Al principio no pudieron distinguir nada en las tinieblas, porque ya la noche había espesado sus sombras sobre la llanura; pero de pronto se hizo un vivo resplandor por Oriente, y en la cima de la montaña apareció la luna, iluminando cielo y tierra con un parpadeo de sus ojos. Y a sus plantas llegó un espectáculo que les contuvo la respiración.
Estaban viendo una ciudad de sueño.
Bajo el blanco cendal que caía de la altura, en toda la extensión que podría abarcar la mirada fija en los horizontes hundidos en la noche, aparecían dentro del recinto de bronce cúpulas de palacios, terrazas de casas, apacibles jardines, y a la sombra de los macizos, brillaban los canales que iban a morir en un mar de metal, cuyo seno frío reflejaban las luces del cielo. Y el bronce de las murallas, las pedrerías encendidas de las cúpulas, las terrazas cándidas, los canales y el mar entero, así como las sombras proyectadas por Occidente, se mezclaban bajo la brisa nocturna y la luna mágica. Sin embargo, aquella inmensidad estaba sepultada, como en una tumba, en el universal silencio. Allá dentro no había ni un vestigio de vida humana. Pero he aquí que con un mismo gesto, quieto, destacaban se sobre monumentales zócalos altas figuras de bronce, enormes jinetes tallados en mármol, animales alados que se inmovilizaban en un vuelo estéril; y los únicos seres dotados de movimiento en aquella quietud, eran millares, de inmensos vampiros que daban vueltas a ras de los edificios bajo el cielo, mientras búhos invisibles turbaban el estático silencio con sus lamentos y sus voces fúnebres en los palacios muertos y las terrazas solitarias.
Cuando saciaron, su mirada con aquel espectáculo extraño, el emir Muza y sus compañeros, bajaron de la montaña, asombrándose en extremo por no haber advertido en aquella ciudad inmensa la huella de un ser humano vivo. Y ya al pie de los muros de bronce, llegaron a un lugar donde vieron cuatro inscripciones grabadas en caracteres jónicos, y que en seguida descifró y tradujo al emir Muza el jeque Abdossamad. Decía la primera inscripción:
"¡Oh hijo de los hombres, qué vanos son tus cálculos! ¡La muerte está cercana; no hagas cuentas para el porvenir; se trata de un Señor del Universo que dispersa las naciones y los ejércitos, y desde sus palacios de vastas magnificencias precipita a los reyes en la estrecha morada de la tumba; y al despertar su alma en la igualdad de la tierra, han de verse reducidos a un montón de ceniza y polvo!
Cuando oyó estas palabras, exclamó el emir Muza: "¡Oh sublimes verdades! ¡Oh sueño del alma en la igualdad de la tierra! ¡Qué conmovedor es todo, esto!" Y copió al punto en sus pergaminos aquellas frases. Pero ya traducía el jeque la segunda inscripción, que decía:
¡Oh hijo de los hombres! ¿Por qué te ciegas con tus propias manos? ¿Cómo puedes confiar en este vano mundo? ¿No sabes que es un albergue pasajero, una morada transitoria? ¡Di! ¿Dónde están los reyes que cimentaron los imperios? ¿Dónde están los conquistadores, los dueños del Irak, de Ispahán y del Khorassán? ¡Pasaron cual si nunca hubieran existido!
Igualmente copió esta inscripción el emir Muza, y escuchó muy emocionado al jeque, que traducía la tercera:
Igualmente copió esta inscripción el emir Muza, y escuchó muy emocionado al jeque, que traducía la tercera:
¡Oh hijo de los hombres! ¡He aquí que transcurren los días, y miras indiferente cómo corre tu vida hacia el término final! ¡Piensa en el día del Juicio ante el Señor tu dueño! ¿Qué fue de los soberanos de la India, de la China, del Sinaí o de Nubia? ¡Les arrojó a la nada el soplo implacable de la muerte!
Y exclamó el emir Muza: "¿Qué fue de los soberanos de Sinaí y de Nubia? ¡Se perdieron en la nada!" Y decía la cuarta inscripción:
¡Oh hijo de los hombres! ¡Anegas tu alma en los Placeres, y no ves que la muerte se te monta en los hombros espiando tus movimientos! ¡El mundo es como una tela de araña, detrás de cuya fragilidad está acechándote la nada! ¿A dónde fueron a parar los hombres llenos de esperanza y sus proyectos efímeros? ¡Cambiaron por la tumba los palacios donde habitan búhos ahora!
