domingo, 27 de noviembre de 2016
FRANCO BATTIATO (1945): MESOPOTAMIA (1989 -CONCIERTO EN BAGDAD, 1992)
MESOPOTAMIA
Lo sai che più si invecchia
più affiorano ricordi lontanissimi
come se fosse ieri
mi vedo a volte in braccio a mia madre
e sento ancora i teneri commenti di mio padre
i pranzi, le domeniche dai nonni
le voglie e le esplosioni irrazionali
i primi passi, gioie e dispiaceri.
La prima goccia bianca che spavento
e che piacere strano
e un innamoramento senza senso
per legge naturale a quell'età
i primi accordi su di un organo da chiesa in sacrestia
ed un dogmatico rispetto
verso le istituzioni.
Che cosa resterà di me? Del transito terrestre?
Di tutte le impressioni che ho avuto in questa vita?
Mi piacciono le scelte radicali
la morte consapevole che si autoimpose Socrate
e la scomparsa misteriosa e unica di Majorana
la vita cinica ed interessante di Landolfi
opposto ma vicino a un monaco birmano
o la misantropia celeste in Benedetti Michelangeli.
Anch'io a guardarmi bene vivo da millenni
e vengo dritto dalla civiltà più alta dei Sumeri
dall'arte cuneiforme degli Scribi
e dormo spesso dentro un sacco a pelo
perché non voglio perdere i contatti con la terra.
La valle tra i due fiumi della Mesopotamia
che vide alle sue rive Isacco di Ninive.
Che cosa resterà di noi? Del transito terrestre?
Di tutte le impressioni che abbiamo in questa vita?
sábado, 26 de noviembre de 2016
DAVE FLEISCHER (1894-1979): CHESS-NUTS ( AJEDREZ ENLOQUECIDO, 1932)
Cuando la torre del ajedrez se convierte en una torre real -en la que se han solido encerrar a heroinas (desde Dánae a Santa Bárbara -patrona de los arquitectos)
Sentido común (sensus communis): el sentido del arte
Equipos, grupos, bandas, colectivos, comunidades, ciudades, naciones se representan mediante signos, símbolos, colores, colores, estatuas, tótems, monumentos (como el arca de la alianza, por ejemplo). Interpretan a estos objetos como nexos de unión entre los miembros de quienes se reconocen en aquéllos. Estos grupos dependen de la existencia, de la presencia visible o latente de los elementos gráficos o escritos de unión. Todos los miembros participan de una misma opinión o juicio. Se saben partícipes de un grupo gracias a un determinado signo de reconocimiento. En algunas culturas antiguas, "tradicionales" o "primitivas", los signos no son entes inertes sino dotados de fuerza: se les considera incluso los creadores reales de la comunidad. Todos creen descender de este signo que los ha alumbrado.
La defensa de estos signos es un deber moral. Creen en éstos. El Credo es una oración imperativa que cada miembro recita sin cuestionar lo que afirma. Los miembros son capaces de alzarse en armas para proteger a lo que les ha creado, unido y los identifica. Nada les detiene en ocasiones. Las guerras de banderas son las más crueles. Saben que la desaparición de los signos llevaría a la disolución de la comunidad. Es por este motivo que las guerras en culturas antiguas tenía como objetivo el rapto o la destrucción de dichos signos: ante su desaparición o su entrega, perdida su efectividad -los dioses o las fuerzas sobrenaturales alojadas en los signos los habrían abandonado-, una comunidad se sabía perdida. Ya no tenía sentido defenderse. no había nada qué defender.
Este concepción de determinadas imágenes poderosas, capaces de influir decisivamente en la vida de los seres humanos (teniendo la vida y la muerte de éstos en su poder), choca con el juicio estético moderno. La consideración de una imagen es subjetiva. Cada espectador es libre de aceptar o rechazar una imagen, de apreciarla, despreciarla o desinteresarse de ella. La discusión es imposible, absurda o estéril. Cada espectador puede legítimamente defender su punto de vista. No existe ninguna razón para que una opinión sea más válida que otra. Mientras que todos los seguidores de un dios, un divo, un astro, una estrella (de la religión, el arte, el espectáculo o la política) unen su voz y no manifiestan ninguna discrepancia sobre la bondad y belleza del signo en el que creen -ni pueden, so pena de expulsión, excomulgación, prisión o condena, manifestar ninguna duda ni menos rechazo alguno de un signo de reconocimiento, cada espectador de una obra de arte puede y debe expresar una "opinión" personal. Es posible que los especialistas tengan una voz más asentada, pero nadie está legitimado para exponer que su juicio es el único legítimo. Quienes no comulgan con determinadas obras tienen que tener la libertad de expresar su juicio sin cortapisas. Podrán cambiar de "opinión", sin duda, y cualquier cambio debe ser aceptado.
