“Sé un ingeniero, sé real
Sesiones informativas virtuales....”
Recuerda los anuncios de fabadas caseras de lata....
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Aunque le llamaban marqués -el divino marqués-, Donatien Alphonse François de Sade era conde.
Los nobles tenían fama de libertinos; aunque el marqués de Sade tenía q un sirviente encargado de buscarle jóvenes mujeres mendicantes o viudas en la miseria para satisfacerle, y era un asiduo cliente de burdeles, no fueron sus costumbres lo que lo llevaron reiteradas veces a la cárcel -donde pasaría la mitad de su vida-, de la que su influyente familia lograba sacarlo a cada vez, sino las amenazas de muerte y el cruel maltrato al que sometió a una sirviente desesperada.
Tras su última salida de entre rejas, era otro, uno de los grandes escritores europeos (cómo dijo agudamente Simone de Bouvoir) , que logró un prodigioso objetivo: ser el escritor que mejor construyó unos textos, maravillosamente escritos con una lengua a la altura de los himnos y plegarias religiosos más elevados, que no se pueden leer. Francisco de Sade llevó la escritura hasta los límites de la imaginación. No se podía contar nada más transgresor ni violento y obsceno, porque nada más extremo se podía imaginar. Mostró que no podemos imaginar nada que no podamos contar , oralmente o por escrito; que la escritura es el instrumento de la imaginación, que sin el arte de la escritura, pulida, acerada, medida, justa y ajustada, somos incapaces de imaginar nada. Y lo que Francisco de Sade imaginó no se puede leer; el texto está ahí, delante de nosotros, y es inimaginable. Como Georges Bataille con su texto La historia del ojo, Francisco de Sade llegó hasta la frontera. Ya no cabían imaginar situaciones más crueles y orgásmicas porque no se hallaban palabras ni giros estilísticos y gramaticales capaces de explorar y expresar territorios que sin duda no existían más allá de lo ya contado. Más allá de la palabra solo quedaba el estertor, impronunciable, indecible, imposible de escribir o transcribir. El proyecto de Francisco de Sade, llevado a cabo y logrado gracias al dominio de la lengua, el vocabulario, y la técnica de la escritura, tras incesantes, inacabables ejercicios de composición, de escritura y correcciones, de textos que no dejaban de ser borradores una y otra vez retomados y remozados, es quizá el proyecto más ambicioso y extremo por explorar y recorrer el mundo que la imaginación, es decir, la escritura, dibuja y compone. Este plan de vida fue concebido en la cárcel. Francisco de Sade murió, anciano, en un residencia psiquiátrica donde poseía sus aposentos y vivía cómodamente. Ya nunca más amenazó ni maltrató. Pero el marqués de Sade era uno de los hombres más cultos, inteligentes y entregados a la tarea de la escritura. Supo que la libertad de expresión no existe tal como la concebimos porque la expresión no es libre: exige una vida de trabajo hasta dejar de ser libre, hallar sus límites, y trazar los contornos de lo que podemos imaginar, es decir, contar. No podemos contar, cantar, creyéndonos libres, sin saber de las cadenas del lenguaje. La libertad de expresión exige el más arduo encadenamiento a las exigencias se la escritura que nos impide escribir de cualquier modo sobre cualquier cosa so pena de no contar nada más que banalidades. Un escritor libre no puede levantarse de la silla atenazado por un estilete. Su proyecto de vida consiste en aceptar el reto que la escritura le plantea. La imaginación, como las palabras, tiene límites a los que casi nunca se llega siquiera con una vida de dedicación. Francisco de Sade sí lo logró: lo contó. Pero es casi imposible seguirle.
Corría el año 649 cuando aún no se sabía que sería antes de Cristo. Cuatro mil quinientos años habían pasado desde la instauración de las primeras instituciones políticas y culturales que aún rigen, desde la monarquía hasta la jerarquía eclesiástica. La escritura cuneiforme se empleaba desde mediados del cuatro milenio, y la lengua sumeria era una lengua de cultura y diplomática que no se hablaba desde hacía más de un milenio y medio. El emperador asirio Asurbanipal era consciente que la cultura mesopotámica lenta pero irremediablemente se deformaba y se pedía. Aunque Asurbanipal se vanagloriaba de ser capaz de leer textos escritos en los albores de la escritura y de hablar lenguas muertas que ya nadie hablaba ni entendía, era también consciente que los mitos y los ritos ancestrales se perdían: las historias fantásticas y aleccionadoras ya no se conocían ni se recordaban, o no se entendían. Tampoco se transmitían oralmente. Todas las lecciones, los conocimientos del pasado estaban desapareciendo. Asurbanipal también sabía el alcance de la pérdida irreparable. El desconocimiento de esas historias que mantenían unidad a las comunidades, fascinadas por los poetas ambulantes que iban de corte en corte, de calle en calle, conllevaba que el pasado, siempre magnificado -el tiempo de los mitos y los orígenes constituía la Edad de Oro- , dejaba de ser un referente, sin que ningún otro tiempo lo sustituyera. Las comunidades, toda una cultura quedaban desorientadas, sin modelos ni asideros, sin poder hallar respuestas en el pasado a las preguntas del presente.
