viernes, 6 de enero de 2012
HC Gilje (1969): Cityscapes (1998-2005)
Sobre este artista: http://hcgilje.com/
Sobre esta obra videográfica, que quiere retratar la ciudad contemporánea, inspirándose en las "sinfonías urbanas" cinematográficas de los años veinte, véase: http://www.bek.no/~hc/text/kvist_cityscapes.pdf
Labels:
Arquitectura y cine,
Ciudades,
Modern Times
jueves, 5 de enero de 2012
domingo, 1 de enero de 2012
Una visión de Iraq (de Marcel Borràs)
Marcel Borràs, (actor y autor, pero también cineasta), amigo y colega de fatigas por Iraq, fue el responsable de las filmaciones de los yacimientos sumerios, en el centro y el sur de Iraq, que un grupo venido de Barcelona (Albert Imperial, Mar Marín y yo mismo, de la Universidad Politécnica de Cataluña, junto con él) documentamos a finales de octubre y principios de noviembre últimos.
Además de las filmaciones, redactó un diario de viaje. Una pequeña parte de éste, editado, ha sido publicado por El Periódico de Cataluña el 31 de diciembre de 2011: un hermoso, lúcido y contundente relato que narra las impresiones y los sentimientos (curiosidad, miedo y rabia) ante lo que vio y vivió (vivimos y vimos todos). Un relato personal muy recomendable.
Año Nuevo
El punto de partida de la datación en la "vertiente" católica del cristianismo es el nacimiento de Cristo: el año cero.
¿Qué se sabe de este nacimiento?
La imagen del "belén" se ha impuesto desde la Edad Media, al menos: Jesús nació en un cueva o una cuadra (aunque, en ocasiones, unas ruinas lo acogen, que sin duda simbolizan el orden definitivamente caduco, o el antiguo testamente -al que alude quizá una especia de templo arruinado, con la llegada del hijo de dios), entre sus padres, María y José, y un asno y un buey.
Sin embargo, los cuatro evangelios canónicos aportan una información que no siempre coincide con la estampa comúnmente conocida.
Según Mateo, Jesús nació en Belén. Una estrella venida de Oriente guió a los magos (astrólogos) hasta una casa. Mateo precisa que ése era el lugar exacto del nacimiento y de los primeros días o semanas (antes de dos años, ya que Herodes, queriendo eliminar a Jesús ordenó que todos los niños menores de dos años fueran degollados) antes de la huida a Egipto.
Lucas, en cambio, precisó que Jesús nació en Belén, pero sus padres no eran de allí, sino que habían venido desde Nazaret, en Galilea, para el censo que Cesar Augusto había ordenado. María estaba a punto de dar a luz, y tuvo que tener al primogénito en una cuadra, ya que el albergue de la ciudad no tenía estancias.
Sin embargo, Marcos nada dice del nacimiento físico de Jesús. Éste entre muy pronto en escena, siendo un adulto: acude a que Juan lo bautice en el río Jordán. No es un niño, en absoluto. Nada dice acerca de su origen. El bautizo, en todo caso, significa un renacer. Éste se acentúa por el hecho que, tras el bautizo (durante el que el pneuma -el viento, un concepto estoico, que ya se halla ya en Mesopotamia: el hijo del Cielo, Enlil, era el dios de los vientos que informaban de las decisiones del cielo y formaban el universo- sopló sobre él), Jesús se retiró al desierto (el país de los muertos y de las alimañas) donde el Adversario lo tentó durante cuarenta días. De regreso, tras haber superado la prueba, Jesús, renacido, regresó a Galilea.
Esta ausencia de datos acerca del nacimiento de Jesús también se halla en el evangelio de Juan: la llegada de Jesús también acontece en las aguas del Jordán, en un lugar llamado Betania, donde Juan bautiza por inmersión. Esta llegada de Jesús significa un nuevo comienzo. Lo que renace ya no es solo Jesús sino el universo. La descripción de la llegada de Jesús corresponde con la descripción de la creación del universo en el Génesis: En ambos casos, en los inicios, era la palabra de Dios, gracias a la cual el mundo llegó a ser. Mas, en esta actualización de la creación del mundo, la palabra (o el soplo) se encarnó en Jesús.
