miércoles, 15 de febrero de 2017

Persépolis


Vídeo: Tocho, Persépolis -un viernes-, enero de 2017

Paraiso (el jardín persa)



Fotos: Tocho, Jardín de Dolat-Abad, s. XVIII, Yazd (Irán), enero de 2017

Los términos modernos más habituales que designan el jardín provienen de dos raíces: una raíz indoeuropea que ha dado lugar al latín hortus (y de allí a orto, huerto y hort en italiano, español y catalán), y otra germánica que se encuentra en el garden inglés, el giardino italiano y el jardin/jardín francés/español.
Ambas familias de términos designan espacios al aire libre cercados.
La concepción de un espacio rodeado de un muro perimetral proviene de Persia.
El jardín persa se caracteriza por árboles frutales (en Arabia, por el contrario, se distinguía entre el huerto con árboles frutales -que incluían a vides y palmeras datileras-, y el jardín con plantas aromáticas).
Sin embargo, el aroma es esencial en el jardín persa: la palabra bustân, que se traduce por jardín, significa lugar oloroso.
El paraíso bíblico y coránico era un vergel (un jardín con árboles frutales) bien delimitado, accesible solo a los creyentes al final de los tiempos. (la palabra paraíso procede del persa pairi -rodeado- y diz o daeza -muro, ladrillo-). El cerco es lo que define -en sentido literal: lo rodea de un limes, un límite- el jardín. Éste estaba atravesado por cuatro ríos que partían del centro y que todo jardín persa o árabes reproduce.
El paraíso o el jardín es una imagen del mundo. Se compone de elementos naturales conformados por el hombre (a imagen de la creación divina). Se trata, por tanto, de un espacio originario recién creado, separado del resto del espacio natural aún informe pero dispuesto para ser formado, capaz de informar al resto del universo, conforme a la estructura del paraíso.
El jardín persa es pues el paradigma del espacio arquitectónico, delimitado, ordenado y compuesto en un acto creativo humano que repite el gesto divino cuando la creación del mundo. El jardín manifiesta que la Creación divina sigue vigente y alimenta el mundo que no aparece "dejado de la mano de Dios".

martes, 14 de febrero de 2017

YANN LE MASSON (1930-2012), RENÉ VAUTRIER (1928-2015) & OLGA BAÏDAR-POLIAKOFF (1928-2009): J´AI HUIT ANS (TENGO OCHO AÑOS, )



Una obra maestra hecha de miradas, dibujos -y disparos que no se sabe a qué apuntan (aunque se intuye)

Teoría del arte (la cuadratura del círculo)


Foto: Tocho, Solsona, febrero de 2017

Una de las imágenes más célebres de los museos catalanes formaba parte de un fresco románico, del siglo X, de la iglesia hispanomusulmana de San Quirce de Pedret. Comúnmente conocida como El orante de Pedret, muestra a un ser humano (¿?), visto de frente, los ojos bien abiertos y los brazos en cruz, dentro de una doble circunferencia sobre la que está posado un pájaro.

Esta enigmática efigie, interpretada como un hombre rezando, es, según el director del Museo Diocesano de Solsona -que conserva este fragmento de fresco-, un mandala: revela una influencia oriental. Representa la cuadratura del círculo -que toda obra de arte trata de solventar. El ser humano es el hombre prototípico, cuya postura apunta hacia las cuatro direcciones del espacio. Se trata de un símbolo material o carnal, encajado dentro de un símbolo celestial. La imagen simbolizaría el universo, con el mundo material o visible, ejemplificado por el hombre -un mundo ordenado, compuesto- en la parte inferior, coronado por el mundo celestial evocado por el espíritu figurado por un pájaro. Los brazos extendidos del hombre no expresarían ninguna entrega a la divinidad sino que manifestarían la perfecta orquestración del mundo terrenal casi elevado por el mundo celestial.

Si esta sugerente explicación fuera cierta nos hallaríamos ante una imagen que evoca la creación o estructura del mundo hindú. En efecto, según los Veda, el universo resultó de la proyección del hombre universal, llamado Purusa, sobre la diosa material, maternal Pakrti. Purusa aceptó extenderse, los brazos en cruz, sobre la tierra. De la unión del hombre primordial -de su entrega sacrificial a la materia, de su descenso hacia lo opaco, de su voluntad de iluminar la materia- con la tierra -la materia primigenia fecundada y fecundante- se formaría el universo.