Fue entonces cuando Asurbanipal mandó a centenares de escribas por toda Mesopotamia para recoger los últimos rescoldos de un pasado casi extinguido y fijarlo para siempre en relatos escritos sobre tablillas. Mitos, leyendas, fabulas, historias, poemas, reflexiones, normas, decretos, toda clase de relatos, que hasta entonces se habían transmitido oralmente, y que ya se habían puesto por escrito en lenguas que ya no se conocían, fueron transcritos por vez primera o vueltos a transcribir, y almacenados en una de las primeras, y más grandes bibliotecas de la historia. Cuando los restos de dicho edificio fueron desenterrados, en el norte de Iraq, a mitad del siglo XIX, se rescataron unas treinta mil tablillas de arcilla que los incendios habían endurecido. Seguramente, la biblioteca imperial contenía un número aún mayor de tablillas. Solo una parte ha sido estudiada y descifrada.
Una reflexión similar dio lugar a la biblioteca de Alejandría. En el siglo III aC, la cultura griega arcaica y clásica empezaba a quebrarse, y el número de textos -literarios, poéticos y filosóficos- empezaba a ser inmanejable. Los faraones ptolemaicos ordenaron que eruditos escogieran qué textos debían pasar a la posteridad y establecieran ediciones definitivas que serían copiadas en varios ejemplares y guardados, se pensaba que para siempre, en la biblioteca, que un incendio, casual o provocado, destruyó dos siglos más tarde.
Las bibliotecas nos parecen centros vivos de cultura, pero son depósitos de culturas agonizantes. Las bibliotecas existen y son necesarias porque el pasado se desvanece, un pasado que consideramos debe ser preservado, con la ilusión que nos podrá aleccionar sobre cómo actuar y pensar; también por el placer de conocer los errores y aciertos de los seres del pasado. Las bibliotecas mantienen vivos textos moribundos. Una visita a una biblioteca constituye un salto en el tiempo. De pronto, en una biblioteca, inevitablemente silenciosa, vacía, al sentarnos rodeados de libros que hemos buscado por estanterías que a veces se adentran por corredores subterráneos interminables, o se disponen en estantes en las alturas a las que se llega por pasarelas suspendidas en el vacío, y que vamos abriendo, cambiamos de tiempo y de espacio. Estudiar en una biblioteca es como meditar ante un monumento funerario, un túmulo o una lápida en un cementerio. Nos damos cuenta de lo que tuvimos y fuimos, y de lo que hemos perdido. Textos ilegibles por la grafía y la lengua, cuyos referentes se desconocen y que solo se recuperan parcialmente tras esfuerzos a menudo infructuosos. Una biblioteca nos da la medida de la cortedad de la vida humana y de su riqueza, de cómo seres del pasado, de vidas aún más breves que las nuestras, fueron acumulando saberes que ampliaron el mundo conocido, y que se hubieran derrumbado o habrían enmudecido si la biblioteca no los hubiera rescatado y preservado.
Hoy, los descubrimientos tienen lugar no en el exterior, sino en el interior de una biblioteca. La apertura de un libro que nadie hasta entonces ha ojeado, deja caer o muestra, plegado, pegado a veces al interior de la portada, un manuscrito más antiguo, perdido, desconocido. Recuerdo que le lectura de un ejemplar de la Geografía del autor griego Estrabón, en una edición de gran formato de principios del siglo XIX, en la biblioteca de la Universidad de Barcelona, a finales del siglo XX, reveló, insertado entre dos páginas, una carta cuidadosamente plegada: el papel era de calidad. La hoja, inmaculada, como si el tiempo no la hubiera manchado. Fue escrita a finales del siglo XVIII. Estaba firmada por el cónsul Napoleón Bonaparte. No estaba clasificada. Desde entonces, nadie había abierto el libro.
La biblioteca acoge a libros que mayoritariamente nadie ha leído ni nadie leerá. Como lápidas con los nombres grabados de desconocidos, ante las que nadie se detiene y se inclina, las estanterías y los armarios acogen prietas filas de libros enmudecidos. Una biblioteca encierra voces calladas que nadie escucha ni nadie ha escuchado salvo el autor -si estaba vivo cuando el libro fue impreso o copiado. Pero la biblioteca no acalla las voces. Quien avanza la mano y coge un libro sabe que, al abrirlo, la voz volverá a incitar al dialogo callado, que aceptaremos o no.
