Leamos y recordemos cada día los escritos del mejor escritor de la antigüedad -junto con Sófocles y Platón- y, sin duda, de todos los tiempos, el escéptico, incrédulo, cínico, satírico romano (que escribía en griego) Luciano de Samosata, cuya obra El mentiroso, sobre la mentira y la credulidad, sobre el engaño político, deberíamos guardarla como una biblia:
Tiquiades.- ¿Puedes decirme, Filocles, cuál es la causa que induce a muchos al deseo de mentir, hasta el punto que gozan contando falsedades y prestando especial atención a quienes narran cosas de este tipo?
Filocles.- Muchas
son las causas, oh Tiquiades, que, por razones de interés, inducen a algunas
personas a mentir.
Tiquiades.-
"Eso nada tiene que ver con el asunto" -como dice el refrán-; yo no
te pregunto por aquellos que mienten interesantemente, ya que esos individuos
merecen cierta disculpa, y algunos, incluso, son dignos de elogio, como los que
burlan al enemigo y aquellos que, para salvarse en un trance apurado, utilizan
esta clase de medios. Así obró muchas veces Ulises "para proteger su vida
y conseguir el retorno de sus compañeros". No, mi pregunta se refiere,
excelente amigo, a aquellos que, sin necesidad alguna, aman la mentira por si
misma y se complacen en emplearla sin que nada lo justifique. Es respecto a
esos individuos, pues, que quisiera saber qué pretenden ganar con su conducta.
Filocles.- ¿Has
conocido a muchas personas que tienen como una afición innata por la mentiras?
Tiquiades.- Sí,
existen muchos de ésos.
Filocles.- Y ¿qué
otra cosa sino la ignorancia cabe señalar como causa de que no digan la verdad,
puesto que escogen lo malo en vez de lo bueno?
Tiquiades.- No,
tampoco es eso, Filocles, pues yo podría nombrarte a muchas personas que,
inteligentes en todo lo demás y dignas de admiración por sus ideas, se han
visto, no sé cómo, contagiadas por esa enfermedad, se han convertido en amantes
de la mentira, hasta el punto que me saca de quicio el que tales varones,
excelentes en toda clase de saber, se complazcan, sin embargo, en engañarse a
sí mismos y a los demás. A los antiguos debes haberlos conocido antes que yo,
como a Heródoto y a Ctesias de Cnido, y, sobre todo, a los poetas,
especialmente a Homero, todo ellos personas renombradas que han utilizado la
escritura como vehículo de sus falsedades, de modo que no sólo engañan a sus
oyentes, sino que sus mentiras, conservadas en versos y metros hermosísimos,
han llegado hasta nosotros por medio de la tradición. Por lo que a mi respecta,
con frecuencia consiguen que me sonroje cuando narran la castración de Urano,
el encadenamiento de Prometeo, la insurrección de los Gigantes y todas esas
horripilantes escenas del Hades; que, por amor, Zeus se convirtió en toro o en
cisne, y, que alguien, de mujer, se transformó en ave o en oso; añade los
Pegasos, las Quimeras, las Gorgonas, los Cíclopes, y otras leyendas por el
estilo, raros y extraordinarios cuentos capaces de encantar el alma de los
niños que todavía temen a Mormó y a Lamia.
Lo de los poetas aún; pero que ciudades y pueblos enteros mientan privada y públicamente, ¿cómo no va a resaltar cosa ridícula? Y así tienes que los cretenses no se avergüenzan de mostrar la tumba de Zeus, y los atenienses sostienen que Erictonio brotó de la tierra y que los primeros hombres nacieron del suelo de Ática como si se tratara de legumbres, por cierto de un modo muchas más maravilloso éstos que los de Tebas, los cuales cuentan que de los dientes de un dragón brotaron los llamados Espartos. Pues bien, aquel que cree que todo eso, ridículo de por sí no es verdad, sino que, después de una consciente meditación, considera que es propio de un Corebo o de un Margites (prototipo de estúpidos) creer tales cuentos, como que Triptólemo voló por el cielo sostenido por serpientes aladas, que Pan vino de Arcadia a Maratón en calidad de aliado, o que Oritia fue raptada por Bóreas... esa persona -digo- les parece impío y un loco por no prestar crédito a hechos tan evidentes. Hasta ese punto prevalece la mentira.