La llegada, física o espiritual, de Jesús implica un nuevo año, o una nueva era: el año nuevo, al igual que la nueva era, conlleva que se regrese a los inicios de la creación del mundo, cuando todo apareció, en su plenitud, por vez primera. El hijo de dios crea o recrea el mundo, mas no actuando, sino estando: estando en el mundo. Su presencia lo anima. No ejecuta nada, sino que es y está.
Este soplo -y esa luz- que anima la creación, se acoge en un espacio: un lugar físico (una casa o una cuadra), o espiritual (el cosmos, o el corazón). Es desde un lugar acotado donde se inicia la creación o recreación del mundo. Mundo que renace a través de los elementos del viento y de la luz.
El Año Nuevo (o el Nuevo Año) católico sigue modelos o estructuras conocidas, que entroncan con mitos de creación mesopotámicos y griegos. Al igual que en Mesopotamia (y en Egipto), la creación se lleva a cabo por la palabra, no por el gesto. Pero, a diferencia de esas culturas o religiones paganas, esa Palabra fundadora es ya la divinidad. No es que la divinidad posea el don de la palabra prodigiosa, sino que es una palabra (o soplo) creador, que resuena en un espacio acotado.
¿Qué se sabe de este nacimiento?
La imagen del "belén" se ha impuesto desde la Edad Media, al menos: Jesús nació en un cueva o una cuadra (aunque, en ocasiones, unas ruinas lo acogen, que sin duda simbolizan el orden definitivamente caduco, o el antiguo testamente -al que alude quizá una especia de templo arruinado, con la llegada del hijo de dios), entre sus padres, María y José, y un asno y un buey.
Sin embargo, los cuatro evangelios canónicos aportan una información que no siempre coincide con la estampa comúnmente conocida.
Según Mateo, Jesús nació en Belén. Una estrella venida de Oriente guió a los magos (astrólogos) hasta una casa. Mateo precisa que ése era el lugar exacto del nacimiento y de los primeros días o semanas (antes de dos años, ya que Herodes, queriendo eliminar a Jesús ordenó que todos los niños menores de dos años fueran degollados) antes de la huida a Egipto.
Lucas, en cambio, precisó que Jesús nació en Belén, pero sus padres no eran de allí, sino que habían venido desde Nazaret, en Galilea, para el censo que Cesar Augusto había ordenado. María estaba a punto de dar a luz, y tuvo que tener al primogénito en una cuadra, ya que el albergue de la ciudad no tenía estancias.
Sin embargo, Marcos nada dice del nacimiento físico de Jesús. Éste entre muy pronto en escena, siendo un adulto: acude a que Juan lo bautice en el río Jordán. No es un niño, en absoluto. Nada dice acerca de su origen. El bautizo, en todo caso, significa un renacer. Éste se acentúa por el hecho que, tras el bautizo (durante el que el pneuma -el viento, un concepto estoico, que ya se halla ya en Mesopotamia: el hijo del Cielo, Enlil, era el dios de los vientos que informaban de las decisiones del cielo y formaban el universo- sopló sobre él), Jesús se retiró al desierto (el país de los muertos y de las alimañas) donde el Adversario lo tentó durante cuarenta días. De regreso, tras haber superado la prueba, Jesús, renacido, regresó a Galilea.
Esta ausencia de datos acerca del nacimiento de Jesús también se halla en el evangelio de Juan: la llegada de Jesús también acontece en las aguas del Jordán, en un lugar llamado Betania, donde Juan bautiza por inmersión. Esta llegada de Jesús significa un nuevo comienzo. Lo que renace ya no es solo Jesús sino el universo. La descripción de la llegada de Jesús corresponde con la descripción de la creación del universo en el Génesis: En ambos casos, en los inicios, era la palabra de Dios, gracias a la cual el mundo llegó a ser. Mas, en esta actualización de la creación del mundo, la palabra (o el soplo) se encarnó en Jesús.
La llegada, física o espiritual, de Jesús implica un nuevo año, o una nueva era: el año nuevo, al igual que la nueva era, conlleva que se regrese a los inicios de la creación del mundo, cuando todo apareció, en su plenitud, por vez primera. El hijo de dios crea o recrea el mundo, mas no actuando, sino estando: estando en el mundo. Su presencia lo anima. No ejecuta nada, sino que es y está.
