Hasta el siglo VI aC, en la Grecia antigua, ningún poeta se hubiera atrevido a considerarse un creador; seguramente, ni siquiera podían imaginarse que eran los autores de un poema. Tanto Homero como Hesíodo, para poder iniciar una composición, invocaban a las Musas. Estas diosas, hijas de Mnemosyne, la diosa de la Memoria, era quienes dictaban a los poetas lo que tenían qué contar y cómo tenían que narrar. El poeta era un transmisor de lo que se le dictaba, y actuaba de portavoz humano de las diosas. En ningún caso, se atribuía la responsabilidad de lo enunciado.
Homero y Hesíodo son los únicos poetas cuyas poesías se han conservado íntegramente, al menos un cierto número de aquéllas. Hayan existido o no -su existencia sigue suscitando debates-, estos poetas nunca escribieron -e insiste en el verbo escribir- los textos que se les atribuyen. Se trataba de versiones o interpretaciones de mitos, engarzados de tal manera que componían un relato articulado y bien compuesto. Las historias no habían sido imaginadas por ellos, sino tomadas de un conjunto de relatos del pasado transmitidos oralmente, y las mismas obras de Homero y Hesíodo fueron composiciones orales a partir de historias ya existentes. Dichas interpretaciones no eran creaciones personales sino que eran consideradas por los oyentes y los poetas como enunciados divinos verbalizados por vates humanos. Es posible incluso que Homero hubiera sido un miembro de una corte a la que contaba lo que ésta quería oír, historias de un pasado memorable, legendario.
Sin embargo, este consideración del poeta y de su obra cambió en la Edad arcaica griega. Así como en épocas precedentes, se creía que el talento, la personalidad, las habilidades compositivas del poeta en nada incidían en la composición del poema, cuya responsabilidad recaía enteramente en poderes sobrenaturales, en las ciudades, lejos del tiempo de las cortes reales, la poesía empezó a ser considerada como una creación humana, para la cual, en este caso, el saber y el talento eran imprescindibles, so pena de dar a luz a una composición olvidable o risible.
Fue la primera vez que, en Grecia, el ser humano empezó a sentirse como un autor a parte entera. Era el responsable de lo que ya no solo contaba sino que escribía. Fue también en esta época, hacia el siglo VI aC, cuando las obras de Homero y Hesíodo, hasta entonces transmitidas oralmente, fueron fijadas por escrito, dando lugar a una versión canónica, que debía respetarse al pie de la letra. Las interpretaciones libres de los poetas y los rapsodas, que atendían a los deseos de los oyentes, dejaron de ser de recibo. El texto se volvió canónico, y las versiones que se alejaban de él, inadmisibles. En tanto que creaciones humanas, los poemas se convirtieron en obras que se transmitían previo pago. El poema estaba a la venta. Solo se conocía tras una transacción comercial debidamente satisfecha -que aún impera hoy.
Mas, ¿qué ocurría con las Musas? ¿Se dejó de creer en ellas o, cuanto menos, en su capacidad creativa?
Entre la autoría divina, en la que el poeta o el rapsoda no intervenía, y la autoría humana que permitía que el poeta se sintiera plenamente responsable de lo que escribía -y podía, por tanto, ser alabado o penalizado en función de lo que narraba-, fue Aristóteles, en el siglo IV aC, que halló una mediación.
Platón se burlaba de la ignorancia o del cinismo de los poetas que afirmaban que no responsables de lo que componían, sino que las Musas eran quienes les obligaban a escribir ciertas cosas, como si los poetas fueran unos irresponsables.
Aristóteles, en cambio, reconocía que la idea de un poema era sobrenatural. Las Musas inspiraban en el poeta el deseo de componer. Mas era éste quien ponía voz a estas imágenes mentales. Sin su intervención, las imágenes comunicadas por las Musas enmudecían. No llegaban a los oídos o los ojos de los oyentes y los lectores. Se requería el esfuerzo, la dedicación y el buen hacer del poeta para para dar cuerpo, para verbalizar y poner por escrito, para comunicar las calladas sugerencias divinas.
