El hallazgo de un papiro, a mediados de los años cincuenta
del siglo pasado, de un comentario a un olvidado texto mitológico griego del
poeta Alcman (s. VII aC) que contenía una cosmología que se apartaba de la
canónica visión de la creación del mundo de Hesíodo-aunque se barruntaba en
alusiones en la Ilíada- , confirmó
las crecientes pruebas de las relaciones entre Grecia y los reinos e imperios
orientales. Este mito concedía el protagonismo en la creación del cosmos al
dios de las aguas dulces, Okeanos, una divinidad que, por el contrario, jugaba
un papel menor en la cosmogonía hesiodea.
Siempre se ha pensado que la concepción del mundo de Tales
de Mileto, según el cual el elemento fundamental y fundacional –el arjé o principio- del cosmos era el agua
estaba inspirada en el mito babilónico de la creación que situaba el origen del
mundo en la interacción entre dos monstruos, Apsû y Tiamat (éste convertido en
Grecia en la personificación del mar: thalassa)
acuáticos, dueños de las aguas dulces y saladas, respectivamente –y moradores
de éstas-, cuya mezcla desencadenaba reacciones tales que daban pie al
surgimiento de las primeras divinidades, ascendidas de las aguas. El
descubrimiento del mito griego antes citado acentuaba no solo la dependencia de
la visión de los orígenes del mundo en Grecia de la de Mesopotamia, sino que
concedía una gran importancia, hasta entonces secundaria, al papel de las aguas
en la formación del universo.
Sabemos que, según el Génesis, la creación del mundo
aconteció, de pronto, un buen día, cuando el tiempo ya discurría. Érase una vez
un gran depósito de aguas quietas. No existía nada más. El mundo se originó en
siete días tras el vuelo del soplo de Dios sobre la superficie de las aguas.
Éstas, revueltas, animadas por el hálito divino, expulsaron a los entes y seres
que se formaron en su seno a lo largo de una semana. El mito bíblico es propio de Oriente, y
revela la influencia de mitos cosmogónicos compuestos tierra adentro, en la
tierra entre los dos ríos, Tigris y Eúfrates: Mesopotamia.
Contrariamente a lo que ocurriría en Grecia, Mesopotamia, al
igual que Egipto, consideró que las aguas fueron el origen del mundo. Así, en
los inicios, cuentan diversos mitos, érase el Abzû (Apsû, en la tardía versión
babilónica). Abzû es un nombre propio sumerio; el sumerio es una lengua
monosilábica. Abzû, por tanto, es una palabra compuesta: ab significa agua y zû (o
zid) se traduce tanto por vida como
por rectitud. Abzû son, por tanto, las aguas de la vida; aguas sapienciales,
también, ya que la rectitud se basa en el autocontrol, el conocimiento y la
aceptación de los fundamentos de la vida, de lo que mantiene y preserva la
vida, vida que exige contención y apertura antes que agresividad, acritud y
ceguera –ceguera que la luz del conocimiento y de las virtudes disipa. Abzû era tanto una divinidad como el lugar en
la que habitaba. Las aguas y la divinidad de las aguas eran indistinguibles. La
divinidad moraba, y era las aguas en la que se hallaba. Estas aguas eran las de
las marismas, en el delta del Tigris y el Eúfrates, que lindaban con lo que hoy
llamamos el golfo Pérsico. Se trataba de aguas quietas y dulces que recorrían
un espacio particularmente fértil, poblado de cañas –que al morirse se hundían
en las aguas y llegaban a constituir islas, entre las cuales las aguas
avanzaban muy lentamente, acogiendo a innumerables peces y aves acuáticas. Los
toros, incluso, se hallaban cómodos en estas extensísimas marismas. Formaban un
mundo aparte, fértil, favorable a la vida, en medio de un área tórrida y
desértica. Eran la perfecta imagen del mundo soñado. Eran el mundo, el centro
del mundo, mundo originado a partir de estas aguas dadoras de vida.
Abzû se decía también Engur. Esta palabra se suele traducir
por lago. Podría significar Señor de un depósito de agua (en: Señor, y gur: medida
de capacidad de líquido), es decir Señor de las profundidades. Engur era
también otro de los nombres con los que se conocía a Nammu: una diosa madre –de
ahí el pronunciado sonido de la consonante eme- que moraba en las aguas
sapienciales. Entre Nammu o Engur y Abzû no existía diferencia alguna. Nammu no
era la personificación de las aguas de los orígenes, pues éstas ya eran una
divinidad –informe o sin forma conocida-, pero estaba íntimamente unida a
aquéllas. Moraba en su interior. Abzû no se concebía sin Nammu, ni Nammu
existía sin las aguas que le daban vida; si la palaba no tuviera unas
resonancias que nada tienen que ver con la cultura mesopotámica, diríamos que
Nammu era el “alma” de Abzû. Ambas se necesitaban; “vivían” o existían en
perfecta e íntima simbiosis.
