirar con atención las reproducciones. Un laberinto de espejos, construido para la ocasión, basado en un apunte de Leonardo de Vinci, acaba de dotar la muestra de un aire festivo y feriante.

A la salida, una mesa sobre la que se disponen varios libros sobre laberintos que el público puede consultar. Sin duda, el texto de Hermann Kern, Through the Labyrinth está agotado, y no se ha podido incluir. Es una pena. Varias obras, originales o reproducidas, de la exposición están mostradas en esa monografía ilustrada y comentada.


    
Reproducciones de fotos y grabados sobre un panel de césped artificial



Vitrina con ediciones de textos de Borges. La pelusilla dibuja un flequillo blandiblú sobre el cristal.



Un neón verde continuo ilumina los paneles peludos y las obras expuestas. Una rótula señala los múltiples caminos con los que el espectador se enfrenta


Maqueta de un proyecto de villa y jardín con laberinto de Tusquets.



Maqueta de escultura laberíntica de Subirachs, y foto de la obra colocada en el templo de la Sagrada Familia. Los paneles, en esta parte, son de color terracota.

Terry Coonan, Valliere Richard & Auzenne: Breaking The Silence: Torture Survivors Speak Out (2007)































Richard Zarou: Last September (2005) (Rob Vanlandingham, piano)



Richard Zarou

Charles Simonds: Dwellings (Moradas) (1972)



Dwellings, del escultor norteamericano Charles Simonds (1945), fue filmado en las calles de nueva York

sábado, 23 de octubre de 2010

Amy Kravitz: El río del olvido (River Lethe) (1985) (La actualización de los mitos)


River Lethe from Amy Kravitz on Vimeo.

Amy Kravitz (Rhode Island School of Designes una de las mejores artistas de animación actuales.
El cortometraje recrea el tema mítico del río Leteo, uno de los cuatro ríos infernales, cuyas aguas, las almas de los difuntos tenían que beber para proseguir, sin nostalgia, ni volver la mirada hacia atrás, su viaje sin retorno hacia el más allá.

La ciudad y los márgenes

Transcribo casi íntegramente unos comentarios del gran asiriólogo Mario Liverani (agradezco al Dr. Joaquín Sanmartín la transmisión de esas observaciones).

La relación entre el centro y la periferia ha dado lugar a un tipo de imágenes casi coincidentes en múltiples culturas de diversas épocas.
Si las primeras ciudades fueron instauradas en el Próximo Oriente antiguo y, en concreto, en el sur de Irak, el imaginario de la capital se oponía al de los márgenes, si bien ambos estaban relacionados.
Las ciudades eran centros de poder y de orden. Los dioses, especialmente la divinidad protectora de la ciudad, sacerdotes y el monarca moraban en ella. La seguridad, el control de ésta y de los pueblos y asentamientos cercanos, el orden impuesto a un territorio circundante considerado caótico y poblado de bárbaros, nómadas, y foráneos,emanaban del centro, de la capital.
Ésta se creía aureoladas con todas las virtudes. Captaba los materiales aún no manufacturados y exportaba bienes. La ley y la civilización estaban íntimamente asociados a la urbe. La luz, la fertilidad, la vida eran valores e imágenes consustanciales con la vida urbana, opuestos a los de la oscuridad, la esterilidad y la muerte que campaban por los márgenes.

Éstos estaban definidos, visualmente señalados en el espacio por infranqueables cadenas montañosas y por océanos. Incluso en el caso de que ningún hito natural delimitara el espacio controlado por la ciudad, se suponía que ríos u océanos infranqueables rodeaban la tierra habitable y habitada, organizada alrededor de un núcleo urbano. Estas aguas, siempre oscuras e insondables comunicaban con los océanos, las aguas subterráneas y el país de los muertos. Así, al menos  en algunos mitos mesopotámicos, los infiernos no se hallaban debajo de la tierra visible, bajo los cimientos de los edificios urbanos, sino más allá de la frontera que, en el horizonte, las aguas que circundaban el mundo visible trazaban. Los muertos se hallaban más allá de los océanos o los ríos infernales.
Monstruos y almas en pena vagaban por los confines. Se oponían a los ciudadanos. Eran una constante amenaza. Ponían la vida en peligro. No se hallaban integrados al orden urbano, ni podían estarlo. Es más, las bondades del orden sobresalían más ya que se contraponían a los valores negativos o destructivos asociados la la vida, que no era vida, marginal. Los solitarios, los dejados de la mano de los dioses y los condenados al destierro eran los únicos seres vivos -pero ya eran muertos en vida- que circulaban, sin detenerse, ni asentarse jamás, por las tierras de los confines. Eran sombras, figuras sin rostro ni entidad. Ningún ciudadano de pleno derecho hubiera podido morar en los confines; ni hubiera querido. Hubiera muerto de soledad. Las  comunidades, la vida en común, bajo un mismo techo, eran imposibles en los márgenes, siempre bajo la amenaza de sombras y alimañas.  Por el contrario, el diálogo claro, a cara descubierta, solo se producía en el limitado y mesuraba ámbito de la ciudad.