No pudo el emir Muza contener su emoción, y se estuvo largo tiempo llorando con las manos en las sienes, y decía: "¡Oh el misterio del nacimiento y de la muerte! ¿Por qué nacer, si hay qué morir? ¿Por que vivir, si la muerte da el olvido de la vida? ¡Pero sólo Alah conoce los destinos, y nuestro deber es inclinarnos ante Él con obediencia muda!" Hechas estas reflexiones, se encaminó de nuevo al campamento con sus compañeros, y ordenó a sus hombres que al punto pusieran manos a la obra para construir con madera y ramajes una escala larga y sólida, que les permitiese subir a lo alto del muro, con objeto de intentar luego bajar a aquella ciudad sin puertas.
No pudo el emir Muza contener su emoción, y se estuvo largo tiempo llorando con las manos en las sienes, y decía: "¡Oh el misterio del nacimiento y de la muerte! ¿Por qué nacer, si hay qué morir? ¿Por que vivir, si la muerte da el olvido de la vida? ¡Pero sólo Alah conoce los destinos, y nuestro deber es inclinarnos ante Él con obediencia muda!" Hechas estas reflexiones, se encaminó de nuevo al campamento con sus compañeros, y ordenó a sus hombres que al punto pusieran manos a la obra para construir con madera y ramajes una escala larga y sólida, que les permitiese subir a lo alto del muro, con objeto de intentar luego bajar a aquella ciudad sin puertas.
En seguida se dedicaron a buscar madera y gruesas ramas secas; las mondaron lo mejor que pudieron con sus sables y sus cuchillos; las ataron unas a otras con sus turbantes, sus cinturones, las cuerdas de los camellos, las cinchas y las guarniciones, logrando construir una escala lo suficiente larga para llegar a lo alto de las murallas. Y entonces la tendieron en el sitio más a propósito, sosteniéndola por todos lados con piedras gruesas e invocando el nombre de Alah comenzaron a trepar por ella lentamente, con el emir Muza a la cabeza. Pero se quedaron algunos en la parte baja de los muros para vigilar el campamento y los alrededores.
El emir Muza y sus acompañantes anduvieron durante algún tiempo por lo alto de los muros, y llegaron al fin ante dos torres unidas entre sí por una puerta de bronce, cuyas dos hojas encajaban tan perfectamente, que no se hubiera podido introducir por su intersticio la punta de una aguja. Sobre aquella puerta aparecía grabada en relieve, la imagen de un jinete de oro que tenía un brazo extendido y la mano abierta, y en la palma de esta mano había trazados unos caracteres jónicos que descifró en seguida el jeque Abdossamad y los tradujo del siguiente modo: "Frota la puerta doce veces con el clavo que hay en mi ombligo."
Aunque muy sorprendido de tales palabras, el emir Muza se acercó entonces al jinete y notó que efectivamente tenía metido en medio del ombligo un clavo de oro. Echó mano e introdujo y sacó el clavo doce veces. Y a las doce veces que lo hizo, se abrieron las dos hojas de la puerta, dejando ver una escalera de granito rojo que descendía caracoleando. Entonces el emir Muza y sus acompañantes bajaron por los peldaños de esta escalera, la cual les condujo al centro de una sala que daba a ras, de una calle en la que se estacionaban guardias armados con arcos y espadas. Y dijo el emir Muza: "¡Vamos a hablarles antes de que se inquieten con nuestra presencia!"
Se acercaron, pues, a estos guardias, uno de los cuales estaba de pie con el escudo al brazo y el sable desnudo, mientras otros permanecían sentados o tendidos. Y encarándose con el que parecía el jefe, el emir Muza le deseó la paz con afabilidad; pero no se movió el hombre ni le devolvió la zalema; y los demás guardias permanecieron inmóviles igualmente y con los ojos fijos, sin prestar ninguna atención a los que acababan de llegar y como si no les vieran.
Entonces, por si aquellos guardias no entendían el árabe, el emir Muza dijo- al jeque Abdossamad: "¡Oh jeque, dirígeles la palabra en cuantas lenguas conozcas!" Y el jeque hubo de hablarles primero en lengua, griega; luego, al advertir la inutilidad de su tentativa, les habló en indio, en hebreo, en persa, en etíope y en sudanés; pero ninguno de ellos comprendió una palabra de tales idiomas ni hizo el menor gesto de inteligencia. Entonces dijo el emir Muza: "¡Oh jeque! Acaso estén ofendidos estos guardias porque no les saludaste al estilo de su país. Conviene, pues, que les hagas zalemas al uso de cuantos países conozcas." Y el venerable Abdossamad hizo al instante todos los ademanes acostumbrados en las zalemas conocidas en los pueblos de cuantas comarcas había recorrido. Pero no se movió ninguno de los guardias, y cada cual permaneció en la misma actitud que al principio.
