Doris Salcedo es una artista colombiana. Ha vivido inmersa en la violencia de los secuestros. Las casas se han vaciado de sus usuarios, convertidos en desaparecidos. Solo quedan los muebles, inútiles ya, porque nadie los volverá a usar. Todo lo que los cofres, los armarios, los baúles encierran -ropa, ajuares, objetos personales, bienes familiares transmitidos de generación en generación-, a menos que hayan sido destruidos, tampoco tendrá un uso. Se han convertido, como los residentes, en entes inútiles, o muertos. Los armarios atesoran el pasado y el presente de los humanos. Preservan la ropa diaria y las festiva. Todo lo que protege, y singulariza al ser humano, está recogido en estas cuatro paredes de madera. Un armario tiene algo de sagrario.La ropa de los domingos forma parte de un ceremonial. Convierte al que la lleva en un ser digno de participar en un misterio. Por eso su desaparición -quemada, rajada, tirada- simboliza la desaparición de quien la llevaba.
El Institute for Contemporary Art (ICA), de Boston (EEUU), expone, en una sala vacía, muebles cotidianos, envejecidos, que han vivido la desaparición de sus dueños. Quedan sin sentido, vacío, y, al mismo tiempo, cerrados, incapaces de albergar nada más.
La modesta silla de comedor se dispone contra la pared. sobre ella se asienta una losa de hormigón, cuyas armaduras metálicas, a modo de púas, sobresalen amenazadoramente. Nadie podrá sentarse de nueva en la silla. Porta algo así como el peso de la culpa por no haber ofrecido un asiento perdurable. Su posición, contra la pared, actúa a modo de castigo.
El armario, un viejo armario algo hinchado, sin ningún rasgo particular, también está ahogado por una masa de hormigón. Ésta lo llena, mas el mueble está vacío, como lo está la casa. Por eso, el armario se llena, se ahoga con bloques de hormigón, los mismos que se colgaban a los pies de los presos antes de tirarlos al mar. El hormigón aprisionada a una silla encerrada en el armario. Ya nada queda de la casa. Las últimas pertenencias han sido agrupadas, y el armario ya solo sirve para recoger los restos de un crimen. Luego es sellado para siempre.
Y, sin embargo, la madera parece sobresalir de la dura masa gris, como si quisiera, y lograra, casi, salir a flote, alzar la cabeza. Hasta queda una última bocanada de aire en el poco que encierra el dosel curvo de la silla aprisionada en el hormigón.
Pero los muebles, como las personas, no están solos. Un corro de sillas trata de mantener la esperanza de vida. Las sillas están mutiladas, apiladas: pero es aún posible sentarse, mal, dolorosamente, en ellas. Tan juntas se agrupan, que algunas se funden las unas con las otras, y se hieren, chocando y quebrándose. Pero ninguna silla se aísla. Forman un bloque, malherido y destartalado, pero aún junto.
En la pared de la estancia se abren unos nichos. Están cubiertos por una piel tendida y zurcida al muro. Se trata de piel translúcida, que deja entrever lo que los nichos encierran: un par de zapatos. Sin duda, los últimos enseres que quedaron de un ser vivo asesinado. La piel cosida evoca profundas heridas, los zapatos, la ausencia definitiva, y los nichos lo que los nichos siempre evocan.
La evocación de los seres vivos se realiza mediante lo que llevaron o poseyeron, ropa, enseres. La ropa, los zapatos, sobre todo, conservan la huella de un cuerpo o una parte de él. Sabemos -los zapatos están gastados- que fueron utilizados, que soportaron una vida. Ahora se exponen como unas reliquias, el testimonio de una desaparición. Los zapatos son siempre lo último que queda de una persona muerta o ejecutada. Hubiera podido huir, refugiarse en otro sitio -portaba zapatos-. Tenía posiblemente ilusiones -los zapatos son "de fiesta", zapatos de tacón. Mas nada de eso sirvió. Un zapato usado y vacío, que ha estado en íntimo contacto con un ser que ya no podrá llevarlos, imponen respeto; quizá temor. Aún se intuye la forma del pie, la manera de andar, de estar de una persona en el mundo; cómo se portaba, se asentaba.
Ya no podrá ahora asentarse. Las sillas se han convertido en máquinas de tortura, y los zapatos, como las montañas de calzado de los campos de concentración, certifican que nadie podrá marchar con vida de este lugar.
La obra de Doris Salcedo constituye una de las más estremecedoras -por lo callada, casi invisible, y por su extraña belleza queda- evocaciones de lo que el arte es capaz: la pervivencia, la inútil, aunque necesaria, ineludible, pervivencia de lo que, de los que están condenados. Nunca la violencia, y el daño físico y moral que causa, ha sido tan sutil, alusiva -aunque claramente- señalada.