Esta imagen, que Leonardo de Vinci, retomaría en su conocido emblema del hombre universal, simboliza lo que la obra de arte es y persigue: la unión de la Idea y la Materia.
La concepción hegeliana -inspirada en Oriente- según la cual el arte manifiesta el descenso y el recorrido del espíritu sobre o en la Materia, hasta su retorno, en obras cada vez más desmaterializadas y luminosas, antes de proseguir su ascenso a través de la filosofía -el arte de pensar el estatuto del mundo-, sería una variante de la concepción del arte como un mandala.
En la India, sin embargo, la proyección ideal consiste en un descenso. Éste no es vivido como una degradación, como ocurría en Platón -para quien la unión del carro celestial del alma y el cuerpo se vive como una tragedia: la unión resulta del descarrilamiento del carro que se precipita involuntaria y trágicamente hacia la tierra, y apenas consigue, tras recuperarse, volver a su espacio original. La idea -que el carro alado simboliza- permanece en la tierra, alumbrándola, alumbrando obras, no porque ésta sea su misión, sino por su incapacidad para librarse del peso material. La obra de arte, para Platón, es una tragedia (una hermosa tragedia, que se disfruta aunque no debería existir ni producir disfrute alguno)-.
Pero Purusa se sacrifica, se desmiembra incluso para cubrir, para iluminar toda la materia, el cuerpo entero de Pakrti. Por el contrario, para Hegel, la unión entre el Espíritu y la Materia pasa por varias fases que se superan las unas a las otras, hasta que el arte, que exige dicha unión, desaparece o deja de tener sentido, incapaz de cazar el vuelo ascendente del espíritu cada vez más desligado del mundo terrenal.
Toda obra de arte intenta resolver la cuadratura del círculo: un empeño imposible de lograr, pero que no se puede dejar de intentar. Se han buscado toda clase de soluciones o vías de escape: desde la divinización de la materia -que prescindiría de la necesidad de la idea- hasta su proscripción, poniendo en acento, por el contrario, en la idealidad, en la idoneidad de la idea solitaria. Entre éstos extremos, las obras de arte manifiestan todos los matices de una relación difícil y dolorosa pero ineludible. La propia erncarnación divina cristiana se saldó con la muerte de la divinidad, sucedida por su liberación material, que conllevó su desaparición visible y la exigencia de su retorno, anticipado, anhelado por la creación artística.

lunes, 13 de febrero de 2017

LUPE FIASCO (WASALU MUHAMMAD JACO,1982): CITY OF THE YEAR (2017) -FRAGMENTO_



Tocho 8 no suele incluir canciones de rap.
Pero hay excepciones

Véase la página web de este cantante y compositor norteamericano

BARRY JENKINS (1979): MY JOSEPHINE (2003)

MY JOSEPHINE (Dir. Barry Jenkins, 2003, 8min) from Barry Jenkins on Vimeo.

La primera película -un cortometraje- del director del largometraje actual Moonlight (2016)

Exclusión

Contra lo que se pudiera pensar, aunque la moderna palabra "templo" proceda del latín "templum", este término no significa lo mismo  que aquélla.
El latín "templum", y el griego antiguo -del que procede- "temenos" designan un espacio mágica o físicamente acotado: un lugar delimitado por un muro o por unos conjuros. Nadie -salvo los sacerdotes- pueden acceder aquél. Su acceso está vetado a los profanos. Se trata de un coto que pertenece exclusivamente a los dioses y a sus representantes. Al resto de los ciudadanos se les mantiene apartados porque se trata de un espacio "sagrado": "sacer", en latín, significa prohibido, "tabú". La presencia de unos ciudadanos cualesquiera mancillaría el espacio sagrado.
El "templum" se opone al ágora: frente a un espacio de exclusión, que rechaza a los humanos, el espacio de diálogo del ágora, donde todos los ciudadanos de pleno derecho pueden tomar la palabra, sin que nadie pueda imponerse.

El "templum" se asemejaba al concepto ateniense -y espartano- de la ciudad: ésta solo pertenecía, y solo aceptaba a los autóctonos. Éstos habían nacido de la tierra. Descendían todos de un primer ser humano primordial, un rey surgido de las entrañas del Ática, con el cuerpo filiforme de una serpiente. Todos los foráneos, por el contrario, no tenían cabida en la ciudad; no poseían derechos, no tenían voz y voto.Se les podía desterrar en cualquier momento.

Estas dos concepciones explican bien que se haya censurado -y ordenado su desmantelamiento- una instalación de unos estudiantes de Bellas Artes dirigidos por una profesora y artista, Núria Gual, de un lugar de Barcelona. La instalación -precaria, simplista o sugerente, según cómo sea juzgada- evocaba la condición de los refugiados: consistía en carritos de la compra, semejantes a los que tantas personas empujan a lo largo del día, cargados de desechos. Los carritos simbolizaban la suerte de las personas: parecían concederles cierta esperanza. Estaban detenidos, protegidos en una área sagrada: el Fossar de les Moreres en Barcelona.
Los artistas, sin embargo, se olvidaron del verdadero significado de este tipo de espacios: lugares donde todos los que no profesan la fe en la patria son devueltos más allá de los lindes. Espacios de pureza de sangre donde no se puede descansar. No son lugares de acogida, sino cerrados, vueltos sobre sí mismo, solo aptos para quienes comulgan con determinados credos.
Censurar, etimológicamente, significa establecer un censo. Los censores eran funcionarios públicos romanos quienes determinaban quienes formaban parte de una ciudad, y disponían de todos los derechos, en contra de los rechazados. La censura implica la separación, la segregación, el trazado de un cerco alrededor de los elegidos para alejarlos de quienes son tratados como criminales perdiendo bienes y derechos.
Parecía difícil que en la Barcelona de 2017, se hubiera devuelto el verdadero significado a todos esos términos.
Mas en esos tiempos donde regresa lo siniestro...