lunes, 5 de septiembre de 2011

LA ÚLTIMA CASA EN MESOPOTAMIA



Quizá la visión que los egipcios tenían del más allá no fuera tan luminosa como la que expresaban (o hemos querido interpretar), pero lo cierto es que poco tenía que ver con la imagen que los sumerios (y los mesopotámicos, en general) se hacían del mundo de los muertos.

El infierno sumerio parece un infierno medieval (lo que no es casual ya que tanto debe al imaginario funerario del Próximo Oriente Antiguo): gusanos, larvas, espectros, toda la gama de los causantes de horrores y pesadillas se conjugan en el universo de las tinieblas.

Los muertos desencarnados “viven” una “vida” aletargada entre sombras. Quien penetra en el infra-mundo no regresa; se va despojando de todas sus ataduras terrenales hasta convertirse en un espectro torturado. Los mismos dioses celestiales que se atrevieron a franquear el umbral del infierno perdieron todos sus poderes y atributos. Seres monstruosos acechan a los difuntos.

Frente a la riqueza de las tumbas nobles y reales egipcias, las sumerias solo contienen un pobre ajuar funerario, como si ya se anticipara la misérrima “vida” que aguarda al difunto. La humedad reinante y el nivel freático tan alto contribuían a la imagen deprimente del más allá: todo se pudría.

Por eso, sorprendieron las riquezas de las llamadas tumbas reales. En 1927, tras cinco años de excavaciones (que se prolongarían hasta 1934), el arqueólogo inglés Woolley (junto con Mallowan, segundo esposo de Ágata Christie), halló, casi al mismo tiempo que el egiptólogo Carter descubría la riquísima tumba de Tutankhamon en Egipto, dieciséis tumbas (de un cementerio que contenía unas dos mil modestas sepulturas), cerca del zigurat de la ciudad de Ur. Datadas del 2500 aC, contenían un gran número de cámaras funerarias subterráneas, en varios niveles, bien construidas, con bóvedas, en el que fueron enterrados reyes y reinas (no siempre conocidos), junto con un notable ajuar funerario: joyas y vasijas de oro y plata, instrumentos musicales –arpas, decoradas con cabezas de toro, símbolo de Utu, el dios-sol, a fin que ilumine y guía a los difuntos en las tinieblas circundantes-, vasijas de piedras duras. Los acompañaban un gran número de personas ejecutadas, familiares, guardias y servidumbre, sin duda, para acompañar y velar el tránsito de los difuntos. Es el único caso de sacrificio humano hallado en Sumer.

Hoy se piensa que todas esas riquezas no habían sido depositadas para hacer la “vida” en el más allá más placentera, ni para prolongar el esplendor de la corte, sino que servían para que los difuntos comprasen la benevolencia de los poderes infernales, lo que expresaría el terror ante lo que esperaba a quienes partían.

Las riquezas se repartieron entre los museos de Bagdad (Museo Nacional, creado para acoger precisamente los tesoros de Ur), Filadelfia (UPennMuseum) y Londres (Museo Británico) de manera más o menos equitativa.





EL MUNDO DE LOS MUERTOS EN LOS TEXTOS

Enkidu, el escudero de Gilgameš, tiene un presagio: se ve arrastrado al mundo de los muertos, como así aconteció al poco tiempo. Enkidu vio como la muerte

“llevándome preso, me metió en la Mansión de las Tinieblas, en la residencia de la Ir-kalla (la Ciudad Grande, la Ciudad de los mil muertos),

La mansión de la que quien entra ya no sale,

Un viaje cuya ida no tiene vuelta,

La mansión cuyos habitantes carecen de luz,

Donde el polvo es su alimento y su comida, el barro.

Van vestidos, como un pájaro, con ropajes de plumas,

Y no ven luz alguna, viviendo entre tinieblas”

(Epopeya de Gilgamesh, rey de Uruk, VII, 185-191, ed. y trad. de Joaquín Sanmartín, Trotta, y Ediciones de la Abadía de Montserrat, Madrid y Barcelona, 2005, p. 212)



Apareciéndose ante Gilgamesh, que inquiría acerca de lo que acontecía en la Gran Ciudad (en Inframundo, el espectro de su amigo Enkidu confesaba:

“(mi cuerpo), como un vestido viejo se lo comen las larvas; mi cuerpo que acariciabas y te alegraba el corazón,

como una grieta del suelo está lleno de tierra”.

(Ibid, XII: 97-98)



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