Lo de los poetas aún; pero que ciudades y pueblos enteros mientan privada y públicamente, ¿cómo no va a resaltar cosa ridícula? Y así tienes que los cretenses no se avergüenzan de mostrar la tumba de Zeus, y los atenienses sostienen que Erictonio brotó de la tierra y que los primeros hombres nacieron del suelo de Ática como si se tratara de legumbres, por cierto de un modo muchas más maravilloso éstos que los de Tebas, los cuales cuentan que de los dientes de un dragón brotaron los llamados Espartos. Pues bien, aquel que cree que todo eso, ridículo de por sí no es verdad, sino que, después de una consciente meditación, considera que es propio de un Corebo o de un Margites (prototipo de estúpidos) creer tales cuentos, como que Triptólemo voló por el cielo sostenido por serpientes aladas, que Pan vino de Arcadia a Maratón en calidad de aliado, o que Oritia fue raptada por Bóreas... esa persona -digo- les parece impío y un loco por no prestar crédito a hechos tan evidentes. Hasta ese punto prevalece la mentira.
Filocles.- Tanto
los poetas como las ciudades, merecen disculpa, Tiquiades, ya que aquéllos
mezclan en sus escritos la gracia del mito, cosa muy atractiva e insustituible
para ellos con vistas a su auditorio; y también la merecen los atenienses, los
tebanos y aquellos que quieren presentar a su patria respectiva con una cierta
aureola de grandeza. El caso es que si alguien intentara borrar de Grecia estas
leyendas mitológicas, nada podría evitar que sus guías turísticos se murieran
de hambre, pues la verdad no querrían oír la verdad ni gratis. Ahora bien,
quienes sin ninguna excusa como ésa, disfrutan con la mentira, merecerían ser
hazmerreír de todo el mundo.
Tiquiades.- Tienes
razón. Precisamente vengo ahora de casa del sabio Éucrates donde he escuchado
muchas historias fabulosas e increíbles. Es más, me fui mientras las estaban
contando, porque no pude resistir aquellas exageraciones, y como si se tratara
de unas Erinias, me echaron con sus historias raras e inverosímiles.
Filocles.- Y sin
embargo, Éucrates es persona digna de crédito, Tiquiades, y nadie podría creer
que ese sesentón de barba espesa, que se ha ocupado tanto de la filosofía,
acepte aguantar a una persona que miente, por no decir ya que él mismo se
atreva a ello.
Tiquiades.- Es que
tú, amigo mío, ignoras lo que dijo; cómo daba fe de ello y de qué modo juraba
por la salud de sus hijos que era cierto. Hasta tal punto que, mirándole, se me
ocurrían las ideas más peregrinas: o que estaba loco y fuera de sus cabales, o
que, sin habernos percatado de ello, resultaba ser un mago que debajo de la
piel escondía un ridículo simio. Tan raras eran las historias que contaba.
Filocles.- Por
Hestia, ¿cuáles eran esas historias, Tiquiades? Porque me gustaría saber qué
clase de simplezas esconde debajo de su poblada barba.
Tiquiades.- Ya en
otras ocasiones, Filocles, he ido a su casa, cuando tengo tiempo para ello.
