domingo, 31 de marzo de 2019

El imaginario del agua en Mesopotamia




(Agradecimientos al arquitecto Marc Marín, de la Universidad de Filadelfia, por el envío de esta reciente filmación en el yacimiento de Lagash, en el sur de Iraq)


El hallazgo de un papiro, a mediados de los años cincuenta del siglo pasado, de un comentario a un olvidado texto mitológico griego del poeta Alcman (s. VII aC) que contenía una cosmología que se apartaba de la canónica visión de la creación del mundo de Hesíodo-aunque se barruntaba en alusiones en la Ilíada- , confirmó las crecientes pruebas de las relaciones entre Grecia y los reinos e imperios orientales. Este mito concedía el protagonismo en la creación del cosmos al dios de las aguas dulces, Okeanos, una divinidad que, por el contrario, jugaba un papel menor en la cosmogonía hesiodea.
Siempre se ha pensado que la concepción del mundo de Tales de Mileto, según el cual el elemento fundamental y fundacional –el arjé o principio- del cosmos era el agua estaba inspirada en el mito babilónico de la creación que situaba el origen del mundo en la interacción entre dos monstruos, Apsû y Tiamat (éste convertido en Grecia en la personificación del mar: thalassa) acuáticos, dueños de las aguas dulces y saladas, respectivamente –y moradores de éstas-, cuya mezcla desencadenaba reacciones tales que daban pie al surgimiento de las primeras divinidades, ascendidas de las aguas. El descubrimiento del mito griego antes citado acentuaba no solo la dependencia de la visión de los orígenes del mundo en Grecia de la de Mesopotamia, sino que concedía una gran importancia, hasta entonces secundaria, al papel de las aguas en la formación del universo.
Sabemos que, según el Génesis, la creación del mundo aconteció, de pronto, un buen día, cuando el tiempo ya discurría. Érase una vez un gran depósito de aguas quietas. No existía nada más. El mundo se originó en siete días tras el vuelo del soplo de Dios sobre la superficie de las aguas. Éstas, revueltas, animadas por el hálito divino, expulsaron a los entes y seres que se formaron en su seno a lo largo de una semana.  El mito bíblico es propio de Oriente, y revela la influencia de mitos cosmogónicos compuestos tierra adentro, en la tierra entre los dos ríos, Tigris y Eúfrates: Mesopotamia.