Este soplo -y esa luz- que anima la creación, se acoge en un espacio: un lugar físico (una casa o una cuadra), o espiritual (el cosmos, o el corazón). Es desde un lugar acotado donde se inicia la creación o recreación del mundo. Mundo que renace a través de los elementos del viento y de la luz.
El Año Nuevo (o el Nuevo Año) católico sigue modelos o estructuras conocidas, que entroncan con mitos de creación mesopotámicos y griegos. Al igual que en Mesopotamia (y en Egipto), la creación se lleva a cabo por la palabra, no por el gesto. Pero, a diferencia de esas culturas o religiones paganas, esa Palabra fundadora es ya la divinidad. No es que la divinidad posea el don de la palabra prodigiosa, sino que es una palabra (o soplo) creador, que resuena en un espacio acotado.
viernes, 30 de diciembre de 2011
jueves, 29 de diciembre de 2011
Aristenes: la fortaleza del alma
Una fortaleza es una construcción defensiva. Los muros, sólidamente construidos en piedra delimitan un lugar que se pretende inexpugnable. En el interior, se guardan, se protegen bienes y personas, tesoros que tienen que ser preservados. La vida de todos aquellos que dependen de la fortaleza, estén en el campo o en el interior, está a merced de la presencia, de la capacidad de resistencia de aquélla.
Gracias a una fortaleza, la vida se extiende, con cierta seguridad, por los alrededores. Enemigos y males están controlados. La fortaleza ofrece una sólida defensa contra todo lo que pretende atentar contra la vida, y acarrear el desorden, signo de finitud, de acabamiento, de retorno a un estado inicial antes de la creación, la puesta en orden del mundo.
La fortaleza, entonces, en un ente y una imagen; un símbolo de una categoría benéfica: la virtud. Quienes disponen de una fortaleza se saben fuertes, se sienten seguros: el mal no podrá con ellos; el fuerte los hace fuertes ante el derrumbe o la caída. Quienes, por tanto, tienen fortaleza (anímica) sabrán resistir a males y tentaciones, a todo lo que les podría hacer caer, llevándoles a la perdición. Un castillo es un emblema de la mejor cualidad anímica, del alma inteligible: la sophrosyne (fortaleza, templanza, moderación) que pone coto al desorden que acecha al alma sensible y levanta sólidos criterios, normas seguras que permiten ordenar las caóticas impresiones y orientarse en el mundo material. La fortaleza introduce mesura, con el que se pauta y se rige el mundo, y las impresiones mundanas, necesariamente turbulentas, calientes, atemperadas.
La asociación metafórica entre el alma atemperada o virtuosa y una fortaleza es una imagen común en la mística hebrea, cristiana y musulmana, desde el sufí Nour el Din, de Bagdad, del s. IX, hasta Teresa de Jesús, autora del Castillo interior.
Ya Platón comparaba un alma bien ordenada, en la que los tres estrados estaban bien conectados y en el lugar que les correspondía, al mando de la inteligencia, con una República, una ciudad o ciudad-estado bien gobernada, en la que los tres estamentos, de los gobernantes y los sacerdotes, los religiosos, y los trabajadores (los productores de bienes, desde los agricultores hasta los artesanos) estaban regidos por el supremo gobernante, dotado de luces, que iluminaba a guiaba a los ciudadanos: el sabio y virtuoso filósofo.
Que Platón no pensaba solo en ciudades metafóricas lo prueban sus Leyes, texto tardío dónde detalla con minuciosa las reglas y los ritos que se tienen que observar en la ciudad para que la vida esté debidamente regulada en ella.
