El fotógrafo japonés Keiichi Tahara retrata la ciudad desde que se instaló en París en 1972. Su primera serie realizada encerrado en un desván que miraba al exterior tan solo a través de una ventana alta que apuntaba al cielo, cuando no tenía nada, y menos el valor de salir a las calles extrañas, estuvo dedicada a un elemento arquitectónico y urbano modesto: una ventana, la ventana de su habitación de criado, y ventanas de los alrededores. Tahara no fotografiada lo que se veía a través de la ventana -no se fija en monumentos ni en el bullicio de la calle-, sino a ésta: un ente al que no se presta atención, porque es invisible o transparente, que enmarca escenas pero no tiene presencia. Aquí la ventana es el motivo. Los cristales defectuosos, húmedos, mojados, empañados, juegan con la luz, el tema que, más allá de la ventana es lo que Tahara, desde hace más de cuarenta años persigue: la luz de la ciudad, la ciudad tallada por la luz que se abre las calles y se adentra por ellas, la luz que esculpe tejados y alisa fachadas. El vidrio cobra entereza, la ciudad adquiere la consistencia de las nubes, y la luz repiquetea contra los vanos. Las ventanas son vidrieras que la luz y la lluvia han creado. Pero, al mismo tiempo son fronteras que conectan visualmente los mundos, interior y exterior, al mismo tiempo que los transforman o los transfiguran. Nunca París fue tan hermosa -e inquietante- como a través de la ventana de Tahara. un París que solo existe entre el cielo y la lluvia atrapados por los cristales.
Una exposición antológica, Keiichi Tahara, escultor de la luz, en la Casa Europea de la Fotografía (Maison Européenne de la Photographie), en París, precisamente, hasta principios de noviembre, destaca a este retratista urbano tan distinto de los fotógrafos que tienen a la ciudad en el punto de mira del objetivo.
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