La capacidad de versificación se adquiría. Exigía adiestramiento. Se trataba de una técnica que con esfuerzo y constancia estaba al alcance de cualquiera, si bien existían personas más entregadas o esforzadas. La inspiración divina, por el contrario, necesitaba de unas aptitudes innatas, que no requerían cultivarse.
El don resultaba de la presencia destacada de uno de los cuatro humores cuya mezcla constituía la naturaleza humana. Este humor, el humor melancólico o la Melancolía, predisponía a la tristeza, pero también a la salida de uno mismo, a la evasión, al contacto con lo que se hallaba más allá de las limitaciones humanas. Un planeta, lento, pesado, Saturno, influía en el ánimo, y permitía que el poeta se ensimismara y estuviera predispuesto a cerrar los ojos a la realidad terrenal para abrir los ojos del alma a influjos sobrenaturales.
Las Musas, por tanto, se dirigían a quienes estaban capacitados para escucharlas, a quienes hacían oídos sordos a la palabrería habitual, a la cháchara humana. Los consejos, las visiones, los secretos, las revelaciones comunicadas por las Musas a las almas sensibles necesitaban entonces de una mana diestra, adiestrada para verter en las palabras adecuadas, acompasadas, los fulgores de la intuición o de la inspiración sobrenatural.
El dilema entre la autoría divina y la humana se resolvió, de modo sorprendente dos mil años más tarde. Un teólogo italiano barroco (condenado a la hoguera por su exaltación de la capacidad humana por transcender sus límites, lo que igualaba a los hombres con los dioses), Giordano Bruno, enunció que solo las obras divinamente inspiradas tenían sentido y razón de ser. Las que, por el contrario, resultaban del esfuerzo humano tenían interés pero no eran ejemplares. Sin embargo, la inspiración de los poetas ya no provenía de lo más alto, sino de lo más recóndito: del alma humana, de la morada interior, en palabras de Teresa de Jesús. Mas no todas las almas eran capaces de generar ideas brillantes. Solo las almas de las personas predestinadas cumplían esta función.
Una facultad anímica, el genio -que solo los melancólicos poseían-, producía iluminaciones que deslumbraban. El genio era innato. Y no se cultivaba. Se trataba de un faro que permitía al poeta, y al artista en general, ver mucho más lejos que el común de los mortales, y tener intuiciones de lo que vendría. Pero, a diferencia de lo que Aristóteles sostuvo, el genio no requería la colaboración de una mano diestra. No necesitaba del esfuerzo por aclarar una intuición y plasmarla en un papel. La intuición, cazada al vuelo, ya era un poema. Su enunciación podía ser confusa, y escasamente desarrollada; irregular, imprecisa, incompleta, desequilibrada, pero luminosa y sorprendente.
Una mano humana que hubiera querido limar asperezas, interviniendo en la composición de los versos, hubiera echado a perder la singularidad de la obra, homogeneizada, reducida a patrones conocidos y previsibles. Como creían Homero y Hesíodo, los poemas solo podían ser obras sobrenaturales, pues su carácter celestial ya no venía del cielo sino del alma, el alma de un creador que le impelía a componer como las Musas, unas obras que no parecían obras de este mundo, y que causaban admiración y estupefacción porque no respondía a nada conocido.
Con la aparición de la noción de genio -una noción moderna, trabajada a partir de nociones de la antigüedad-, el poeta se equiparaba con la divinidad, y sus obras resplandecientes, enigmáticas, incomprendidas incluso, respondían por él. El esfuerzo daba frutos muy pobres. Pero era lo único que tenían los que carecían de genio, que, por el contrario, permitía que los "genios" compusieran como quien respira, obras que parecían surgir de la nada, como si fueran regalos del alma.
Esta concepción de la autoría ha llevado a muchos excesos. Genios han habido y hay muy pocos. Endiosados, muchos.