Estos dos juicios -el primero de los cuáles no es necesariamente antiguo o tradicional, ya que sigue plenamente vigente hoy, como los dogmas políticos y religiosos nos lo recuerdan diariamente- no se contraponen tanto como parece.
Kant enunció que los juicios estéticos eran subjetivos pero se podían, paradójicamente, compartir. Los juicios no eran tan distintos como pudiera parecer. Las discrepancias, a menudo, eran más superficiales de lo que se pudiera creer. Existían puntos de encuentro, gracias a los que se podían dirimir diferencias.
La razón era sencilla. El ser humano posee un sexto sentido: el sentido común. Todos lo poseemos -o lo compartimos. Gracias a este sentido nuestros juicios siguen siendo personales -nadie comulga con ruedas de molino- pero todos o casi todos expresamos juicios semejantes. Nos relacionamos de un modo parecido con las imágenes. Y somo capaces de encontrarles un mismo sentido, un sentido que compartimos.
El juicio estético kantiano retoma las consideraciones antiguas sobre las imágenes. Éstas poseen un significado, son portadoras de ideas, nociones o mensajes, que todos captamos y aceptamos. La discusión puede versar sobre la interpretación de este mensaje, pero el sentido es claro.
La imagen (la obra de arte) tiene así, como los tótems primitivos, la capacidad de organizar comunidades. Los espectadores comparten valores que las obras de arte portan. Una comunidad es un grupo que halla sentido a las cosas, o que sabe dotarlas de sentido, para la cual la vida tiene sentido, sea cual sea éste. La obra de arte dota la vida de sentido; el sentido orienta la vida, indica cuál es el camino. Un sentido no es un núcleo cerrado, sino una línea que discurre y que invita a seguirla hasta el final: el final de la vida, vida que no se pierde si se sigue el hilo de la obra (de la novela como apuntaba Proust). Nada se pierde, pues, en contacto con el arte.
Pero la obra de arte, a diferencia de banderas, tótems y proclamas religiosas o políticas, deja al espectador en libertad. Libre es de hallar el sentido, de seguirlo, de profundizar en lo que la obra dice. La obra de arte es una voz, es portadora de un mensaje, pero no se trata de un edicto, de un dogma de fe: es un camino abierto, difícil, sin duda, con obstáculos, pero gratificante, pero que solo se sigue en libertad -y juntos. Nadie es ejecutado por disentir, o no hallarle sentido alguno al arte (salvo con el retorno de los brujos. La Alemania nazi decretó que ciertos artistas eran degenerados, o la Unión Soviética bajo Stalin eliminaba a artistas y a quienes no querían confundir imágenes y banderas; brujos que vuelven en varias partes del mundo, algunas muy cercanas). Una obra invita siempre a discutirla, y a recordarla, compartiendo impresiones y, luego, recuerdos, lo único que nos queda del camino ya transitado, y que manifiesta la bondad del trayecto ya cubierto.
La defensa de estos signos es un deber moral. Creen en éstos. El Credo es una oración imperativa que cada miembro recita sin cuestionar lo que afirma. Los miembros son capaces de alzarse en armas para proteger a lo que les ha creado, unido y los identifica. Nada les detiene en ocasiones. Las guerras de banderas son las más crueles. Saben que la desaparición de los signos llevaría a la disolución de la comunidad. Es por este motivo que las guerras en culturas antiguas tenía como objetivo el rapto o la destrucción de dichos signos: ante su desaparición o su entrega, perdida su efectividad -los dioses o las fuerzas sobrenaturales alojadas en los signos los habrían abandonado-, una comunidad se sabía perdida. Ya no tenía sentido defenderse. no había nada qué defender.
