jueves, 5 de julio de 2018

EFRAT SHVILY (1955): ARQUITECTURA Y POLÍTICA (1992-1998)
































La serie de fotografías en blanco y negro que la artista israelí Efrat Shvily tomó, a finales de los años noventa, en asentamientos israelitas en territorios palestinos ocupados -dos de cuyas imágenes Tocho8 mostró en 2010-, y algunas de cuyas obras serán mostradas en la exposición Habitar el Mediterráneo, en el IVAM (Valencia), a partir de diciembre de este año, son reveladoras de cómo las tipologías, supuestamente funcionales, están determinada, no por condiciones climáticas, geográficas, sino que son ideológicas.
Del mismo modo que sedes de grandes empresas tienen que tener, a menudo, muros cortinas, y que la publicidad arquitectónica, debe de combinar, hoy, palabras como sostenibilidad y ecología, los tipos de las casas de los colonos invasores sorprenden.
Estamos en paisajes áridos, desérticos. Las casas se ubican en lo alto de altozanos que dominan amenazadoramente construcciones palestinas situadas en los valles. Éstas suelen tener cubiertas planas. Por el contrario, las casas de los colonos, aún más expuestas al sol, se cubren con tejados a dos aguas de pronunciada pendiente. La imagen remite al centro y el norte de Europa, de donde proceden muchos habitantes de Israel (estamos acostumbrados a que los templos griegos tuvieran también tejados a dos aguas en un clima tan seco y soleado como el de Grecia; esa tipología recordaba los templos de los primeros habitantes de Grecia, venidos posiblemente de las áreas montañosas del norte del país). Pero, esta imagen, sobre todo, marca una nítida distinción con las casas palestinas. Buscan no ser confundidas con ellas -jugando, políticamente, con la imagen de la superioridad norteña ante la sureña.
Dichos asentamientos son una clara muestra de las relaciones entre arquitectura y política, no porque ocupan terrenos que no les pertenecen, sino porque la imagen comunicaba remarca la voluntad de la exclusión o del apartheid.

miércoles, 4 de julio de 2018

La firma

Una obra de arte (un cuadro, un dibujo, un grabado) sin firmar no vale nada. Por el contrario, una firma sin obra, en un papel, puede alcanzar precios sorprendentes. Cuando la obra es una firma, finalmente, el precio vuelve a estar por las nubes. Es decir, la firma es lo que determina, no el valor -aunque lo condiciona- pero sí el precio de la obra. Este hecho no se suele aplicar a las obras de la antigüedad, aunque bronces  cerámicas firmados, de la Grecia antigua, merecen todas las atenciones. Eufronios, Exekias -de quienes solo conocemos el nombre-, pintores de cerámica griega, son reverenciados como el más conocido escultor griego o pintor renacentista, y "sus obras" -cerámicas pintadas realizadas en serie- alcanzan precios desorbitados y no se suelen prestar en exposiciones por miedo a roturas o robos. Son obras codiciadas. Estas vasijas no son necesariamente mejores que otras "sin firmar", pero el prestigio de un nombre, en la tradición occidental, condiciona decisivamente cómo miramos y evaluamos una obra. De ahí la importancia que la obra esté firmada. Y si no lo está...

Se cuenta que Rafael, admirado de un cuadro pintado por un ayudante suyo de taller, Giulio Romano, firmó la obra a fin de mostrar que dada su perfección podría haber sido realizada por él. Para el ayudante éste era el mayor de los reconocimientos.
Se sabe también que Salvador Dalí firmaba centenares de hojas en blanco, rellenadas posteriormente por colaboradores con imágenes litografiadas de "estilo" daliniano. Estos grabados son ávidamente coleccionados, pese a su muy dudosa calidad artística, porque lo que se valora no es la imagen, o la obra, sino la firma -como bien sabía Dalí.
Mientras, Picasso, un día, tras haber almorzado en un restaurante popular con un grupo de amigos, pidió la cuenta. El dueño del comedor se negó a cobrarle y solo pidió a Picasso que firmara en el maculado mantel de papel sobre el que Picasso había ido dibujando mientras comía y hablaba. Picasso, ultrajado, le respondía que le hiciera el favor de cobrarle ya que un dibujo suyo firmado valía mucho más que el precio de toda una cena de grupo.