Hoy, cuando el pasado produce indiferencia, se abren bibliotecas sin libros: instituciones que creen que el presente, siempre cambiante es lo que nos puede producir una ilusión de vida constantemente renovada -pero ciega, sin la luz, por mortecina y desconocida que sea, que el pasado aporta. La biblioteca es el lugar donde se parte, con escasas posibilidades de éxito, y con un camino tan largo y desconcertante que causa vértigo, intuyendo que nuestra vida es demasiado corta para concluir una tarea semejante, a la búsqueda del tiempo perdido.
El imaginario de la creación en Oriente y Occidente se sustenta en el poder de la palabra. Los seres "son" porque fueron llamados. El Verbo hizó que las cosas amanecieran -hasta entonces invisibles o inexistentes. Fueran antes o estuvieren ya presentes, el mundo se pobló -se animó- a la llamada del Verbo. Antes, el vacío.
La palabra es efectiva. Incide en el mundo. Dictamina y lo altera. Cuántos mitos cuentan como gracias a unas palabras, enunciadas o cantaban, el mundo se transformó. Desde que Orfeo amansaba a las fieras hasta los gemelos griegos Zeto y Anfión que construyeron las murallas de Tebas gracias al canto, capaz de alzar, desplazar y colocar en el sitio ebido a los sillares, la palabra tiene autoridad. Es la autoridad (la autoridad, como el autor -palabras emparentadas-, son medios para, literalmente -augere, en latín, significa aumentar: bienes, riquezas, vida-, engrandecer el mundo).
Aun hoy, juramos o prometemos solemnemente: nuestra palabra tiene la capacidad de encauzar el destino y determinar lo que haremos y seremos. El poder de la palabra afecta al tiempo pasado, presente y futuro. Los conjuros y las promesas despiertan a los fantasmas del pasado y dan cuerpo a las ilusiones. Faltar a la palabra dada es el peor daño que se pueda cometer. Una palabra mal dada es una puñalada, por que destruye la creencia en un futuro mejor; solo genera dudas y suspicacia. Una palabra no cumplida levanta muros de incomprensión.
Pero no existe un único mundo, profano, prosaico. El mundo de la imaginación, el mundo poético, tiene tanta "verdad", existe "realmente" como aquél. Un mundo paralelo, a veces construido a imagen del mundo de cada día, pero donde rigen unas leyes y moran unos seres que no tienen siempre cabida en el espacio delante del espejo. Es un mundo que la palabra crea, evoca y desvela. Lo que allí suscita, fascina u horroriza. Se instituye como un universo que dobla el nuestro, o se instituye como un modelo o una caraicatura. Pero, desde luego, es un mundo que existe independientemente del nuestro, con sus propias normas, y al que accedemos con los sentidos, la imaginación o el sueño.
No todas las palabras tienen esta capacidad creadora. No todas las palabras son poéticas (en el sentido literal de la palabra poesía: hacedoras, engendradoras, modeladoras de una realidad que hasta entonces no existía). La palabra poética responde a una lógica distinta de la lógica cotidiana. No puede ser juzgada desde los criterios qu rigen en nuestro mundo. Ya Aristóteles sabía que la muerte horrísona se transfigura en el mundo de la ficción. La palabra poética es capaz de hacer soportable los actos más cruentos, inaceptables en la vida real. Nadie acepta una Crucificción, pero la imagen poética y plástica del crucificado preside las alcobas como un signo ante el que nos signamos.
Si la palabra poética crea mundos y la palabra enunciada en un ritual o ceremonia incide en el mundo, esta incidencia puede ser benéfica o maléfica. Las palabras no se enuncian en vano. El viento no se las lleva; afortunadamente, porque ya no tendría sentido hablar o cantar, porque la comunicación sería inútil o sin sentido. No dar crédito o fe a las palabras, no reconocer que son un poderoso medio creativo o destructivo nos lleva al retraimiento, la soledad, la muerte. Debemos saber, medir lo que decimos. Hablar mal de algo o alguien socava la confianza, destruye, con una efectividad mayor que la espalda. Un muerto en guerra es recordado para siempre: la palabra lo mantiene en vida. Un repudiado, es un muerto en vida, del que ya nadie hablará. Todos recordamos a Aquiles. ¿Quien se acuerda de Tersites?
Quizá hayamos confundido hoy la palabra con la palabrería
“Construimos ruinas, y la ruina construida
Solo lo es para la ruina....”
Para el gran poeta bagdadí medieval toda construcción no solo es una ruina en potencia sino que, como la ancianidad en los ojos velados de un joven, deja transparentar ya la ruina que será.
Solo construimos lo que no será.