Este concepción de determinadas imágenes poderosas, capaces de influir decisivamente en la vida de los seres humanos (teniendo la vida y la muerte de éstos en su poder), choca con el juicio estético moderno. La consideración de una imagen es subjetiva. Cada espectador es libre de aceptar o rechazar una imagen, de apreciarla, despreciarla o desinteresarse de ella. La discusión es imposible, absurda o estéril. Cada espectador puede legítimamente defender su punto de vista. No existe ninguna razón para que una opinión sea más válida que otra. Mientras que todos los seguidores de un dios, un divo, un astro, una estrella (de la religión, el arte, el espectáculo o la política) unen su voz y no manifiestan ninguna discrepancia sobre la bondad y belleza del signo en el que creen -ni pueden, so pena de expulsión, excomulgación, prisión o condena, manifestar ninguna duda ni menos rechazo alguno de un signo de reconocimiento, cada espectador de una obra de arte puede y debe expresar una "opinión" personal. Es posible que los especialistas tengan una voz más asentada, pero nadie está legitimado para exponer que su juicio es el único legítimo. Quienes no comulgan con determinadas obras tienen que tener la libertad de expresar su juicio sin cortapisas. Podrán cambiar de "opinión", sin duda, y cualquier cambio debe ser aceptado.
Estos dos juicios -el primero de los cuáles no es necesariamente antiguo o tradicional, ya que sigue plenamente vigente hoy, como los dogmas políticos y religiosos nos lo recuerdan diariamente- no se contraponen tanto como parece.
Kant enunció que los juicios estéticos eran subjetivos pero se podían, paradójicamente, compartir. Los juicios no eran tan distintos como pudiera parecer. Las discrepancias, a menudo, eran más superficiales de lo que se pudiera creer. Existían puntos de encuentro, gracias a los que se podían dirimir diferencias.
La razón era sencilla. El ser humano posee un sexto sentido: el sentido común. Todos lo poseemos -o lo compartimos. Gracias a este sentido nuestros juicios siguen siendo personales -nadie comulga con ruedas de molino- pero todos o casi todos expresamos juicios semejantes. Nos relacionamos de un modo parecido con las imágenes. Y somo capaces de encontrarles un mismo sentido, un sentido que compartimos.
El juicio estético kantiano retoma las consideraciones antiguas sobre las imágenes. Éstas poseen un significado, son portadoras de ideas, nociones o mensajes, que todos captamos y aceptamos. La discusión puede versar sobre la interpretación de este mensaje, pero el sentido es claro.
La imagen (la obra de arte) tiene así, como los tótems primitivos, la capacidad de organizar comunidades. Los espectadores comparten valores que las obras de arte portan. Una comunidad es un grupo que halla sentido a las cosas, o que sabe dotarlas de sentido, para la cual la vida tiene sentido, sea cual sea éste. La obra de arte dota la vida de sentido; el sentido orienta la vida, indica cuál es el camino. Un sentido no es un núcleo cerrado, sino una línea que discurre y que invita a seguirla hasta el final: el final de la vida, vida que no se pierde si se sigue el hilo de la obra (de la novela como apuntaba Proust). Nada se pierde, pues, en contacto con el arte.
Pero la obra de arte, a diferencia de banderas, tótems y proclamas religiosas o políticas, deja al espectador en libertad. Libre es de hallar el sentido, de seguirlo, de profundizar en lo que la obra dice. La obra de arte es una voz, es portadora de un mensaje, pero no se trata de un edicto, de un dogma de fe: es un camino abierto, difícil, sin duda, con obstáculos, pero gratificante, pero que solo se sigue en libertad -y juntos. Nadie es ejecutado por disentir, o no hallarle sentido alguno al arte (salvo con el retorno de los brujos. La Alemania nazi decretó que ciertos artistas eran degenerados, o la Unión Soviética bajo Stalin eliminaba a artistas y a quienes no querían confundir imágenes y banderas; brujos que vuelven en varias partes del mundo, algunas muy cercanas). Una obra invita siempre a discutirla, y a recordarla, compartiendo impresiones y, luego, recuerdos, lo único que nos queda del camino ya transitado, y que manifiesta la bondad del trayecto ya cubierto.
viernes, 25 de noviembre de 2016
LOÏC FROISSART (¿1989?): MA CABANE (MI CABAÑA EN EL BOSQUE, 2016)
Un joven se adentra en el bosque para pasar unos días en su cabaña. Pero no se da cuenta que un oso -que habitualmente ocupa la cabaña- le sigue....