Esta nítida contraposición entre los valores de la centralidad urbana y de la desordenada y oscura periferia, se enfrenta, al menos en apariencia con alguna excepción, empero.
Un ser excepcional, sabio y bondadoso, sí estaba recluido en los márgenes lejanos. Era un anciano que había sobrevivido, por designio divino, al diluvio con el que el dios de los cielos había decidido castigar a una excesivamente tumultuosa humanidad. Utnapishtim -tal era su nombre- había sido trasladado, al concluir su vida, a estos parajes, donde seguía viviendo en paz. Hasta él acudió el héroe Gilgamesh para conocer los secretos de la vida y la muerte, y dónde se hallaba la planta de la inmortalidad. Utnapishtim vivía, y vivía en paz. Su estancia no era consecuencia de un castigo. Su casa marginal no era una cárcel. Vivías como se vivía en una ciudad. Con una diferencia, fundamental. Vivía solo. Nadie se atrevía a acudir para visitarle (salvo un desesperado Gilgamesh, deseoso de logar la resurrección de su escudero Enkidu, sumido en las tinieblas, pobladas de gusanos, de los infiernos -que, el mito no lo precisa, no se sabe si se hallaban más allá del río de la muerte, o en las profundidades-). Utnapishtim vivía, ciertamente, en tierra de nadie. Mas, ¿era ésta una vida plena? De algún modo, vivía allí porque su vida terrenal había concluido, porque ya no podía compartir nada con sus semejantes. Estaba fuera de la vida y el orden humanos.

Del mismo modo, en el imaginario griego, los difuntos partían hacia las entrañas de la tierra, o hacia los confines oceánicos. Cuando Ulises quiso conocer el porvenir, la maga Circe le aconsejó que navegara hasta el horizonte, hacia los límites del mundo visible, donde se hallaba la boca de los infiernos. En este caso, la doble ubicación infernal, en la periferia y en las profundidades, coincidían: el país de los muertos se hallaba debajo de los vivos, pero se accedía desde los márgenes de la vida terrenal -que era la única vida concebible por los griegos-.
Sin embargo, en dichos confines marinos se ubicaba una isla: la isla de los bienaventurados. A ella nadie acudía: ningún ser vivo, ni ningún difunto. Dicha isla solo estaba disponible para un limitado número de héroes, todos pertenecientes a otra edad, la Edad de Oro. A su muerte, en efecto, los héroes de otrora fueron "perdonados". Pudieron proseguir su vida después del tránsito. Mas dicha vida prolongada para siempre no se llevaría a cabo en la tierra sino allende los mares, en una isla. Proseguirían con su vida dichosa, pero aislados, sin contacto posible con las generaciones de vivientes venideros. La isla de los bienaventurados se parecía al espacio de Utnapishtim: un lugar donde algunos seres excepcionales, es decir favorecidos por los dioses (sin que su valía ni sus valores hubieran necesariamente sido tenidos en cuenta), podían seguir viviendo, mas como muertos vivientes: sin el contacto con la vida diaria terrenal.

Por este motivo, son esos seres los que ponen de manifiesto, la verdadera vida que la ciudad encerraba. Mientras en la urbe se debatía, ne negociaba, se comunicaba, en los márgenes, la vida, si vida había, era la vida aletargada de quiénes habían renunciado a la vida: los eremitas, los sabios, los perdonados, aquéllos que, de algún modo, habían sido apartados, quizá por sus excesivas, es decir, por sus inhumanas virtudes, de la vida verdadera: la vida urbana, siempre enmarcada por un horizonte construido: una perspectiva alzada para el punto de vista, y las aspiraciones humanas.

viernes, 22 de octubre de 2010

José Val del Omar: Acariño galaico (De barro) (1961/1981-82/1995)







Quizá el documental (¿español?) más importante, obra del olvidado (y recuperado) cineasta y científico Val del Omar: los orígenes de la cultura en Occidente penosamente surgida del barro -que es agua ensuciada.