lunes, 27 de octubre de 2014

Memoria y deseo: exposición de arte sacro y profano en la galería Artur Ramón (Barcelona, 11 de noviembre de 2014- marzo de 2015)
































































 







Memoria y deseo es una exposición, por encargo de Artur Ramón, para su galería de arte y antigüedades en Barcelona, dedicada a la presentación de una colección de veinte piezas propiedad de la galería o gestionadas por ésta: pinturas, tallas y artes decorativas (cerámica, tejido, orfebrería) de arte sacro y profano, antiguo (románico, gótico, manierista y barroco), moderno (Casas, Nonell, Pinazo, Pradilla) y contemporáneo (Barceló), destinadas a la venta.
La muestra recrea un tipo de espacio sugerido por el carácter sagrado de una parte de las obras.


Texto de presentación del catálogo (en prensa):

MEMORIA Y DESEO

Las obras de arte hablan del ser humano. Sean de la cultura y la época que sean, y pertenezcan a uno u otro género artístico, son un reflejo de las vivencias de los hombres. Muestran cómo vivimos o cómo querríamos vivir, de qué manera nos situamos en el mundo. Ofrecen una mirada melancólica ante los sentimientos que embargan a los seres humanos por los efectos del paso del tiempo. Traducen en imágenes cómo los humanos expresamos lo que sentimos ante lo que afecta a nuestras vidas. Queremos retener la vida, pero solo podemos aspirar a ella a través de las imágenes. Estas tienen la capacidad de fijar el instante, de traducirlo y detenerlo, de mostrar qué ocurre con el paso del tiempo y, al mismo tiempo, escoger el mejor momento e interrumpir la inmisericorde rueda del tiempo. Son una victoria duradera sobre la muerte, la manera más eficaz de sobreponerse al olvido. Cuando el héroe mesopotámico Gilgamesh asumió que era un ser mortal, también descubrió que sus obras vivirían por él eternamente y darían fe de su presencia en la Tierra. Del mismo modo, el Dios cristiano asumió la condición mortal porque dejó su huella imborrable en todas las imágenes icónicas que reflejaron para siempre su tránsito por la vida.
Tenemos recuerdos de nuestras vidas y de las vidas ajenas. Pero esos recuerdos duran una vida. Solo su trasmisión o su fijación aseguran que lo que hemos visto, vivido o padecido no se pierde. Las obras de arte se convierten, así, en el receptáculo de nuestras impresiones y nuestros recuerdos. Conservan las imágenes de lo que fuimos y quisimos, así como los recuerdos de nuestros antepasados. Gracias a ellas podemos saber, o intuir al menos, qué imaginaron, qué vieron y cómo se vieron los seres humanos del pasado. También sabemos del paso de estos por la Tierra. La única huella que perdura son las imágenes que han producido: gráficas y textuales. Esas imágenes sí resisten el paso del tiempo. Son marcas imperecederas, recuerdos grabados perdurablemente —aunque el desgaste que las manos que las cogen o las rozan, y las miradas intensas, puedan acabar físicamente con ellas, agotar o pervertir su sentido.
Las obras de arte miran al pasado. Ponen ante nuestros ojos lo que tuvimos y lo que fuimos, nos permiten no olvidar lo que nos rodeaba y representaba. El arte tiene un componente funerario. Atestigua la fugacidad, pero también la detiene. Aunque la flecha del tiempo que transcurre por las obras también apunta al futuro. Estas obras no son solo una mirada velada sobre lo que perdimos, sino que también revelan a qué aspiramos. Las obras de arte son como un sueño. Acogen a las sombras del pasado —que cobran súbita e ilusoriamente vida—, pero también están pobladas de seres y enseres deseados; sin duda, de manera tan ilusoria como en los recuerdos. Las imágenes nos ofrecen lo que nos falta. Son figuras deseadas que nos colman. Eros, que azuza el deseo, es un semidiós siempre a la búsqueda de aquello que lo completaría. Con o ante ellas, ya nada deseamos. Extienden ante la vista hacia dónde vamos, y muestran lo que querríamos ser y obtener, antes que este acontecimiento tenga lugar: un milagro que solo se produce en la obra de arte, que le da pleno sentido y le otorga relevancia. En la realidad, la existencia y la posesión serían vanas o ridículas. Gracias a estas imágenes de formas y seres soñados, que al fin poseemos, el deseo cesaría si no aspiráramos siempre a algo más, que nos falta y que la obra de arte se apresta a proporcionarnos. El deseo no se da nunca por satisfecho, pues en ese caso ya no seríamos humanos: gozaríamos de todo lo que quisiéramos, una proeza solo al alcance de los dioses, que no necesitan obras de arte, pues nada precisan recordar ni desear. El tiempo, para los dioses, no pasa.
Memoria y deseo es una muestra de obras de arte y de artes decorativas europeas guardadas por Artur Ramon, muchas de ellas religiosas —cristianas: escenas bíblicas, de los Evangelios, una Crucifixión, imágenes de la Madre de Dios y de su Hijo—, desde la Edad Media hasta nuestros días. Revelan gustos y oportunidades. Se descubre una manera de mirar los objetos y lo que estos cuentan: historias sagradas a veces. Pese a su aparente diversidad, se establecen correspondencias entre obras o detalles de las mismas; se diría que emanan unas de otras. La presentación acentúa el mundo que componen y que las acoge, como si de un legado se tratara, al mismo tiempo que alude a la planta de un templo que invita a un recorrido, de lo profano —paisajes y retratos, algunos de reyes, a la manera de divinidades— a lo sagrado, hasta concluir en lo que podría ser un altar. Como toda colección, tiene que dispersarse un día para que las obras lleven la buena nueva, la pervivencia de la memoria y el deseo, a hogares más lejanos.