Un cuento sin texto hermoso, publicado en el mes de octubre de este año, de un joven ilustrador francés.
LEÓN MUÑOZ-SANTINI (1976): THE SUBURBS (CIUDAD JUÁREZ, 2013-2016)
La serie de fotografías sobre Ciudad Juárez en México que Muñoz-Santini (conocido sobre todo por sus libros para niños, premiados en Bolonia) tomó, se inspiran en una serie anterior célebre que el artista norteamericana Ed Ruscha realizó en Las Vegas en 1966: una desolada sucesión de construcciones inhóspitas, medio abandonadas, incapaces de constituir una comunidad, o una ciudad, en un páramo desértico, debido a la codicia y la violencia. La luz inclemente, las calles demasiado anchas y sin urbanizar, la mezcla de ruinas y casas pareadas sin terminar, la ausencia de cualquier muestra de vida que la luz hiriente acentúa, retratan el fracaso de una ciudad, de una concepción del urbanismo que nunca fue proyectado para acoger vidas.
miércoles, 23 de noviembre de 2016
HUMBERTO RIVAS (1934-2009): BARCELONA (1980-1990)
Una exposición antológica, hoy -y hasta mediados de 2017- en el Archivo Fotográfico de Barcelona, y una muestra (Perdido en la ciudad. La vida urbana en las colecciones del IVAM) sobre la ciudad moderna actualmente en el Instituto Valenciano de Arte Moderno (IVAM) en Valencia, en la que fotografías que el autor argentino Humberto Rivas (exiliado desde 1976 en Barcelona) tomó en esta ciudad y alrededores en los años 80, antes de la renovación urbana previa a los Juegos olímpicos, ha devuelto la actualidad a este fotógrafo, marcado por Marcel Proust, que supo captar las huellas del paso del tiempo en muros y fachadas -heridas casuales o intencionadas, fruto del abandono o de la violencia-, signos no de envejecimiento, sino de una ganada dignidad -que posiblemente los edificios recién concluidos no tendrían.
Casi todos están abandonados, las puertas cerradas o tapiadas, entrevistos de noche, velados a veces por farolas solitarias, como solitarios se muestran en medio de derribos. En ocasiones, la construcción ha caído, socavada quizá por la mar, pero han mantiene cierta compostura, como si se resistiera a dejarse ir.
Las casas pertenecen a la periferia o a un centro que, en los años 80, estaba abandonado, abandono que sobre coge aún más gracias a la entereza de algunos edificios, dejados, cerrados y sin embargo erguidos, cuando a su alrededor se acumulan las ruinas.
lunes, 21 de noviembre de 2016
El sentimiento ante la ruina
El tratamiento de los monumentos antiguos en algunos países orientales nos sorprende. Edificios y esculturas de hace dos mil años lucen como nuevas. Son regularmente restaurados, limpiados, pintados y los fondos de oro son repuestos. En algunos casos son sustituidos por nuevas construcciones. No se preservan los restos del edificio precedentes. El edificio, así, cobre vida de nuevo. Luce como lució el primer santuario -el santuario primegenio- que los dioses edificaron.
La sensación es extraña. No tenemos la sensación de estar ante o dentro una obra antigua. Nos parece más bien estar ante una réplica moderna, o un fraude.
Los conjuntos que son tratados de este modo siguen estando activos. Son santuarios e imágenes de culto hacia los que se vierte la devoción de los fieles. En tanto que sedes divinas, ¿por qué habría que dejarlas en estado ruinoso, respetando pinturas y ornamentos antiguos, necesariamente gastados, desconchados o rotos? ¿Acaso una casa habitada no se cuida, no se renueva? ¿A quien gusta morar entre ruinas?
Las culturas antiguas -occidentales, al menos- tampoco preservaron las ruinas de ciudades y monumentos. Una ruina debía ser reparada de inmediato. El edificio se podía ampliar, cambiar de lugar, reorientar, o reconstruir de manera idéntica al anterior. Pero nunca se dejaba en estado ruinoso, pese a la calidad que el edificio original podía tener. Tras la destrucción del acrópolis por los Persas, Pericles ordenó la reconstrucción del santuario. Las ruinas fueron recogidas y enterradas, y un proyecto muy distinto fue construido. Ni siquiera se respetó el emplazamiento del templo destruido.
