Mientras, tugurios a media luz, con los porticones cerrados, libran hombres y mujeres a generales y a políticos que se desenmascaran en la penumbra. Apenas aullan las sirenas, descienden presurosos por negras bocas a las profundas estaciones de metro sumidas en tinieblas donde prosiguen sus convulsas uniones con desconocidos.
La negrura de las calles coincide con la sordidez de los antros, y la violencia de las bombas anuncia la violación de los cuerpos sometidos.
Estamos en París, asediada por el ejército imperial alemán, durante la Primera Guerra Mundial. Lejos de las estancias estivales finiseculares cuando príncipes y duquesas se reunían bajo la lechosa luz de la tarde, en balnearios de lujo fielmente atendidos por una servidumbre uniformada.
Marcel Proust concluyó los siete volúmenes de la novela -río A la búsqueda del tiempo perdido con un último tono -publicado póstumamente-, El tiempo recobrado, en el que confluyen los escasos protagonistas supervivientes de una era de placeres y encuentros casi olvidada, en una ciudad fúnebre que vive los últimos estertores. Las descripciones son desagradables, los hechos, sádicos; la ciudad parece diluida por sucias aguadas. La ocultación, los rumores, las sombras fugaces, la suciedad física y moral, se funden, de súbito, bajo el estallido de las explosiones.
Pocas veces, la muerte - de una ciudad, una cultura, un mundo- ha sido tan bien anunciada.
"Y cada vez, esa palabra "muerte" parecía caer sobre los difuntos como una paletada de tierra más pesada, echada por un enterrador que ponía su empeño en hundirlos más profundamente en la tumba".
Quizá debiéramos volver a leer la novela que mejor describe los siglos XX y XXI, y nuestros últimos días. Marcel Proust fue inmisericorde -y certero.
Quizá debiéramos volver a leer la novela que mejor describe los siglos XX y XXI, y nuestros últimos días. Marcel Proust fue inmisericorde -y certero.