Un mito mesopotámico contaba una variante del mito
cosmogónico mesopotámico más conocido. Las aguas seguían estando presentes
desde los inicios, y eran la -o una- causa de la creación del universo. La
particularidad residía en que las aguas no estaban solas. En efecto, en las
riberas del depósito de las aguas primeras se hallaba una ciudad lacustre.
Llamada Uru-ul-la, que significa La Ciudad de los Días Lejanos, es decir, la
Ciudad Originaria, la primera Ciudad -que, a diferencia de Enoch, la ciudad que
fundara el criminal Caín, tras asesinar a su hermano Abel, y bautizara con el
nombre del hijo que tuvo con su hermana Awan (Iniquidad) en los albores de los
tiempos-, existía desde siempre, desde antes de la creación. La preexistencia
de una ciudad era singular. La ciudad no era una creación humana que
contaminaba para siempre la pureza de la creación –la fundación de una ciudad
exigía la apertura de profundas heridas o zanjas en la tierra-, sino divina.
Era incluso la madre de los dioses, una diosa-madre. Una ciudad compuesta de
altas torres negras, y poblada de almas. Los dioses principales nacieron, en
efecto, en el seno de la Uru-ul-la, cabe las aguas del Abzû. El dios del Cielo, por ejemplo, ascendió del
corazón de la ciudad de los inicios, creado por las aguas y presentado en la
ciudad.
El dios de los ingenios, una divinidad capaz de solventar,
por las buenas o por las malas, con astucia y discreción, todas las
dificultades que la vida y los demás seres vivos planteaban, de lograr
componendas, capaz de ordenar y construir, llamado Enki, dios de la
arquitectura, también –el arte de componer el espacio-, hijo de Nammu, precisamente,
poseía un palacio en el seno del Abzû –el seno de su madre, pues- y un templo
flotante –flotando sobre las aguas, ya sea como un templo celestial, varado
sobre las aguas, ya sea un templo lacustre-. Dicho templo, ubicado, ya en
tiempos históricos (y no míticos) en la ciudad santa de Eridu, situada en medio
de las marismas, era el santuario principal de toda Mesopotamia.
Las aguas, tanto en los mitos cuanto en la realidad prosaica
o profana, eran el origen de la vida. No se oponían a la arquitectura y l
ciudad, sino que éstas dependían del espacio vital que las aguas constituían.
Hoy, sin embargo, la ubicación de las ruinas de las más
importantes ciudades mesopotámicas, como Ur, Uruk, Eridu, Lagash, etc.,
sorprende. Lejos de ser ciudades flotantes, se hallan en medio de un páramo
plano y reseco, cuya superficie blanquecina refleja la hiriente luz solar y
deslumbra, cubierto por una costra de sal: una tierra estéril, en la que
ninguna planta brota, a causa de la salitre. Pero los mitos y las crónicas no
mienten. Cuesta también creen que los primeros pobladores del sur de Iraq se
hubieran instalado en un desierto invivible y se hubieran inventado unas
fértiles marismas. Recientes prospecciones, en efecto, posibles tras el
apaciguamiento parcial en el sur de Iraq, tras la invasión cuando la Segunda
Guerra del Golfo, la guerra civil desatada a continuación, y la llegada a
sangre y fuego del ejército del Estado Islámico, han podido mostrar, sin lugar
a dudas, que las primeras ciudades se ubicaron en medio de las marismas. Su
presente ubicación en un paisaje tan distinto, ya perceptible a finales del
tercer milenio aC, es debido a la lenta retirada de las marismas hacia el sur a
causa el desplazamiento de la línea de la costa que fue invadiendo el mar a
causa del aporte de sedimentos por los ríos Tigris y Eúfrates. Las ciudades,
inicialmente situadas en el centro de las marismas, se encontraron cada vez más
alejadas de estas fértiles tierras. La creciente necesidad del regadío llevó a
una solución desastrosa: la apertura de una red de canales, que llevaban aguas
salobres, cuya sal se depositaba sobre la tierra al tiempo que el agua se
evaporaba, esterilizando las tierras, como aún se descubre hoy. Las cada vez cosechas más pobres llevaba a
abrir nuevos canales para acrecentar el regadío, multiplicando sus efectos
perniciosos. A principios del segundo milenio aC, las ciudades del sur de Iraq,
las primeras ciudades del mundo, fundadas tres mil años antes, quedaron
severamente despobladas, los reinos periclitados y las tierras sometidas a un
nuevo poder norteño: el imperio de Babilonia.
