La palabra pueblo, de origen latino, debería ser utilizada con guantes, quizá puesta en sordina. Desde el siglo XVIII, ha sido manoseada y utilizada con toda clase de fines confesables o no.
Populus, en latín, designaba al conjunto de ciudadanos, poseedores de derechos, que se oponían a los senadores que ejercían el poder. El pueblo se distinguía de la plebe y del vulgo, los cuales, por el contrario, carecían de derechos.
Lo que definía a un miembro del pueblo era la ley que lo amparaba y a la cual aceptaba someterse. La lengua, la religión (las religiones politeístas solían ser tolerantes), el linaje, las costumbres, la tierra no eran criterios para definir quién podría formar parte del pueblo. Tampoco la riqueza.
Quienes aceptaban estar amparados por el derecho tenían obligaciones, las cumplieran individual o colectivamente. Las vida de los pobladores estaba así regulada: los límites y el alcance de sus acciones y decisiones estaban tabuladas. Existían unos límites dentro de los cuales los miembros del pueblo podían actuar.
Para nosotros, poblar es un verbo que designa la instalación de un grupo en un territorio que hacen suyo. En el Génesis, este territorio se extiende hasta los límites de la tierra: una tierra de acogida que debe ser investida.
Pero, salvo en el origen, la población de un territorio implica su ocupación y, probablemente, como ya cuentan los mitos, el enfrentamiento con los primeros moradores, sean humanos o divinos, figuras antropomórficas o monstruosas. La lucha a muerte es inevitable, y el exterminio consiguiente, ya sea físico, eliminando al oponente, ya sea moral, reduciéndolo a la esclavitud.
Incluso podríamos decir que la misma población de la tierra es consecuencia de un asesinato. Si Cain no hubiera matado a su hermano Abel, no hubiera sido condenado al destierro y no hubiera fundado la primera ciudad, lejos de su tierra natal.
No es casual que el verbo populare, en latín, signifique, no poblar, sino despoblar; más exactamente, exterminar. Una tierra poblada es una tierra devastada, arrasada. La Eneida, que narra la llegada de Eneas a Italia para fundar la nueva Troya, concluye con una guerra inmisericorde: el campo de batalla queda “poblado”, es decir, convertido en tierra yerma.
Cuidémonos mucho de utilizar a destajo la palabra pueblo, tan común en el vocabulario de la política, sea cual sea el sexo, el sesgo, la edad, las creencias, las adscripciones y los idearios políticos, no sea que el pueblo se nos encare y se manifieste como lo que es: la sombra de Atila que solo avanza dejando un rastro de sangre.
¿Pueblo? No, habitantes, ciudadanos, o simplemente personas; individuales, pero dispuestas a compartir, cohabitar y ayudarse. A formar un conjunto sin dejar de poder pensar por sí mismos.
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