lunes, 2 de noviembre de 2020

¿Meet (Encuentro)?

Estoy sentado ante un ordenador en un despacho. Detrás mío, y a u n lado, una biblioteca. Sobre la mesa, dos pilas de libros en equilibrio inestable, una pila de papeles y carpetas varios, fotografías, correspondencia por contestar, el móvil, altavoces, un micrófono, una impresora, una lámpara encendida bajo la cual, agenda abierta con anotaciones para impartir la clase. Puedo desplazar la silla y moverme. 

Van a dar las tres de la tarde. Enciendo el ordenador y activo el programa (GoogleMeet) que la Universidad nos proporciona para impartir clases virtuales. Las clases presenciales están prohibidas.

Poco a poco sobre la pantalla, o quizá detrás, se imprimen o se incrustan pequeños rectángulos que enmarcan los rostros de aquellos estudiantes que tienen la cámara encendida. A medida que se suman a la clase, el tamaño de lo rectángulos disminuye hasta componer una densa trama, en la que los últimos adscritos no pueden sumarse. Son invisibles.  

Mi vista observa desde lo alto la pantalla del ordenador inclinada. Tengo una vista panorámica de una treintena de rostros (de un total de unos cincuenta). Los estudiantes apenas se mueven; aunque lo hicieran el programa sólo capta amplios movimientos. Sus rostros filmados se asemejan a fotografías. No miran -no miramos- a la cámara sino a la pantalla o al teclado. Todos tenemos la vista gacha. El cruce de miradas, incluso a través de una pantalla, no es posible. 

Y, de pronto, los estudiantes se convierten en cabezas decapitadas, en trofeos de guerra, encerrados en cajas con una cara de cristal. Miran desde detrás de una cárcel de vidrio. Parecen presos, entregados al profesor. No se mueven porque no tienen espacio para moverse. Su rostro está casi pegado al cristal. Se asemejan a víctimas propiciatorias. No hablan y tienen los ojos bien abiertos, casi desorbitados, que mira muy por debajo de la cámara de sus ordenadores. Rostros lívidos, empalidecidos por la lívida luz del ordenador, que parecen contener la respiración, con leves movimientos espasmódicos o robóticos. La imagen es casi patética. Hablo a prisioneros que no pueden escapar.

Y, cuando llega la hora, y la clase termina, mi dedo mueve el cursos hacia la pequeña imagen de un teléfono y, de un golpe, hago desaparecer, a voluntad, a los estudiantes, que se pierden al momento, abducidos hacia el interior del ordenador.

Nunca un profesor ha tenido tanto poder, y un poder tan inútil; un poder de vida o muere, haciendo aparecer y desaparecer rostros pálidos y enclaustrados, en espacios que no les dejan casi respirar. Casi no da tiempo de despedirse; hasta la clase siguiente o hasta siempre.

   

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