Pero los mesopotámicos sabían que las aguas no eran siempre
una fuente de vida. Distinguían dos
fuentes distintas. Dicha distinción no pasaba por la que nosotros establecemos
entre las aguas dulces y las saladas, sino entre las aguas venidas del cielo y
las aguas procedentes de la tierra –ríos, lagos, marismas, aguas freáticas,
incluidas las aguas marinas-. De las aguas del cielo se ocupaba el dios Enlil
(Señor de los Aires), un dios supremo, hijo del dios del cielo. Las aguas de la
tierra, en cambio, estaban al cuidado del dios Enki. Las primeras eran súbitas,
inesperadas, inconstantes e imprevisibles y, desde luego, destructoras. Las
aguas de la tierra, por el contrario, circulaban muy lentamente, entre los
amplios meandros de los ríos Tigris y Eúfrates –la extensa planicie
mesopotámica dificultaba mucho la evacuación de las aguas, ayer y hoy-, antes
de verterse en las quietas aguas de las marismas, aguas a las que se rendía
culto en los recintos templarios bajo la forma de estanques sagrados Las aguas
caídas del cielo eran temibles: un castigo del cielo, sobre todo en el sur de
Mesopotamia (en el norte, las lluvias no eran tan destructivas, pues las
pendientes de las cadenas montañosas del Zagros y del Tauro, facilitaban que
las aguas corrieran en forma de torrentes). No servían para regar, sino para
inundar la tierra. Los mitos del Próximo Oriente cuentan el temor a un diluvio,
juzgado como una tentativa, casi lograda, del cielo por eliminar
definitivamente a los ruidosos humanos, que se habían multiplicado en la
tierra, y que turbaban el eterno descanso de los dioses celestiales. El diluvio
comenzó cuando, por orden de su padre, el dios de los Cielos (llamado An), su
primogénito Enlil abrió las compuertas del cielo. Terribles lluvias, que,
durante siete días y siete noches, anegaron las tierras y ahogaron a los humanos,
dejando un paisaje en el que nada afloraba de las aguas, fueron una maldición,
ante la que los hombres nada pudieron hacer –salvo un piadoso sacerdote del
dios Enki quien, por consejo de su dios, construyó una gigantesca Arca, a
imagen del volumen del Abzû, en la que, junto con representantes de todas las
corporaciones técnicas, su familia y ejemplares de todos los seres vivos, se
encerró a la espera de la bajada de las aguas, después que los dioses se
hubieran dado por satisfechos. Un pico montañoso, finalmente, despuntó, contra
el que atracó el arca a la deriva, permitiendo la salida del Arca y la
repoblación de la tierra. El mito sumerio del diluvio, que inspiró el relato
bíblico, presenta, por tanto, una imagen muy distinta de las supuestas bondades
de las aguas. Éstas son necesarias, sin duda; son el origen de la vida: aguas
purificadoras, generadoras; el agua bendita cristiana fluye desde Mesopotamia. Pero
también pueden acabar con ella, disolviendo a todos los seres vivos. Los
humanos, moldeados en barro, se deshacían y retornaban al lodo a medida que la
lluvia se abatía.
El imaginario del agua que dibujan los mitos mesopotámicos
es más complejo, más matizado de lo que pudiéramos pensar. Las aguas dan o
niegan la vida, riegan y anegan. Así, de las aguas de los ríos, cuenta un
tardío mito babilónico, salió un hombre sabio, en forma de carpa –las barbadas
carpas eran dioses primigenios-, que trasmitió a los hombres las técnicas, como
las técnicas edilicias, para habilitar el mundo. Pero las aguas también podrían
acabar con todas las logradas construcciones, con toda la esforzada humanidad.
“Oh Río, creador de todas las cosas,
Cuando los dioses abrieron tu lecho,
Establecieron el bienestar en tus riberas,
Enki, el rey de las profundidades, construyó su morada sobre
ti.
Los dioses Enki y su hijo Marduk, te dieron exuberancia y
rabia,
Esplendor y temor.
Juzgas todos los problemas de los hombres.
Oh, gran Río, Río sublime, tus aguas corren con rectitud (…),
Qué tu curso reciba mis faltas.
Corres con rectitud, Oh Río,
Hunde a aquéllas en las profundidades. Oh Río,
Qué el mal no se acerque a mi casa,
Qué no se apodere de mí, qué no me sobrepase,
Qué pueda vivir bien, qué pueda cantar alabanzas tuyas.”
(Himno al Río,
primer milenio aC)
(Dedicado a Gemma Serch)
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