Montaje: Albert Imperial y Pedro Azara, con la colaboración de Joan Borrell.

Construcción: Sergi Fernández (Negre Fosc)


MEMORY AND DESIRE


Works of art speak about human beings. Whatever the culture or period they come from, whatever the artistic genre they belong to, artworks are a reflection of humankind’s experiences. They show how we live or how we would like to live; they reveal the place we think we occupy in the world. They offer a melancholic look at the feelings humans are overcome by in response to the passage of time. They translate into images the way we humans express how we feel about the things that affect our lives.
We want to hold on to life. But this aspiration can only be attained through images, which have the ability to fix the instant, to translate it and halt it, to show what happens as time passes and, simultaneously, to choose the right moment and stop the relentless wheel of time. They are a lasting victory over death, the most effective way to overcome oblivion. When the Mesopotamian hero Gilgamesh accepted he was a mortal being, he also discovered that his works would live on eternally and would bear witness to his presence on Earth. Similarly, the god of the Christians took on mortal flesh because he left his indelible trace in all the iconic images that reflected his passage through life for all time.
We have memories of our lives and of the lives of others. But these memories last for one lifetime. Only if they are passed on or fixed will they ensure that what we have seen, lived and suffered is not lost. Artworks thus become the repository of our impressions and our recollections. They preserve the images of what we were and wanted, as well as the memories of our forebears. Thanks to them, we can know or at least intuit what the humans of the past imagined, what they saw and how they saw themselves. We also know of their passing on the Earth. The only traces that survive are the visual and written images they produced, which can withstand the passage of time. They are everlasting marks, recollections recorded enduringly, though they may be physically destroyed, their meaning obscured or perverted due to wear caused by the hands, or intense gazes, that hold or rub them.
Works of art look at the past. They place before our eyes what we had and what we were, enabling us not to forget what we had around us and what represented us. Art has a funerary element to it. It attests to transience, but it also halts it. Even so, the arrow of time that shoots through works also points to the future. Artworks are not just a veiled look at what we lost but also reveal what we aspired to. Works of art are like a dream. They contain the shadows of the past that suddenly and illusorily come to life, but they are also filled with desired beings and belongings, undoubtedly in a manner as illusory as in our recollections.
Images offer us what we lack. Desired figures fulfil us: Eros, who incites desire, is a demigod constantly in search of that which will complete him. With them or before them, we no longer desire anything. They stretch before us in the direction we are going, showing what we would like to be or obtain, before this actually takes place: a miracle that only occurs in a work of art, making it meaningful and significant. In fact, existence and possession would be vain or ridiculous. Thanks to these images of the forms and beings of our dreams, which we at last possess, desire would end if we did not always aspire to something we lack and which the artwork readies itself to supply. Desire is never satisfied. If it were, we would no longer be human: we would enjoy everything we wanted, a feat only achievable by the gods – who have no need of artworks, since there is nothing they need remember or desire. For the gods, time does not pass.
Memory and Desire is an exhibition of European works of the arts and crafts, many of them religious (Christian: scenes from the Bible, from the Gospels, a crucifixion, images of the Madonna and Child), from the Middle Ages through to the present day, safeguarded by Artur Ramón. They reveal tastes and opportunities, as well as a way of looking at objects and what they tell us, occasionally sacred stories. Despite their seeming diversity, there are connections between works or details in them, so much so that one might say that some emanate from others. The presentation enhances the world that they comprise and which houses them, as if they were a legacy. At the same time, it alludes to the floor of a temple or church that invites the visitor to embark on a tour from the profane (landscapes and portraits, some of them monarchs in the manner of deities) to the sacred that ends at what could easily be an altar. Like any collection, it will have to be dispersed one day so that the works can take the good news – the survival of memory and desire – to far-off homes.

Installation: Albert Imperial & Pedro Azara, with the help of Joan Borrell
Construction: Sergi Fernández (Negre Fosc)

Título de la muestra: T.S. Eliot, La tierra baldía, a propuesta de Artur Ramón
Música: Luigi Nono: Prometeo (prólogo)

Agradecimientos a Artur Ramón por la confianza y las facilidades

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