Las calles desembocan en las plazas. Vierten a los viandantes a éstas. Quienes se apresuraban se serenan. Caminan más despacio. La plaza atempera el movimiento.
Aunque ya comentamos hace años que la palabra plaza, en latín y en griego, significaba calle ancha, o ensanchamiento, mostrando que la plaza no tenía entidad por sí misma, sino que pertenecía al género (o a la familia) de las calles, lo cierto es que place, en francés, no significa solo plaza sino emplazamiento; exactamente, lugar. El francés place designa un espacio vacío que rodea a quien se ubica en él. Place es el lugar que le corresponde a cada ser o cada ente. Être à sa place se traduce por estar donde toca, consciente del lugar que ocupamos en una comunidad, sin ilusiones pero con serenidad. Estar en el lugar que nos corresponde expresa que sabemos quienes somos y porque estamos aquí.
Cuando esto ocurre, la imagen de la plaza que se impone es la de un espacio ordenado, “bien” organizado, sin conflictos, donde cada ser u cada ente ha encontrado donde asentarse, sintiéndose cómodo. Las plazas aportan aperturas. Airean el tejido urbano. Y abren mentes. En las plazas se producen encuentros que dan lugar a mercadeos, intercambios y debates.
Un encuentro conlleva un enfrentamiento, curiosamente. Denota que algo o alguien está en contra (nuestra). Uno se desplaza a la contra, en contra dirección. Mas, el encuentro -el choque- produce un altercado en el tránsito.
Dos personas pueden encontrarse en un cruce. Pero no es imposible que, desde puntos distintos, se dirijan hacia un mismo destino. Apenas se detienen, en este caso. Siguen desplazándose a toda prisa. El encuentro es físico; pero no activa la palabra. Quienes se ven obligados a seguir juntos no miran a quien tienen a su lado. Deben de mirar al frente para no tropezar. El encuentro en un cruce de calles apenas invita al diálogo.
Por el contrario, un encuentro verdadero se produce cuando dos personas se desplazan en direcciones contrarias y se detienen para no darse de bruces con quien no viene de frente, la frente bien alta, con quien no nos esquiva, como si nos rechazara o le fuéramos indiferentes, como si fuéremos nadie. Los encuentros obligan a detenerse, a verse las caras, y a ceder el paso: un gesto de reconocimiento del otro. Una muestra de deferencia. Uno se pone al servicio del otro sin perder su libertad. Es un reconocimiento simbólico que engrandece a quien concede el favor y honra a quien lo recibe, el cual a su vez, se aparta para dejar el paso, dándose un reconocimiento mutuo.
Un encuentro es siempre un acontecimiento singular: inesperado, sea bienvenido o temido. El encuentro nos pone en evidencia, nos desarma. Revela quiénes somos. Nos descubrimos ante el otro. Tras el encuentro podremos recomponernos, volver a adoptar la máscara hierática con la que caminamos por la calle, viendo sin ver, viendo sin querer ser visto.
El encuentro, por el contrario, es una llamada de atención. Los planes, las perspectivas se desmoronan en favor de una situación que nos toma con el pie cambiado pero que, no obstante, puede ser satisfactoria, en cualquier caso, perturbadora. Debemos abrirnos, cesar la introspección. El encuentro nos acerca al otro. Este deviene próximo, nos es cercano. Nos reconocemos a los ojos del otro.
Y cuando cada uno reemprenda su camino, el encuentro quedará atrás, quizá olvidado por un tiempo. Hasta que nuevo choque nos devuelva a la luminosidad que todo encuentro emite.
Los encuentros a cara de perro invitan a dar el esquinazo, o a amenazar. El encuentro satisfactorio, en cambio, nos devuelve, por unos momentos, la luz que habíamos perdido. Y los encuentros fortuitos producen la sensación agridulce de nostalgia por no haber hecho un alto, durante un tiempo, tomándonos el tiempo, lo que hubiera, quizá, cambiado nuestra vida.
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