Hoy, empero, tenía precisión de hablar con Leóntico -que es amigo mío, como
sabes- y, enterado por su esclavo que había ido muy temprano a casa de
Éucrates, con intención de visitarle, pues estaba enfermo, me presento en su
casa con la doble finalidad de hablar con Leóntico y de verle a él, pues
ignoraba que estaba enfermo. No hallé allí a Leóntico -según dijeron acababa de
salir-, pero sí a otros muchos, y entre ellos al peripatético Cleódomo, al
estoico Dinómaco y a Ión, ya sabes, el que pretende ser aplaudido por su
conocimiento de los diálogos de Platón, ya que, según él, es el único que ha
entendido perfectamente el pensamiento de este varón y el único capaz de explicarlo
a los otros. ¿Ves qué clase de personas te nombro, sabios eminentes y
virtuosos, la crema de cada escuela, todos ellos dignos de respeto y con porte
que casi casi inspira reverencia? Se hallaba también allí el médico Antígono,
que, me imagino, debió de ser llamado para tratarle; y, de hecho, Éucrates
parecía ya estar algo mejor y su dolencia daba la impresión de ser crónica,
pues el reuma se le había localizado de nuevo en los pies. Al verme, Éucrates,
con un gesto tranquilo hízome señal de sentarme en la cama, a su lado, con voz
algo débil, aunque cuando entré yo, le había oído vociferar y hablar
enérgicamente. Senteme junto a él con mucha precaución de no tocarle los pies,
al tiempo que aducía las excusas habituales en tales casos -que ignoraba que estuviera
enfermo y que, tan pronto como lo supe, corrí a su lado-. Algunos habían
expuesto ya sus ideas sobre la enfermedad, otros lo estaban haciendo entonces,
y cada cual aconsejaba un tratamiento: "Por tanto -decía Cleódomo- si se
recoge del suelo con la mano izquierda el diente de una musaraña muerta tal
como te decía, se ata a una piel de león recién desollado y se arrolla acto
seguido en la pierna, cesa el dolor al instante." "Yo no he oído
hablar de una piel de león -interrumpió Dinómaco- sino de cierva virgen, no
montada todavía. Y es más verosímil así, puesto que la cierva es veloz y tiene
mucha fuerza en las patas. El león es, claro está, un animal valiente, y su
grasa, su garra izquierda y los pelos de la parte derecha de la barba tienen
gran poder si se saben emplear con el ensalmo apropiado para cada caso. Pero de
curación de pies no se dice nada en absoluto." "Yo también -dijo
Cleódemo- sabía de tiempo atrás que debía ser la piel de una cierva, pues la
cierva es un animal veloz. Pero, poco cambiar de opinión al decirme que los
leones son más rápidos que las ciervas. Y realmente -dijo- cuando las
persiguen, les dan caza." Los presentes convinieron en que el libio tenía
razón.
"¿Así que
creéis -pregunté yo- que esa clase de dolencias cesan con determinados ensalmos
o con remedios externos, a pesar de que la dolencia es interna?" Se
echaron a reír ante mis palabras y era evidente que condenaban mi ignorancia,
ya que desconocía la cosa más clara del mundo, algo sobre lo cual nadie que estuviera
en sus cabales se atrevería a negar que ocurre así en realidad. Sin embargo, al
médico Antígono pareció haberle complacido mi pregunta; y es que -me imagino
yo- desde tiempo atrás se le debía de hacer caso omiso cuando pretendían tratar
a Éucrates con medios científicos, exhortándole a abstenerse del vino, a llevar
una dieta de verduras y a que rebajara su tensión arterial. Y Cleódemo, con una
sonrisa, me preguntó: "¿Qué es lo que dices, Tiquiades? ¿Te parece
increíble que con esos medios se consiga mejorar las enfermedades?"
"A mí sí -contesté- a no ser que sea tan mocoso que llegue a creer que
unos remedios externos, sin ninguna relación con los agentes internos que
causan enfermedades, actúan por medio de palabras -como decís- , y hechicerías,
y que, aplicándolas, devuelven la salud. Mas esto no es posible, por más que
atarais dieciséis musarañas enteras a la piel del león de Nemea. Por de pronto,
yo he visto cojear a un león muchas veces de dolor a pesar de tener toda su
piel." "Eres un lego -repuso Dinómaco- y jamás te has tomado la
molestia de aprender cómo la aplicación de estos remedios calma las dolencias.
Me imagino que ni siquiera has recibido la más elemental lección sobre estas
materias, como el modo de calmar las fiebres periódicas, los encantamientos
producidos por reptiles, la curación de tumores y otras muchas prácticas que
utilizan incluso las viejas. Y si ocurre todo eso, ¿cómo no vas a creer que se
consiga lo otro con análogos medios?" "Tu conclusión es falsa,
Dinómaco -dije yo-, quieres sacar un clavo con otro clavo. Porque ni siquiera
es evidente lo que dices que se consigue con esos medios. Por tanto, si antes
no me convences por medios racionales que es natural que ocurra así, y que la
fiebre y la hinchazón se llenan de pavor ante un nombre divino o una frase
pronunciada en una lengua extranjera y que por su causa huyen, todo cuanto
dices continuará siendo un cuento de viejas".