Las únicas ruinas que no se tocaban eran las que señalaban un lugar maldito. Los dioses habían decidido la caída de una ciudad, un santuario, un palacio, la ruina de un estado, ayudando a los enemigos a conquistar ciudades y territorios, y los vencidos nada podían hacer. Tenían que abandonar las ciudades en ruinas porque los dioses les habían abandonado. La reconstrucción no solo era inútil sino hubiera sido percibida como una afrenta por los dioses, al menos mientras los vencidos no pusieran remedio a las faltas que sin duda habían cometido y que habían desencadenado la ira del cielo.
Las ruinas griegas, romanas, pero también mesopotámicas despertaron el interés de algunos viajeros a partir de la Alta Edad Media en Occidente y el Próximo Oriente. Mas la visión de las ruinas provocaba placer, sin duda, ético y no estético. Las ruinas significaban la derrota de los dioses paganos ante el dios verdadero. Pertenecían al César. Eran necesarias como símbolo del poder del nuevo dios. No merecían ningún cuidado.
A partir del siglo XVI, el juicio que merecían las ruinas -casi siempre romanas- cambió. Seguían siendo consideradas como manifestaciones paganas, pero también como de una edad de oro vencida por el tiempo. Las ruinas fueron un símbolo moral sobre el destructor paso del tiempo que derribaba las más altas torres, sobre la fugacidad, la vanidad de la vida. Como las calaveras y los esqueletos, advertían a los hombres de lo que les aguardaba. Debían ser preservadas, sin duda, para que nadie se olvidara de su humana condición, y de la lejanía divina.
En verdad, el gusto por las ruinas es moderno. Quizá fuera Napoleón quien cambió el aprecio por los fragmentos del pasado. Su aprecio no estaba exento de connotaciones morales también. Las ruinas egipcias, sobre todo a finales del siglo XVIII, mantenían cierto porte. Los egipcios habían logrado sobreponerse a la historia. Daban una lección, que Napoleón quería proseguir.
El verdadero sentimiento por las ruinas nace en el siglo XIX. Seguramente no es casual que coincidiera con el nacimiento del nacionalismo que equiparaba nación, raza, cultura, religión y lengua. Las ruinas, en este caso, daban fe del poder legitimo ejercido por unos hombres sobre una tierra -y sobre otros hombres. El colonialismo también estuvo en la raíz del gusto por las piedras gastadas. Cada nación se otorgaba unas raíces que debían ser preservadas, exaltadas o inventadas. Los yacimientos tenían que lucir esplendorosos. No cabía ninguna nostalgia, sino el orgullo de ser los herederos de esos pueblos que levantaron piedra sobre piedra y que probaban que la tierra pertenecía desde la noche de los tiempos a quien la ocupaba - la noción de autoctonía no era nueva, sin embargo: ya la habían cultivado los atenienses y los espartanos para legitimar el rechazo de los extranjeros.
Las ruinas son una construcción política. Se preservan o se destruyen en función de intereses políticos. Los restos de la Barcelona del siglo XVIII bombardeada cuando la Guerra de Sucesión, hallados cuando las obras olímpicas, fueron rápidamente barridas, hoy exaltadas, sin embargo. Del mismo modo, la restauración de las ruinas del monasterio de Sant Pere de Rodas echó abajo los restos barrocos y renacentistas para destacar tan solo los medievales porque la Edad Media es juzgada como la edad fundacional -inventada, legendaria, y por tanto menos inmune al análisis.