Al ver aquello, llegó al límite del asombro el emir Muza, sin querer insistir más; dijo a sus acompañantes que le siguieran, y continuó su camino, no sabiendo a qué causa atribuir semejante mutismo. Y se decía el jeque Abdossamad: "¡Por Alah, que nunca vi cosa tan extraordinaria en mis viajes!"
Prosiguieron andando así hasta llegar a la entrada del zoco. Como se encontraron con las puertas abiertas, penetraron en el interior. El zoco estaba lleno de gentes que vendían y compraban: y por delante de las tiendas se amontonaban maravillosas mercancías. Pero el emir Muza y sus acompañantes notaron que todos los compradores y vendedores, como también cuantos se hallaban en el zoco, se habían detenido, cual puestos de común acuerdo, en la postura en que les sorprendieron; y se diría que no esperaban para reanudar sus ocupaciones habituales más que a que se ausentasen los extranjeros. Sin embargo, no parecían prestar la menor atención a la presencia de éstos, y se contentaban con expresar por medio del desprecio y la indiferencia el disgusto que semejante intrusión les producía. Y para hacer aún más significativa tan desdeñosa actitud, reinaba un silencio general al paso de los extraños, hasta el punto de que en el inmenso zoco abovedado, se oían resonar sus pisadas de caminantes solitarios entre la quietud de su alrededor. Y de esta guisa recorrieron el zoco de los joyeros, el zoco de las sederías, el zoco de los guarnicioneros, el zoco de los pañeros, el de los zapateros remendones y el zoco de los mercaderes de especias y sahumerios, sin encontrar por parte alguna el menor gesto benévolo u hostil, ni la menor sonrisa de bienvenida o burla.
Prosiguieron andando así hasta llegar a la entrada del zoco. Como se encontraron con las puertas abiertas, penetraron en el interior. El zoco estaba lleno de gentes que vendían y compraban: y por delante de las tiendas se amontonaban maravillosas mercancías. Pero el emir Muza y sus acompañantes notaron que todos los compradores y vendedores, como también cuantos se hallaban en el zoco, se habían detenido, cual puestos de común acuerdo, en la postura en que les sorprendieron; y se diría que no esperaban para reanudar sus ocupaciones habituales más que a que se ausentasen los extranjeros. Sin embargo, no parecían prestar la menor atención a la presencia de éstos, y se contentaban con expresar por medio del desprecio y la indiferencia el disgusto que semejante intrusión les producía. Y para hacer aún más significativa tan desdeñosa actitud, reinaba un silencio general al paso de los extraños, hasta el punto de que en el inmenso zoco abovedado, se oían resonar sus pisadas de caminantes solitarios entre la quietud de su alrededor. Y de esta guisa recorrieron el zoco de los joyeros, el zoco de las sederías, el zoco de los guarnicioneros, el zoco de los pañeros, el de los zapateros remendones y el zoco de los mercaderes de especias y sahumerios, sin encontrar por parte alguna el menor gesto benévolo u hostil, ni la menor sonrisa de bienvenida o burla.
Cuando cruzaron el zoco de los sahumerios, desembocaron en una plaza inmensa donde deslumbraba la claridad del sol después de acostumbrarse la vista a la dulzura de la luz tamizada de los zocos. Y al fondo, entre columnas de bronce de una altura prodigiosa, que servían de pedestales a enormes pájaros de oro con las alas desplegadas, se erguía un palacio de mármol, flanqueado con torreones de bronce, y guardado por una cadena de guardias, cuyas lanzas y espadas despedían de continuo vivos resplandores. Daba acceso a aquel palacio una puerta de oro, por la que entró el emir Muza seguido de sus acompañantes.
Primeramente vieron abrirse a lo largo del edificio una galería sostenida por columnas de pórfido, y que limitaba un patio con pilas de mármoles de colores; y también se utilizaba como armería esta galería, pues se veían allá por doquier, colgadas de las columnas, de las paredes y del techo, armas admirables, maravillas enriquecidas con incrustaciones preciosas, y que procedían de todos los países de la tierra. En torno a la galería se adosaban bancos de ébano de un labrado maravilloso, repujado de plata y oro, y en los que aparecían, sentados o tendidos, guerreros en traje de gala, quienes por cierto, no hicieron movimiento alguno para impedir el paso a los visitantes, ni para animarles a seguir en su asombrada exploración...
En este momento de su narración, Sherezade vio aparecer la mañana, y se calló discreta.
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