"Lo que a mi
me parece -repuso Dinómaco- a juzgar por tus palabras, es que tampoco crees que
haya dioses, si en verdad no aceptas que no pueden producirse curaciones por
medio de los nombres sagrados." "No digas eso -exclamé yo- excelente
amigo, pues nada se opone a que, aun habiendo dioses, todas esas historias sean
falsas. Por lo que a mi respecta, rindo culto a los dioses, y veo curaciones
realizadas por ellos y buenos servicios que han hecho a los enfermos,
levantándose de su postración, gracias a los remedios y a la medicina. El mismo
Asclepio, sin ir más lejos, y sus hijos curaban a los enfermos aplicando
"benignos remedios" y no pieles de león ni musarañas.
"Déjale
-interrumpió Ión- que yo voy a contaros un milagro estupendo. Era yo todavía un
muchacho de unos catorce años, más o menos, cuando vino alguien a comunicar a
mi padre que Midas, un esclavo fuerte por demás y muy laborioso, que trabajaba
en la viña, había sido mordido por una víbora hacia las once de la mañana y que
yacía con la pierna completamente infectada. Por lo visto, mientras se
encontraba atando los sarmientos y lisándolos con los rodrigones, sin que lo
viera, el bicho se le acercó y le mordió en el dedo gordo, consiguiendo,
después, meterse en su madriguera mientras el pobre gemía muerto de dolor. Tal
era la noticia que nos trajo; y luego encontramos a Midas que era conducido en una
litera por sus compañeros de esclavitud. Estaba todo él hinchado, pálido;
apestaba, y tenía, al parecer, una respiración muy débil. Ante la pena que
experimentaba mi padre, le dijo uno de sus amigos: "No temas; voy traerle
al instante a un babilonio de Caldea -como los llaman- que curará a este
hombre. En fin, para no entretenerme en detalles, llegó el babilonio y
restableció a Midas, extrayendo el veneno que tenía en el cuerpo con un
ensalmo; además, de su pie colgó un trozo de piedra que arrancó de la estela de
una muchacha virgen. Y aunque eso no sea muy extraordinario, el caso es que
Midas tomó en sus brazos la litera en que era conducido, y regresó al campo por
su propio pie. Tan gran efecto produjeron el ensalmo y aquella piedra arrancada
de la estela.
Y cuando hizo
otros milagros, a decir verdad. Fuese al campo muy de mañana, pronunció siete
palabras mágicas de un viejo libro, purificó con azufre y una antorcha todo el
lugar, dando tres vueltas a su alrededor y echó de allí a todos los reptiles
que había en el confín. Acudieron, como arrastradas como por ensalmo, muchas
serpientes, víboras, áspides, culebras cornudas, dardos y bufones; sólo quedó
una vieja serpiente, que, me imagino yo, no tuvo fuerzas para salir debido a su
vejez, o que no oyó la orden. El mago, empero, insistía en que todavía no
estaban todas, y por ello escogió como embajadora a la más joven de las
serpientes y la envió al reptil, y, al poco tiempo, hizo su aparición también
aquél. Y cuando estuvieron todas reunidas, el babilonio sopló sobre ellas y al
instante quedaron abrasadas por la acción del soplo, con gran pasmo por nuestra
parte."