Todas las ruinas responden a un imaginario. Las misiones arqueológicas van levantando y estudiando los sucesivos niveles de ocupación, desde los más recientes hasta los "primeros". Pero el estudio de cada nivel implica la destrucción de todos los que le han sucedido. La restauración y preservación de unas ruinas se realiza a costa de la destrucción de todo lo que no casa con la imagen que nos hacemos del supuesto momento de esplendor de unos restos. Pocos yacimientos fueron abandonados súbitamente. Han sido necesarios cataclismos como explosiones volcánicas que han sepultado y congelado ciudades para evitar que las ruinas, desaparecidas de la faz de la tierra, fueran ocupadas durante mucho tiempo. Todo el centro de Roma, ya en ruinas, sirvió de estructura para modestas casas medievales y renacentistas. De algún modo, los edificios en ruinas seguían teniendo cierto sentido. Aun podían servir. El estudio de la Roma imperial conllevó la destrucción de la ciudad medieval asentada entra las ruinas. Y las ruinas lucieron, muertas. Solo se preservó lo que exaltaba el poder imperial. Ni siquiera construcciones tardo-antiguas fueron respetadas. Oscurecían el mármol de la Gran Roma -cuya recuperación, en manos de Mussolini, tenía como fin asentar el poder del dictador, equiparado con el de los emperadores, presentados como los antecesores de Mussolini.
Las ruinas se construyen y se destruyen en función de lo que se quiere contar. Cada época percibe el pasado bajo un determinado filtro. Las ruinas son un medio dúctil ante las fabulaciones históricas. Las piedras no protestar. Si la historia es una losa, las ruinas deberían desaparecer. Aunque, seguramente, su caída final nos arrastraría, Somos humanos porque fabulamos, porque a partir de unas simples piedras nos contamos historias. El problema surge cuando imponemos nuestras historias a los demás y les obligamos a escucharlas como si fueran verdades enraizadas. Pero si las ruinas fueran capaces de advertimos de los peligros del dominio de la tierra y de los hombres, si fuéramos capaces de advertir el peligro de credos y religiones, deberíamos tratarlas como lo que son: restos de sueños desvanecidos que nos hablan de esperanzas y temores, que nos hacen humanos. Si solamente, la política y la religión no aparecieran como negros fantasmas...
La sensación es extraña. No tenemos la sensación de estar ante o dentro una obra antigua. Nos parece más bien estar ante una réplica moderna, o un fraude.
Los conjuntos que son tratados de este modo siguen estando activos. Son santuarios e imágenes de culto hacia los que se vierte la devoción de los fieles. En tanto que sedes divinas, ¿por qué habría que dejarlas en estado ruinoso, respetando pinturas y ornamentos antiguos, necesariamente gastados, desconchados o rotos? ¿Acaso una casa habitada no se cuida, no se renueva? ¿A quien gusta morar entre ruinas?
Las culturas antiguas -occidentales, al menos- tampoco preservaron las ruinas de ciudades y monumentos. Una ruina debía ser reparada de inmediato. El edificio se podía ampliar, cambiar de lugar, reorientar, o reconstruir de manera idéntica al anterior. Pero nunca se dejaba en estado ruinoso, pese a la calidad que el edificio original podía tener. Tras la destrucción del acrópolis por los Persas, Pericles ordenó la reconstrucción del santuario. Las ruinas fueron recogidas y enterradas, y un proyecto muy distinto fue construido. Ni siquiera se respetó el emplazamiento del templo destruido.
Las únicas ruinas que no se tocaban eran las que señalaban un lugar maldito. Los dioses habían decidido la caída de una ciudad, un santuario, un palacio, la ruina de un estado, ayudando a los enemigos a conquistar ciudades y territorios, y los vencidos nada podían hacer. Tenían que abandonar las ciudades en ruinas porque los dioses les habían abandonado. La reconstrucción no solo era inútil sino hubiera sido percibida como una afrenta por los dioses, al menos mientras los vencidos no pusieran remedio a las faltas que sin duda habían cometido y que habían desencadenado la ira del cielo.
Las ruinas griegas, romanas, pero también mesopotámicas despertaron el interés de algunos viajeros a partir de la Alta Edad Media en Occidente y el Próximo Oriente. Mas la visión de las ruinas provocaba placer, sin duda, ético y no estético. Las ruinas significaban la derrota de los dioses paganos ante el dios verdadero. Pertenecían al César. Eran necesarias como símbolo del poder del nuevo dios. No merecían ningún cuidado.
A partir del siglo XVI, el juicio que merecían las ruinas -casi siempre romanas- cambió. Seguían siendo consideradas como manifestaciones paganas, pero también como de una edad de oro vencida por el tiempo. Las ruinas fueron un símbolo moral sobre el destructor paso del tiempo que derribaba las más altas torres, sobre la fugacidad, la vanidad de la vida. Como las calaveras y los esqueletos, advertían a los hombres de lo que les aguardaba. Debían ser preservadas, sin duda, para que nadie se olvidara de su humana condición, y de la lejanía divina.