A estos cantos griegos en favor de la vida urbana les entró una piedra en el zapato. Los cínicos abominaban de la vida y las reglas de la ciudad. Defendían la vida solitaria. Las concesiones, los pactos, las renuncias a las que el ciudadano cede para poder vivir en sociedad, en comunidad, les parecían actos de cobardía o de abandono de unos ideales. La vida en común era mediocre. Se organizaba de modo a gustar, a llegar al máximo número de ciudadanos; se nivelaba por lo bajo. Y se vivía, no atendiendo a ideales o necesidades personales, sino tratando de molestar lo menos posible al próximo. Vida tibia, sin altos ni bajos, vida que no era vida, sino olvido intencionado de cualquier postulado. La política era el arte de la mediocridad. ¿Para qué apostar y defender la urbe y la urbanidad, considerada como el arte del engaño o de la hipocresía? Diógenes, quizá el fundador de esa corriente filosófica (o ¿religiosa?), en el siglo IV aC, prefería vivir en un tonel como un perro (cínico quizá venga de can), ladrando a los pusilánimes que cuidaban de no herir susceptibilidades aunque estas posturas fueran en contra de sus principios y creencias. El deseo de evitar conflictos llevaba a una muerte en vida. La contención mataba, apartaba de la verdadera virtud. Ésta no consistía en la entrega, el abandono, la renuncia de los valores, salvo de los bienes materiales (que la ciudad atesora).
Quizá el primer cínico fuera Antístenes (445-360 aC, aproximadamente) -según otros, sería Diógenes. Se sabe poco de su vida y se sus hechos. La mayor parte de la información proviene del historiador tardo-romano Diógenes Laercio, autor de unas vidas de filósofos.
Cuenta (6, 13) que Antístenes sostenía que el alma se tenía que amurallar: tenía que disponer de un "teichos analootos": una muralla continua, o una fortaleza, o una plaza fuerte inexpugnable. Teichos, que significa muro, castillo, deriva de un radical que se halla también en el verbo thigganoo, que significa tocar, prender. Un teichos era lo que ofrecía la máxima resistencia a la toma o la conquista. Un teichos analootos no se podía tocar. Dominaba desde lo alta, y defendía tanto lo que contenía como los alrededores. Un alma, con un castillo interior -o un alma que es un castillo interior- es inaprehensible al desaliento, a la renuncia. No se rinde, no deja paso a la ignorancia, la cobardía, la injusticia.
Por eso, Antistenes sostenía que una ciudad tenía que ser regida por la virtud (areté, término con el mismo radical indoeuropeo rt que se halla en palabras como arte y rito), es decir por un alma fortalecida, regulada por la práctica ritual.
El juego de correspondencia entre la fortaleza real (símbolo de la ciudad bien defendida) y la fortaleza anímica (el alma virtuosa) es doble: la ciudad tiene que ser como un alma fortificada, la cual adquiere la virtud de la templanza si se dispone como una ciudad bien ordenada.
AntístenesEdipo cuando las puertas de Tebas se le abrieron, llevaba a valores contrarios a los que defendía la cultura urbana: la renuncia y el desorden, fruto de una falta de previsión, medida y mesura.
Los cínicos fueron quizá los paradójicos mejores defensores de una "verdadera" cultura urbana, que no pasaba ni por el acopio de bienes, ni por el abandono de ideales.
Quizá los cínicos deberían regresar.
Gracias a una fortaleza, la vida se extiende, con cierta seguridad, por los alrededores. Enemigos y males están controlados. La fortaleza ofrece una sólida defensa contra todo lo que pretende atentar contra la vida, y acarrear el desorden, signo de finitud, de acabamiento, de retorno a un estado inicial antes de la creación, la puesta en orden del mundo.
La fortaleza, entonces, en un ente y una imagen; un símbolo de una categoría benéfica: la virtud. Quienes disponen de una fortaleza se saben fuertes, se sienten seguros: el mal no podrá con ellos; el fuerte los hace fuertes ante el derrumbe o la caída. Quienes, por tanto, tienen fortaleza (anímica) sabrán resistir a males y tentaciones, a todo lo que les podría hacer caer, llevándoles a la perdición. Un castillo es un emblema de la mejor cualidad anímica, del alma inteligible: la sophrosyne (fortaleza, templanza, moderación) que pone coto al desorden que acecha al alma sensible y levanta sólidos criterios, normas seguras que permiten ordenar las caóticas impresiones y orientarse en el mundo material. La fortaleza introduce mesura, con el que se pauta y se rige el mundo, y las impresiones mundanas, necesariamente turbulentas, calientes, atemperadas.
La asociación metafórica entre el alma atemperada o virtuosa y una fortaleza es una imagen común en la mística hebrea, cristiana y musulmana, desde el sufí Nour el Din, de Bagdad, del s. IX, hasta Teresa de Jesús, autora del Castillo interior.