"Y dime
-repuse yo-, Ión, ¿esa joven serpiente embajadora conducía a la -como tú dices-
anciana de la mano o bien se apoyaba en algún bastón?" "Tú te burlas
-repuso Cleódono-, pero mira, yo era, tiempo atrás, todavía más incrédulo que
tú en estas cosas -porque yo opinaba que ninguna razón había para creer que
todo eso sucediera de verdad-; mas cuando vi volar a aquel bárbaro -era, según
decía, del país de los Hiperbóreos- al punto creí y me sentí vencido a pesar de
mi larga oposición. ¿Presenciaste tú esa escena -inquirí yo-, el vuelo del
hombre hiperbóreo o su caminar por las aguas?" "Ya lo creo -contestó-
y calzaba un fuerte calzado, como el que ellos suelen llevar. Y aun todo eso es
de poca monta; porque, ¿qué decir de la exhibición que hizo, enviando hechizos
amorosos, evocando espíritus, llamando a los muertos de la víspera y provocando
incluso, inequívocamente, la epifanía de la misma Hécate y haciendo bajar del
cielo a la Luna? Y, a propósito, voy a contaros los milagros que le vi hacer en
casa de Glaucias, el hijo de Alexicleo. Glaucias acababa de entrar en posesión
de la herencia de su difunto padre, cuando se enamoró de Crisis, la hija de
Demeas. Me había tomado a mí por maestro de filosofía, y si aquel maldito amor
no lo hubiese robado todo el tiempo, a estas horas habría aprendido toda la
ciencia de Peripato, puesto que a los dieciocho años practicaba el análisis, y
había asimilado de cabo a rabo todas las lecciones de física. Desesperando, al
fin, de conseguir su amor, me revela todo su problema. Yo, como es lógico,
tratándose de su maestro, conduzco a su presencia al famoso hiperbóreo,
mediante el pago inmediato de cuatro minas -pues había que adelantar una
cantidad- más otras dieciséis si obtenía el amor de Crisis. Esperó el mago el
creciente de Luna -pues es entonces cuando tienen mayor eficacia estas
ceremonias-, cavó un foso en el patio abierto de la casa hacia medianoche, y
nos conjura, primero, a Alexicleo, padre de Glaucias, fallecido siete meses
antes. Enfadose de primeras el viejo por aquel amor, y dio muestras de cólera,
pero al final le permitió que siguiera adelante con su enamoramiento. Ordenó
luego que saliera Hécate, acompañada del Cerbero, hizo bajar a la Luna, que
además nos ofreció un espectáculo de metamorfosis y se nos apareció en formas
varias: primero, en efecto, se nos mostró en figura de mujer, luego
convirtiéndose en una hermosa vaca, por fin se mudó en perra. Finalmente el
hiperbóreo modeló un amorcillo de barro y lo ordenó: "Vete y trae a
Crisis". Y la figurilla echó a volar y al cabo de un rato hizo aquélla su
aparición, llamó a la puerta, entró, abrazó a Glaucias como si estuviera locamente
enamorada y estuvo con él hasta que oímos el canto del gallo. Entonces la Luna
ascendió al cielo, Hécate se hundió en la tierra y las otras apariciones se
esfumaron y nosotros despedimos a Crisis cuando ya casi era de día. Si hubieras
presenciado todo esto, Tiquiades, ya no serías tan incrédulo respecto a los
múltiples beneficios de los ensalmos."
"Tienes razón
-repuse-, sí, lo creería de haberlo visto, pero, por el momento, debéis
disculparme, opino yo, si no consigo ver con tanta claridad lo que vosotros.
Pero el caso es que yo conozco a la tal Crisis de que habláis, y es una mujer
fácil y amiga de hacer favores, y no acierto a ver cómo ibais a tener
necesidad, para atraérosla, de un alcahuete de barro y de un mago llegado del
Hiperbóreo y de la mismísima Luna, cuando por veinte miserables dracmas se la
puede mandar incluso al país de los Hiperbóreos. Esa mujer, ante ese ensalmo,
se deja hechizar fácilmente, y le ocurre al revés que a los fantasmas: éstos
sólo de oír ruido de bronce o de hierro huyen -vosotros mismos lo sostenéis-,
mientras que ella, tan pronto suena un poco de dinero, al punto acude al lugar
de donde el ruido procede. Por otra parte, mucho me extraña la conducta de ese
mago: pudiendo hacerse amar de las mujeres más ricas y recibir de sus manos
puñados de talentos, todo lo más, por cuatro minas, convierte, el muy sórdido,
a Glaucias en un hombre atractivo."