En verdad, el gusto por las ruinas es moderno. Quizá fuera Napoleón quien cambió el aprecio por los fragmentos del pasado. Su aprecio no estaba exento de connotaciones morales también. Las ruinas egipcias, sobre todo a finales del siglo XVIII, mantenían cierto porte. Los egipcios habían logrado sobreponerse a la historia. Daban una lección, que Napoleón quería proseguir.
El verdadero sentimiento por las ruinas nace en el siglo XIX. Seguramente no es casual que coincidiera con el nacimiento del nacionalismo que equiparaba nación, raza, cultura, religión y lengua. Las ruinas, en este caso, daban fe del poder legitimo ejercido por unos hombres sobre una tierra -y sobre otros hombres. El colonialismo también estuvo en la raíz del gusto por las piedras gastadas. Cada nación se otorgaba unas raíces que debían ser preservadas, exaltadas o inventadas. Los yacimientos tenían que lucir esplendorosos. No cabía ninguna nostalgia, sino el orgullo de ser los herederos de esos pueblos que levantaron piedra sobre piedra y que probaban que la tierra pertenecía desde la noche de los tiempos a quien la ocupaba - la noción de autoctonía no era nueva, sin embargo: ya la habían cultivado los atenienses y los espartanos para legitimar el rechazo de los extranjeros.
Las ruinas son una construcción política. Se preservan o se destruyen en función de intereses políticos. Los restos de la Barcelona del siglo XVIII bombardeada cuando la Guerra de Sucesión, hallados cuando las obras olímpicas, fueron rápidamente barridas, hoy exaltadas, sin embargo. Del mismo modo, la restauración de las ruinas del monasterio de Sant Pere de Rodas echó abajo los restos barrocos y renacentistas para destacar tan solo los medievales porque la Edad Media es juzgada como la edad fundacional -inventada, legendaria, y por tanto menos inmune al análisis.
Todas las ruinas responden a un imaginario. Las misiones arqueológicas van levantando y estudiando los sucesivos niveles de ocupación, desde los más recientes hasta los "primeros". Pero el estudio de cada nivel implica la destrucción de todos los que le han sucedido. La restauración y preservación de unas ruinas se realiza a costa de la destrucción de todo lo que no casa con la imagen que nos hacemos del supuesto momento de esplendor de unos restos. Pocos yacimientos fueron abandonados súbitamente. Han sido necesarios cataclismos como explosiones volcánicas que han sepultado y congelado ciudades para evitar que las ruinas, desaparecidas de la faz de la tierra, fueran ocupadas durante mucho tiempo. Todo el centro de Roma, ya en ruinas, sirvió de estructura para modestas casas medievales y renacentistas. De algún modo, los edificios en ruinas seguían teniendo cierto sentido. Aun podían servir. El estudio de la Roma imperial conllevó la destrucción de la ciudad medieval asentada entra las ruinas. Y las ruinas lucieron, muertas. Solo se preservó lo que exaltaba el poder imperial. Ni siquiera construcciones tardo-antiguas fueron respetadas. Oscurecían el mármol de la Gran Roma -cuya recuperación, en manos de Mussolini, tenía como fin asentar el poder del dictador, equiparado con el de los emperadores, presentados como los antecesores de Mussolini.
Las ruinas se construyen y se destruyen en función de lo que se quiere contar. Cada época percibe el pasado bajo un determinado filtro. Las ruinas son un medio dúctil ante las fabulaciones históricas. Las piedras no protestar. Si la historia es una losa, las ruinas deberían desaparecer. Aunque, seguramente, su caída final nos arrastraría, Somos humanos porque fabulamos, porque a partir de unas simples piedras nos contamos historias. El problema surge cuando imponemos nuestras historias a los demás y les obligamos a escucharlas como si fueran verdades enraizadas. Pero si las ruinas fueran capaces de advertimos de los peligros del dominio de la tierra y de los hombres, si fuéramos capaces de advertir el peligro de credos y religiones, deberíamos tratarlas como lo que son: restos de sueños desvanecidos que nos hablan de esperanzas y temores, que nos hacen humanos. Si solamente, la política y la religión no aparecieran como negros fantasmas...
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