Contrariamente a lo que ocurriría en Grecia, Mesopotamia, al igual que Egipto, consideró que las aguas fueron el origen del mundo. Así, en los inicios, cuentan diversos mitos, érase el Abzû (Apsû, en la tardía versión babilónica). Abzû es un nombre propio sumerio; el sumerio es una lengua monosilábica. Abzû, por tanto, es una palabra compuesta: ab significa agua y (o zid) se traduce tanto por vida como por rectitud. Abzû son, por tanto, las aguas de la vida; aguas sapienciales, también, ya que la rectitud se basa en el autocontrol, el conocimiento y la aceptación de los fundamentos de la vida, de lo que mantiene y preserva la vida, vida que exige contención y apertura antes que agresividad, acritud y ceguera –ceguera que la luz del conocimiento y de las virtudes disipa.  Abzû era tanto una divinidad como el lugar en la que habitaba. Las aguas y la divinidad de las aguas eran indistinguibles. La divinidad moraba, y era las aguas en la que se hallaba. Estas aguas eran las de las marismas, en el delta del Tigris y el Eúfrates, que lindaban con lo que hoy llamamos el golfo Pérsico. Se trataba de aguas quietas y dulces que recorrían un espacio particularmente fértil, poblado de cañas –que al morirse se hundían en las aguas y llegaban a constituir islas, entre las cuales las aguas avanzaban muy lentamente, acogiendo a innumerables peces y aves acuáticas. Los toros, incluso, se hallaban cómodos en estas extensísimas marismas. Formaban un mundo aparte, fértil, favorable a la vida, en medio de un área tórrida y desértica. Eran la perfecta imagen del mundo soñado. Eran el mundo, el centro del mundo, mundo originado a partir de estas aguas dadoras de vida.
Abzû se decía también Engur. Esta palabra se suele traducir por lago. Podría significar Señor de un depósito de agua (en: Señor, y gur: medida de capacidad de líquido), es decir Señor de las profundidades. Engur era también otro de los nombres con los que se conocía a Nammu: una diosa madre –de ahí el pronunciado sonido de la consonante eme- que moraba en las aguas sapienciales. Entre Nammu o Engur y Abzû no existía diferencia alguna. Nammu no era la personificación de las aguas de los orígenes, pues éstas ya eran una divinidad –informe o sin forma conocida-, pero estaba íntimamente unida a aquéllas. Moraba en su interior. Abzû no se concebía sin Nammu, ni Nammu existía sin las aguas que le daban vida; si la palaba no tuviera unas resonancias que nada tienen que ver con la cultura mesopotámica, diríamos que Nammu era el “alma” de Abzû. Ambas se necesitaban; “vivían” o existían en perfecta e íntima simbiosis.
Un mito mesopotámico contaba una variante del mito cosmogónico mesopotámico más conocido. Las aguas seguían estando presentes desde los inicios, y eran la -o una- causa de la creación del universo. La particularidad residía en que las aguas no estaban solas. En efecto, en las riberas del depósito de las aguas primeras se hallaba una ciudad lacustre. Llamada Uru-ul-la, que significa La Ciudad de los Días Lejanos, es decir, la Ciudad Originaria, la primera Ciudad -que, a diferencia de Enoch, la ciudad que fundara el criminal Caín, tras asesinar a su hermano Abel, y bautizara con el nombre del hijo que tuvo con su hermana Awan (Iniquidad) en los albores de los tiempos-, existía desde siempre, desde antes de la creación. La preexistencia de una ciudad era singular. La ciudad no era una creación humana que contaminaba para siempre la pureza de la creación –la fundación de una ciudad exigía la apertura de profundas heridas o zanjas en la tierra-, sino divina. Era incluso la madre de los dioses, una diosa-madre. Una ciudad compuesta de altas torres negras, y poblada de almas. Los dioses principales nacieron, en efecto, en el seno de la Uru-ul-la, cabe las aguas del Abzû.  El dios del Cielo, por ejemplo, ascendió del corazón de la ciudad de los inicios, creado por las aguas y presentado en la ciudad.
El dios de los ingenios, una divinidad capaz de solventar, por las buenas o por las malas, con astucia y discreción, todas las dificultades que la vida y los demás seres vivos planteaban, de lograr componendas, capaz de ordenar y construir, llamado Enki, dios de la arquitectura, también –el arte de componer el espacio-, hijo de Nammu, precisamente, poseía un palacio en el seno del Abzû –el seno de su madre, pues- y un templo flotante –flotando sobre las aguas, ya sea como un templo celestial, varado sobre las aguas, ya sea un templo lacustre-. Dicho templo, ubicado, ya en tiempos históricos (y no míticos) en la ciudad santa de Eridu, situada en medio de las marismas, era el santuario principal de toda Mesopotamia.
Las aguas, tanto en los mitos cuanto en la realidad prosaica o profana, eran el origen de la vida. No se oponían a la arquitectura y l ciudad, sino que éstas dependían del espacio vital que las aguas constituían.
