"La dulce derrota y la victoria insoportable
El ceder ante uno más fuerte es conseguir el segundo puesto del valor; la victoria insoportable es la que logra uno más débil que tú."
Marcial: Epigramas, XXXII
"La dulce derrota y la victoria insoportable
El ceder ante uno más fuerte es conseguir el segundo puesto del valor; la victoria insoportable es la que logra uno más débil que tú."
Marcial: Epigramas, XXXII
«Vous dites: Où vas-tu? Je l’ignore ; et j’y vais»
(Victor Hugo: "Écrit en 1846", VI, Les contemplations, II)
"Decís: ¿Dónde vas? Lo ignoro: y allá voy"
Una mano se levanta. El estudiante plantea una pregunta en relación a lo que explico. Antes de que le conteste, otro estudiante alza a su vez el brazo y responde. Una tercera voz se anima a completar o matizar la respuesta anterior. Y, de pronto, cinco estudiantes, dispersos en el aula, relativamente llena, dialogan sobre un tema que, suscitado por las explicaciones, va mucho más lejos de lo que me hubiera imaginado. Una nueva voz se suma. Los comentarios sobrevuelan el aula. Apenas intervengo, aunque aporto una opinión u, ocasionalmente respondo, entrando a formar parte de ese círculo de voces. Y pasan las dos horas en las que la clase se ha construido con los comentarios, agudos e inesperados, a veces esperables y otros sorprendentes, que denotan experiencias que no tengo y desconozco, de unos estudiantes, que no están necesariamente en primera fila.
No, esta situación no se daba en cada clase. Acaso en un par o tres ocasiones. Pero llevan las explicaciones por caminos que desconocía.
El resto del tiempo, hablo solo. Alguna pregunta completa o matiza las explicaciones. Pero el monólogo, o el silencio entre las sillas, no es el silencio de los cementerios. Llega la hora de finalizar la clase. Los estudiantes se levantan, recogen sus cosas y van saliendo. Sin embargo, una corta fila se forma ante la tarima, frente a mi mesa, delante de la pizarra cubierta de tiza, sobre la que descansa el ordenador. Algunas preguntas son de contestación rápida. Piden datos sobre fechas de exámenes o de entrega de trabajos. Otras, en cambio, expresan visiones o experiencias personales, recordadas por el desarrollo de la clase. Las respuestas se alargan. Dan lugar a nuevas preguntas o comentarios. Pero ya los estudiantes de la siguiente clase van entrando en el aula, mientras el profesor aguarda algo impaciente a que salgamos todos. Invito a dejar el aula apresuradamente, pero no a interrumpir la conversación, que prosigue, tras saludar al profesor entrante y excusarme por la tardanza en salir, en el pasillo, o incluso en el despacho o, en función de la hora, en el bar o la terraza, quedando incluso tras la clase siguiente, para seguir comentando lo que los estudiantes inquieren. Esos diez minutos, este cuarto de hora, vale por toda una clase. Se toma el pulso de lo que los estudiantes piensan, creen y aportan. Y determinan, seguramente, cómo se organizará la clase siguiente.
Eso ocurría hasta el fatídico trece de marzo pasado.
Desde entonces, sentado ante la pantalla, llegada la hora, tras alguna pregunta o comentario dentro del horario, acerco el índice al signo de teléfono que aparece abajo de la imagen, y aprieto la tecla. En un abrir y cerrar de ojos, la imagen de los estudiantes se esfuma. Y se pierde, no se sabe hasta cuando, lo que daba sentido a la clase. La interacción con los estudiantes fuera de hora, en la que participaban hasta quienes, tímidos o reservados, no se atrevían a levantar la mano en medio de la clase plena.
Nunca la expresión educación a distancia a adquirido un significado más punzante. Queda por saber si se puede aun utilizar el sustantivo educación.
En estos tiempos confusos, cuidemos a los estudiantes.
Véase, sino, lo que le ocurrió a un maestro arisco y adusto italiano, de Imola, excesivamente exigente y severo con sus estudiantes que trabajaban con un "puntero" y una "tabletas", un día:
"Casiano era un maestro de escuela, y se sentaba, como profesor de gramática, rodeado de espesa cuadrilla. Diestro en saber condensar todas las palabras en reducidas abreviaturas y en apresar rápidamente en veloces siglas todo cuanto se hablaba, muchas veces los duros preceptos y el severo rostro habían agitado con ira y con miedo a sus alumnos..
Ya es sabido que el maestro es siempre intolerable para el joven escolar y que las asignaturas son siempre insoportables para los niños (...)
Gusta sobremanera a los niños que el mismo severo maestro sea el escarnio de los discípulos a quienes contuvo con dura disciplina. Le atan las manos a la espalda y le despojan de su ropa; se apiñan a él como un enjambre con los agudos estiletes. Cuanto odio le había inspirado a cada uno su ira reconcentrada, tanto más furioso se manifestó dejando ya libre su hiel. Le arrojan unos y rompen sus tabillas en la cabeza del maestro, y la madera se aparta dejándole herida la frente. Golpean las tablillas enceradas lanzadas contra las sangrantes mejillas y la pequeña página se humedece en sangre con el golpe.. Otros blanden luego sus punzones o sus estilos metálicos por la parte que se traza en la cera los signos arados (...)