Ya Platón comparaba un alma bien ordenada, en la que los tres estrados estaban bien conectados y en el lugar que les correspondía, al mando de la inteligencia, con una República, una ciudad o ciudad-estado bien gobernada, en la que los tres estamentos, de los gobernantes y los sacerdotes, los religiosos, y los trabajadores (los productores de bienes, desde los agricultores hasta los artesanos) estaban regidos por el supremo gobernante, dotado de luces, que iluminaba a guiaba a los ciudadanos: el sabio y virtuoso filósofo.
Que Platón no pensaba solo en ciudades metafóricas lo prueban sus Leyes, texto tardío dónde detalla con minuciosa las reglas y los ritos que se tienen que observar en la ciudad para que la vida esté debidamente regulada en ella.
A estos cantos griegos en favor de la vida urbana les entró una piedra en el zapato. Los cínicos abominaban de la vida y las reglas de la ciudad. Defendían la vida solitaria. Las concesiones, los pactos, las renuncias a las que el ciudadano cede para poder vivir en sociedad, en comunidad, les parecían actos de cobardía o de abandono de unos ideales. La vida en común era mediocre. Se organizaba de modo a gustar, a llegar al máximo número de ciudadanos; se nivelaba por lo bajo. Y se vivía, no atendiendo a ideales o necesidades personales, sino tratando de molestar lo menos posible al próximo. Vida tibia, sin altos ni bajos, vida que no era vida, sino olvido intencionado de cualquier postulado. La política era el arte de la mediocridad. ¿Para qué apostar y defender la urbe y la urbanidad, considerada como el arte del engaño o de la hipocresía? Diógenes, quizá el fundador de esa corriente filosófica (o ¿religiosa?), en el siglo IV aC, prefería vivir en un tonel como un perro (cínico quizá venga de can), ladrando a los pusilánimes que cuidaban de no herir susceptibilidades aunque estas posturas fueran en contra de sus principios y creencias. El deseo de evitar conflictos llevaba a una muerte en vida. La contención mataba, apartaba de la verdadera virtud. Ésta no consistía en la entrega, el abandono, la renuncia de los valores, salvo de los bienes materiales (que la ciudad atesora).
Quizá el primer cínico fuera Antístenes (445-360 aC, aproximadamente) -según otros, sería Diógenes. Se sabe poco de su vida y se sus hechos. La mayor parte de la información proviene del historiador tardo-romano Diógenes Laercio, autor de unas vidas de filósofos.
Cuenta (6, 13) que Antístenes sostenía que el alma se tenía que amurallar: tenía que disponer de un "teichos analootos": una muralla continua, o una fortaleza, o una plaza fuerte inexpugnable. Teichos, que significa muro, castillo, deriva de un radical que se halla también en el verbo thigganoo, que significa tocar, prender. Un teichos era lo que ofrecía la máxima resistencia a la toma o la conquista. Un teichos analootos no se podía tocar. Dominaba desde lo alta, y defendía tanto lo que contenía como los alrededores. Un alma, con un castillo interior -o un alma que es un castillo interior- es inaprehensible al desaliento, a la renuncia. No se rinde, no deja paso a la ignorancia, la cobardía, la injusticia.
Por eso, Antistenes sostenía que una ciudad tenía que ser regida por la virtud (areté, término con el mismo radical indoeuropeo rt que se halla en palabras como arte y rito), es decir por un alma fortalecida, regulada por la práctica ritual.
El juego de correspondencia entre la fortaleza real (símbolo de la ciudad bien defendida) y la fortaleza anímica (el alma virtuosa) es doble: la ciudad tiene que ser como un alma fortificada, la cual adquiere la virtud de la templanza si se dispone como una ciudad bien ordenada.
AntístenesEdipo cuando las puertas de Tebas se le abrieron, llevaba a valores contrarios a los que defendía la cultura urbana: la renuncia y el desorden, fruto de una falta de previsión, medida y mesura.
Los cínicos fueron quizá los paradójicos mejores defensores de una "verdadera" cultura urbana, que no pasaba ni por el acopio de bienes, ni por el abandono de ideales.
Quizá los cínicos deberían regresar.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)