Recuerdo cuando el montaje de la exposición La última mirada, en el Museo de arte Contemporáneo de Barcelona (MACBA), en 1998, dedicada a los últimos autorretratos de grandes pintores del siglo XX, fallecidos, muy mayores, de "muerte natural", la sorpresa al abrir la caja en la que llegó el último autorretrato de Giorgio de Chirico, pintado en los años setenta. Pese a que habían pasado casi treinta años, el cuadro aún olía a pintura, lo que era extraño. Pero el pasmo creció cuando se comprobó que el cuadro no era exactamente el mismo que el que había sido fotografíado poco antes de ser embalado en la ciudad de origen. El cuadro estaba firmado. Una semana antes, no. De Chirico había fallecido hacía decenas de años. Alguien había imitado la firma -el olor a pintura estaba causado por este añadido, al igual que por algún retoque nunca aclarado. ¿Era una obra original? Nunca se supo. Pero la firma pretendía certificar la autenticidad de la obra. Puestos en contactos con la colección prestadora, que no manifestó extrañeza ante la llamada, el cuadro se retiró discretamente de la exposición. No se llegó a exponer. Caso cerrado.   

Estos ejemplos, junto con la anécdota inicial, muestran la importancia que concedemos a la firma autógrafa. La obra, de algún modo, es una firma.
El prestigio de la firma no existía en la antigüedad. Eso no significa que las obras no estuvieran firmadas. De hecho, se conocen numerosas esculturas, pinturas y cerámicas autógrafas, y se conservan un ingente número de nombres de artistas. Pero lo que se valoraba era la obra, no el nombre del artista. La obra tenía que ser perfecta. Una vez alcanzada la perfección, la obra podía o debía ser imitada hasta en los menores detalles, y no importaba quien era el copista ni cuando se llevaba a cabo la copia. De hecho, no existía diferencia alguna entre un original y una copia. Solo contaba la perfecta ejecución y la armonía de las formas.

La aceptación de la noción de genio, en el arte occidental, a partir del barroco, trastocó la manera de enjuiciar una obra. Un genio es una firma. Posee un don tal que cualquier obra que realiza está tocada por la gracia, y se singulariza. Es una obra original, distinta de todas, perfectamente reconocible. Un genio solo se parece a sí mismo. Tiene un estilo, una firma característica, que otorga valor  precio a la obra.
Quienes no han logrado ese reconocimiento pueden obviamente, sentirse tentados de asumir las formas del genio y hacer pasar obras por obras de éste. La rentabilidad es inconmensurable, así como la secreta satisfacción por burlar el criterio de los críticos que solo prestan atención a las obras de determinadas formas.

El fraude, la falsificación son comunes en las artes plásticas y literarias (Dumas, Balzac no escribieron todas las novelas que firmaron, como tampoco lo han hecho autores contemporáneos, como Echevarría, Racionero o Vázquez Moltalbán, por ejemplo).
Este hecho, o este problema, ¿acontece en otros géneros artísticos, como el teatro?

Si acuden a ver la obra Falsestuff de Nao Albet  y Marcel Borrás, en el TNC de Barcelona -hasta el 15 de julio- quizá hallen una respuesta.

martes, 3 de julio de 2018

ROLLING BLACKOUTS COASTAL FEVER: CAPPUCCINO CITY (2018)



Sobre este grupo australiano, véase su página web

(La virtud de ) Gilgamesh

"Un gigante entre los reyes,
héroe de bella planta:
el joven más valiente de Uruk,
un morlaco embestidor.
Marcha delante:
es el primero;
y marcha detrás:
apoya a los suyos.
Es orilla poderosa,
abrigo de su banda..."

(Poema de Gilgamesh: Prólogo)

Traducción: Joaquín Sanmartín

Quizá nos hayamos olvidado de esos versos, lección de humanidad...

Estética y arqueología

"Los arqueólogos y los estetas se interesan en el continente, no en el contenido (...) Admiramos la forma de una ansa, pero nos cuidamos mucho de estudiar la posición de quien bebe y de preguntarnos porque en muchas culturas beber de pie es vergonzoso"

(Marcel Griaule: Documents, 1930)

Marcel Griaule era antropólogo



lunes, 2 de julio de 2018

RY COODER (1947): STRAIGHT STREET & GENTRIFICATION (CALLE RECTA & DESPOBLACIÓN, 2018)



Sobre este conocido músico californiano, véase su página web

La realidad y el teatro (a cada lado del espejo)



