lunes, 19 de septiembre de 2011

CAMPO Y CIUDAD (EN SUMER)

Acaso el medio fuera muy agresivo. La tierra era fértil; el agua abundante, y los juncos, con los que trenzar cobertizos, fortalecer muros de barro y alimentar a los rebaños, inextinguibles; pero las inundaciones, causadas por el escaso desnivel de las tierras, a nivel del mar, eran destructivas; la costa, incierta: el mar subía y bajaba; el suelo, cargado de agua, limo y juncales, inestable, y el nivel freático, con aguas salobres que asolaban las tierras cultivables, casi en la superficie. El cauce de los ríos, siempre cambiante, llevaba a que el desierto rondara siempre Sumer.

Ante esas condiciones, los humanos decidieron protegerse del entorno. La mejor manera de romper con él fue la invención de ciudad. El espacio urbano agrupa a quienes ya no viven, no quieren vivir de la tierra que otros, los campesinos, cultivan.

Como escribe claramente el gran sumerólogo francés Jean-Pierre Huot, la ciudad es una creación artificial: un espacio ideal, ordenado por los dioses (y los hombres). No está en conexión con la tierra, no brota de ella, sino que la explota, la somete y al mismo tiempo se defiende de ella. Vive de -no con- ella.

La escritura aparece lógicamente en la ciudad. Algunos filósofos han sostenido que las sociedades antiguas eran distintas a las modernas porque creían en la identidad entre las cosas y las palabras que las nombras. Sin duda, una mirada condescendiente hacia los hombres del pasado; una mirada de filósofos marcados por la interpretación del Antiguo Testamento (para el que las cosas son el nombre que Yavhé les concedió).

Quizá en la prehistoria los mesopotámicos creyeran en el poder creador de la palabra oral. Nunca lo sabremos. Pero la invención de la escritura fue otro medio para apartarse de la naturaleza y crear un mundo propio, artificial, a mano y controlable por el hombre.

Como nosotros, los sumerios creían que los nombres propios reflejan la personalidad del individuo, y que los nombres de los dioses no debían pronunciarse en vano. Mas sabían que las palabras, orales y escritas, eran una convención. Para los mesopotámicos, la escritura fue una invención humana, no divina: Adapa, sabio pero mortal (pese a ser hijo del dios Enki), la transmitió a sus iguales. Muchas de las palabras polisilábicas sumerias se escribían con los signos de palabras monosilábicas utilizados no por lo que designaban sino solo por su valor fonético. La palabra, al menos la palabra escrita, no guardaba relación alguna con lo que designaba. Era una creación independiente del mundo natural.

Los mesopotámicos del sur crearon una cultura de ciudades y letras: vivieron entre techos y textos, precisamente para armarse contra el mundo, para no verlo. Cuando la realidad es demasiado dura, la ciudad compone un escenario seguro y las palabras recrean un mundo ilusorio y a la medida del hombre.

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