Alentados por la búsqueda de pruebas en yacimientos mesopotámicos (Irak) de la supuesta veracidad de lo que la Biblia cuenta (aunque el descubrimiento, a finales del siglo XIX, que el texto del diluvio, dictado por Yavhé a Moisés, estaba directamente inspirado por un mito acadio, hizo tambalear la fe en la palabra -o la existencia- del dios hebreo, y en la historicidad del relato bíblico), la mayoría de los arqueólogos europeos y norteamericanos del siglo XIX y de principios del s. XX, buscaban y creían ver señales en los restos desenterrados.
Así, a finales de los años veinte, Woolley, el arqueólogo director de la misión arqueológica británico-norteamericana en la ciudad de Ur, en el sur de Irak, escribió una carta curiosa al director del Museo Británico, institución que co-financiaba la costosa y extensa misión.
Irak era, en principio, un país independiente, mas no había entrado aún en la Sociedad de las Naciones, por lo que Gran Bretaña, que había convertido el este del Imperio otomano en una colonia al acabar la Primera Guerra Mundial en 1918, se relacionaba con Irak a través del Colonial Office y no del Foreign Office, y no disponía de embajador en la capital iraquí, ya que no consideraba que su antigua colonia fuera un país independiente. La mayor parte de los altos cargos estaban en manos de británicos.
Sin embargo, todos los bienes hallados en los yacimientos arqueológicos tenían que repartirse equitativamente entre Irak y Gran Bretaña asociada a los Estados Unidos. El material se enviaba al Museo Nacional de Bagdad, y al Museo Británico de Londres. El reparto no estaba exento de tensiones. Todo el material, empero, tenía que ponerse sobre la mesa.
¿Ocurrió siempre así?
Woolley anunciaba que se había descubierto una tablilla escrita en acadio en la que se leía el nombre de Abraham (quien, según el Antiguo Testamento, había nacido en Ur, precisamente). Añadía (carta a Kenyon, director del Museo Británico, redactada en Ur, el 5 de diciembre de 1928):
"in the normal course of the events we -británicos- shall get all the tablets, but if there were a fuss in the papers, Baghdad would of course keep this one, and we need not invite that risk."
Kenyon contestó el 22 de diciembre desde Londres:
"with regard to the tablet which you mention, I think it is best to say nothing to anybody (subrayado en la carta mecanografiada) about it until it has been brought home for closer study."
Gran Bretaña esperaba quedarse con todas las tablillas escritas, y no solo con la mitad: no hacía falta exponerlas. Era obvio que una tablilla mencionando el nombre de Abraham hubiera constituído una noticia de portada de periódico (recordemos lo que aconteció cuando hace unos pocos años se anunció mundialmente que se había descubierto el sarcófago de Cristo en Jerusalén).
Ante esta revelación, Baghdad hubiera reclamado la tablilla (y hubiera quizá descubierto que todas las tablillas eran enviadas a Londres sin que las autoridades iraquíes fueran advertidas).
El nombre de Abraham fue un sueño: los arqueólogos creyeron leer lo que buscaban.
La anécdota, nimia o no, ilustra sobre algunas de las relaciones entre Europa, Norteamérica y el Próximo Oriente
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