Hoy, sin embargo, la ubicación de las ruinas de las más importantes ciudades mesopotámicas, como Ur, Uruk, Eridu, Lagash, etc., sorprende. Lejos de ser ciudades flotantes, se hallan en medio de un páramo plano y reseco, cuya superficie blanquecina refleja la hiriente luz solar y deslumbra, cubierto por una costra de sal: una tierra estéril, en la que ninguna planta brota, a causa de la salitre. Pero los mitos y las crónicas no mienten. Cuesta también creen que los primeros pobladores del sur de Iraq se hubieran instalado en un desierto invivible y se hubieran inventado unas fértiles marismas. Recientes prospecciones, en efecto, posibles tras el apaciguamiento parcial en el sur de Iraq, tras la invasión cuando la Segunda Guerra del Golfo, la guerra civil desatada a continuación, y la llegada a sangre y fuego del ejército del Estado Islámico, han podido mostrar, sin lugar a dudas, que las primeras ciudades se ubicaron en medio de las marismas. Su presente ubicación en un paisaje tan distinto, ya perceptible a finales del tercer milenio aC, es debido a la lenta retirada de las marismas hacia el sur a causa el desplazamiento de la línea de la costa que fue invadiendo el mar a causa del aporte de sedimentos por los ríos Tigris y Eúfrates. Las ciudades, inicialmente situadas en el centro de las marismas, se encontraron cada vez más alejadas de estas fértiles tierras. La creciente necesidad del regadío llevó a una solución desastrosa: la apertura de una red de canales, que llevaban aguas salobres, cuya sal se depositaba sobre la tierra al tiempo que el agua se evaporaba, esterilizando las tierras, como aún se descubre hoy.  Las cada vez cosechas más pobres llevaba a abrir nuevos canales para acrecentar el regadío, multiplicando sus efectos perniciosos. A principios del segundo milenio aC, las ciudades del sur de Iraq, las primeras ciudades del mundo, fundadas tres mil años antes, quedaron severamente despobladas, los reinos periclitados y las tierras sometidas a un nuevo poder norteño: el imperio de Babilonia.
Pero los mesopotámicos sabían que las aguas no eran siempre una fuente de vida.  Distinguían dos fuentes distintas. Dicha distinción no pasaba por la que nosotros establecemos entre las aguas dulces y las saladas, sino entre las aguas venidas del cielo y las aguas procedentes de la tierra –ríos, lagos, marismas, aguas freáticas, incluidas las aguas marinas-. De las aguas del cielo se ocupaba el dios Enlil (Señor de los Aires), un dios supremo, hijo del dios del cielo. Las aguas de la tierra, en cambio, estaban al cuidado del dios Enki. Las primeras eran súbitas, inesperadas, inconstantes e imprevisibles y, desde luego, destructoras. Las aguas de la tierra, por el contrario, circulaban muy lentamente, entre los amplios meandros de los ríos Tigris y Eúfrates –la extensa planicie mesopotámica dificultaba mucho la evacuación de las aguas, ayer y hoy-, antes de verterse en las quietas aguas de las marismas, aguas a las que se rendía culto en los recintos templarios bajo la forma de estanques sagrados Las aguas caídas del cielo eran temibles: un castigo del cielo, sobre todo en el sur de Mesopotamia (en el norte, las lluvias no eran tan destructivas, pues las pendientes de las cadenas montañosas del Zagros y del Tauro, facilitaban que las aguas corrieran en forma de torrentes). No servían para regar, sino para inundar la tierra. Los mitos del Próximo Oriente cuentan el temor a un diluvio, juzgado como una tentativa, casi lograda, del cielo por eliminar definitivamente a los ruidosos humanos, que se habían multiplicado en la tierra, y que turbaban el eterno descanso de los dioses celestiales. El diluvio comenzó cuando, por orden de su padre, el dios de los Cielos (llamado An), su primogénito Enlil abrió las compuertas del cielo. Terribles lluvias, que, durante siete días y siete noches, anegaron las tierras y ahogaron a los humanos, dejando un paisaje en el que nada afloraba de las aguas, fueron una maldición, ante la que los hombres nada pudieron hacer –salvo un piadoso sacerdote del dios Enki quien, por consejo de su dios, construyó una gigantesca Arca, a imagen del volumen del Abzû, en la que, junto con representantes de todas las corporaciones técnicas, su familia y ejemplares de todos los seres vivos, se encerró a la espera de la bajada de las aguas, después que los dioses se hubieran dado por satisfechos. Un pico montañoso, finalmente, despuntó, contra el que atracó el arca a la deriva, permitiendo la salida del Arca y la repoblación de la tierra. El mito sumerio del diluvio, que inspiró el relato bíblico, presenta, por tanto, una imagen muy distinta de las supuestas bondades de las aguas. Éstas son necesarias, sin duda; son el origen de la vida: aguas purificadoras, generadoras; el agua bendita cristiana fluye desde Mesopotamia. Pero también pueden acabar con ella, disolviendo a todos los seres vivos. Los humanos, moldeados en barro, se deshacían y retornaban al lodo a medida que la lluvia se abatía.
El imaginario del agua que dibujan los mitos mesopotámicos es más complejo, más matizado de lo que pudiéramos pensar. Las aguas dan o niegan la vida, riegan y anegan. Así, de las aguas de los ríos, cuenta un tardío mito babilónico, salió un hombre sabio, en forma de carpa –las barbadas carpas eran dioses primigenios-, que trasmitió a los hombres las técnicas, como las técnicas edilicias, para habilitar el mundo. Pero las aguas también podrían acabar con todas las logradas construcciones, con toda la esforzada humanidad.   

“Oh Río, creador de todas las cosas,
Cuando los dioses abrieron tu lecho,
Establecieron el bienestar en tus riberas,
Enki, el rey de las profundidades, construyó su morada sobre ti.
Los dioses Enki y su hijo Marduk, te dieron exuberancia y rabia,
Esplendor y temor.
Juzgas todos los problemas de los hombres.
Oh, gran Río, Río sublime, tus aguas corren con rectitud (…),
Qué tu curso reciba mis faltas.
Corres con rectitud, Oh Río,
Hunde a aquéllas en las profundidades. Oh Río,
Qué el mal no se acerque a mi casa,
Qué no se apodere de mí, qué no me sobrepase,
Qué pueda vivir bien, qué pueda cantar alabanzas tuyas.”
(Himno al Río, primer milenio aC)


(Dedicado a Gemma Serch)

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