El espacio que acogía el poder judicial en la ciudad-estado de Atenas, donde tenían lugar los debates judiciales, tenía la misma estructura arquitectónica que un teatro: gradas en semi-círculo, abiertas como un abanico, a un lado de una plataforma central.
El cine y la televisión han jugado a menudo -es un lugar común- con la teatralización de los juicios, a los que asiste el público, en los que fiscales, jueces y abogados cumplen con su papel (una palabra que remite directamente al arte de la interpretación).
Del mismo modo, las aulas universitarias, sobre todo en los siglos XIX y XX, antes del temible dominio de las llamadas "aulas de prácticas", también se han dispuesto, a menudo, como espacios teatrales. La palabra con las que se denominan dichos espacios, anfiteatros, ya evoca bien el carácter teatral de lo que acontece en clase, con el profesor hablando y gesticulando en la tarima a la vista de los estudiantes dispuestos en gradas semi-circulares.
La justicia y la enseñanza, que buscan ambas la verdad, y en las que ésta se alcanza tras un debate -del profesor consigo mismo y con los estudiantes, de los fiscales, abogados y jueces- se desarrollan en espacios que recuerdan o que imitan teatros griegos o romanos.
Los espacios "reales" y "teatrales", los dominios de la realidad y de la ficción, pueden, pues, acoger acciones muy parecidas que tienen como fin debatir y hallar "la verdad".

Sin embargo, la relación entre la crónica y la ficción, entre la historia y la fábula, es más compleja de lo que parece. Debo esta lúcida observación a la profesora de la Escuela de Arquitectura de Barcelona, Mónica Sambade.
Comentaba la obra de teatro Falsestuff, de Nao Albet y Marcel Borrás,, actualmente en cartel en el Teatro Nacional de Cataluña (TNC) en Barcelona. La obra es una ficción. Pero incluye un debate o coloquio entre los actores y un moderador. Este acto se sitúa entre la interpretación y la exposición. Una parte del texto está escrito, al igual que el resto de la obra, y pertenece al mundo de la ficción. Otra, por el contrario, expone historias o hechos verídicos. El debate suma dos modalidades comunicativas: la conferencia y la interpretación actoral. Los ponentes son actores y son profesores al mismo tiempo. Asumen un doble papel: es decir, en tanto que la palabra o el concepto de "doble" remite al mundo de la ilusión y el engaño, aquéllos juegan con la credulidad del público asistente.
Dicho coloquio semi-ficticio se inicia con una breve exposición por parte de uno de los participantes (el moderador, sea un actor o no). Esta exposición narra unos hechos históricos. Éstos son ciertos. Algunos han acontecido recientemente y pueden ser comprobados. La exposición es una crónica casi periodística, el enunciado de unos datos verificables. Mas, esta comunicación acontece en un escenario teatral. Observaba Mónica Sambade, acostumbrada a dar y recibir clases, que, mientras que estos mismos hechos, expuestos del mismo modo, son plenamente aceptados como ciertos en una aula, en el teatro se convierten en ficticios. No son "creíbles" -aunque su enunciación sea "teatralmente" eficaz.
Se descubre así que el teatro tiene la capacidad de exponer como "verdaderos" hechos imaginarios, mientras que la historia se vuelve ficción en el escenario. La verdad histórica se tiñe o se convierte en una fábula. Nadie se cree que lo que se cuenta sea cierto. Parece un texto literario. Por el contrario, nadie duda de la existencia, durante todo el tiempo de la representación, de la existencia o, mejor dicho, de la presencia de personajes, convertidos en personas. como Edipo, Hamlet, Don Juan o El Misántropo. La trágica historia de Edipo o de Ifigenia son percibidas como ciertas. Lo son mientras acontecen en el espacio teatral. Asumimos que acontecen en otro mundo -el espacio tras el telón o el espejo, el espacio que la escena constituye-, pero no dudamos que allí tienen lugar "verdaderamente". Y sufrimos o gozamos -sentimos la piedad y el temor que Aristóteles enunciara- ante lo que ocurre a los personajes, ante lo que viven; y sus vivencias, trágicas y patéticas, las sentimos como nuestras.
No ocurre lo mismo con la exposición de hechos históricos en el teatro. La capacidad fabuladora del mismo, la potencia del mundo que encapsula, transforma radicalmente lo que acontece o se expone, y la historia deja de ser creíble. Se convierte en parte de la ficción. Ficción que se percibe como verdadera en el espacio del teatro, dentro de la lógica del teatro, pero no como verdadera en el mundo profano donde nos hallamos.
El teatro crea su verdad, transforma la ficción en verdad, pero también desarma la verdad cotidiana y la integra en la urdimbre de su ficción. 
Este hecho, del que los autores de la obra Falsestuff son sin duda conscientes, acrecienta el perverso juego -tan atractivo y complejo- al que se dedican.


Agradecimientos a Mónica Sambade por su observabión
Y a Nao Albet y Marcel Borrás por la invitación a cruzar el espejo