Por una partes es taladrado (...) por otras es desgarrado; unos hincan hasta lo recóndido de las entrañas, otros se entretienen en desgarrar la piel. Todos los miembros incluso las manos, recibieron mil pinchazos, y mil gotas de sangre fluyen al momento de cada miembro. Más cruel era el verduguito que se entretenía en surcar a flor de carne que el que hincaba hasta el fondo de las entrañas. Y cuanto más profundamente llega éste a tocar las vísceras vitales, proporciona mayor descanso, porque aplica más cerca ya la muerte. (...) pero aun los más tiernecitos se animan y los débiles se esfuerzan (...)
"¿Por qué lloras -le pregunta uno-: tú mismo, maestro, nos diste estos instrumentos y nos armaste las manos. Mira, no hemos hecho más que devolver los miles de letras que recibimos de pie y llorando en la escuela. No tienes razón para airarte porque escribamos en tu cuerpo; tú mismo lo mandabas: ¡qué nunca esté inactivo el estilete en tu mano!. Ya no te pedimos, maestrillo tacaño, las vacaciones que siempre nos negabas. Ahora nos gusta puntear con el estilo y trazar paralelos unos surcos a otros y trenzar en cadenita las rayas truncadas. Ya puedes enmendar los versos acoplados en larag tiramira, si en algo erró la mano infiel. Ejerce ahora tu autoridad; tienes derecho a castigar la culpa si alguno de tus alumnos ha sido remiso en trazar sus rasgos en tu cuerpo.
Así jugaban los niños por los miembros del maestro...."
Tras horas de agónicas torturas, lacera y desmembrado, el profesor falleció.
Se llamaba Casiano de Imola, y vivió a finales del siglo II dC en el Imperio romano.
Narra la venganza infantil el poeta hispano Prudencio, de Calahorra, en su libro Peristephanon, IX, dedicado a mártires, de finales del siglo III dC.
Casiano no fue el único profesor torturado.
Estoy sentado ante un ordenador en un despacho. Detrás mío, y a u n lado, una biblioteca. Sobre la mesa, dos pilas de libros en equilibrio inestable, una pila de papeles y carpetas varios, fotografías, correspondencia por contestar, el móvil, altavoces, un micrófono, una impresora, una lámpara encendida bajo la cual, agenda abierta con anotaciones para impartir la clase. Puedo desplazar la silla y moverme.
Van a dar las tres de la tarde. Enciendo el ordenador y activo el programa (GoogleMeet) que la Universidad nos proporciona para impartir clases virtuales. Las clases presenciales están prohibidas.
Poco a poco sobre la pantalla, o quizá detrás, se imprimen o se incrustan pequeños rectángulos que enmarcan los rostros de aquellos estudiantes que tienen la cámara encendida. A medida que se suman a la clase, el tamaño de lo rectángulos disminuye hasta componer una densa trama, en la que los últimos adscritos no pueden sumarse. Son invisibles.
Mi vista observa desde lo alto la pantalla del ordenador inclinada. Tengo una vista panorámica de una treintena de rostros (de un total de unos cincuenta). Los estudiantes apenas se mueven; aunque lo hicieran el programa sólo capta amplios movimientos. Sus rostros filmados se asemejan a fotografías. No miran -no miramos- a la cámara sino a la pantalla o al teclado. Todos tenemos la vista gacha. El cruce de miradas, incluso a través de una pantalla, no es posible.
Y, de pronto, los estudiantes se convierten en cabezas decapitadas, en trofeos de guerra, encerrados en cajas con una cara de cristal. Miran desde detrás de una cárcel de vidrio. Parecen presos, entregados al profesor. No se mueven porque no tienen espacio para moverse. Su rostro está casi pegado al cristal. Se asemejan a víctimas propiciatorias. No hablan y tienen los ojos bien abiertos, casi desorbitados, que mira muy por debajo de la cámara de sus ordenadores. Rostros lívidos, empalidecidos por la lívida luz del ordenador, que parecen contener la respiración, con leves movimientos espasmódicos o robóticos. La imagen es casi patética. Hablo a prisioneros que no pueden escapar.
Y, cuando llega la hora, y la clase termina, mi dedo mueve el cursos hacia la pequeña imagen de un teléfono y, de un golpe, hago desaparecer, a voluntad, a los estudiantes, que se pierden al momento, abducidos hacia el interior del ordenador.
Nunca un profesor ha tenido tanto poder, y un poder tan inútil; un poder de vida o muere, haciendo aparecer y desaparecer rostros pálidos y enclaustrados, en espacios que no les dejan casi respirar. Casi no da tiempo de despedirse; hasta la clase siguiente o hasta siempre.