"Esta
incredulidad absoluta -interrumpió Ión- es absurda. En cuanto a mí me gustaría
preguntarme qué opinas de los que libertan a los posesos de sus temores con
ensalmos evidentísimos, y hacen huir las apariciones. No es necesario que yo,
personalmente, lo confirme: todos vosotros conocéis a aquel sirio de Palestina,
tan hábil en esos menesteres, y sabéis que a muchos que caían al suelo al salir
la luna, con la mirada desviada y la boca llena de espuma, conseguía
enderezarlos y en poco tiempo, a cambio de fuertes honorarios, los enviaba a su
casa respectiva libres ya de su mal. Y, en efecto, colocado junto a esos
individuos, que yacen tendidos en el suelo, pregunta desde dónde han penetrado
en su cuerpo; el enfermo calla, pero el espíritu contesta, en griego o en
bárbaro, según su lugar de origen, cómo y desde dónde ha penetrado en el cuerpo
del enfermo. Entonces él por medio de juramentos -y, si no es obedecido, con
amenazas- expulsas al espíritu. Yo mismo vi a uno salir, negro él y echando
humo".
"No es mucho
-repuse- que tú veas esta clase de espectáculos, Ión, si se te aparecen incluso
las mismas Ideas que vuestro padre Platón os enseña, visión un tanto oscura
para quienes, como nosotros, somos algo miopes."
"¿Por ventura
-interrumpió Éucrates- sólo Ión ha visto esta clase de escenas, y no hay otros
muchos que han topado con espíritus, ya de día, ya de noche? Por lo que a mí se
refiere, no una, sino infinidad de veces he visto escenas como ésa. Al
principio me asustaba, pero luego, con la costumbre, ya no creía hallarme ante
nada raro, sobre todo desde que aquel árabe me regaló una sortija hecha de
hierro de cruces y me enseñó el ensalmo de los mil nombres; eso, a no ser que
tú desconfíes también de mis palabras, Tiquiades." "Y ¿cómo voy a
negar crédito a Éucrates -contesté-, al hijo de Dinón, un hombre tan sabio,
cuando libremente y con toda su autoridad nos expone, en su propia casa, sus
ideas?
"En cuanto al
caso de la estatua -prosiguió Éucrates- y a la cantidad de veces que, por la
noche, se ha aparecido a todos los de la casa -niños, muchachos, viejos-, no
sólo de mis labios podrías escucharlo, sino de los de todos nuestros
vecinos." "¿Qué estatua?", pregunté yo. "¿No has visto
-repuso- al entrar una hermosa estatua que se yergue en el patio, obra del
escultor Demetrio?" "¿Te refieres -dije- a la que lanza el disco y
que está inclinada como si fuera a disparar, con una pierna vuelta hacia el
brazo que sostiene el disco y la otra ligeramente doblada, como dispuesto a
incorporarse al lanzar el disco?".
"No -contestó
él-, no es ésa; la que tú dices es el Discóbolo, una obra de Mirón. Tampoco me
refiero a la que está a su lado y que lleva la cabeza ceñida con una diadema, a
aquella estatua tan bella -pues es obra de Policleto-. No, deja también las que
se hallan entrando a mano derecha, entre las cuales está la magnífica creación
de Cricias y Nesiotes, los Tiranicidas. Quizás has visto, junto a la pequeña
cascada, una estatua que representan a un hombre ventrudo, calvo, con los
hombros medio desnudos y algunos pelos de la barba al viento, las venas
hinchadas y que tiene la altura de un hombre normal: a éste me refiero, que
representa, parece, el general corintio Pélico."
"Si, por Zeus
-repuse yo- vi una a la derecha de Cronos, con diademas y coronas secas y con
el pecho lleno de pétalos dorados incrustados." "Fui yo -dijo
Éucrates- quien la hizo dorar cuando me curó de una fiebre cuartana que me
mataba."
"¿Acaso
-pregúntele- era también médico ese benemérito Pélico?" "Lo es, y no
te burles -repuso Éucrates- o en breve irá en tu busca; que me sé yo muy bien
el poder que tiene esa estatua de la que tú te estás burlando. ¿O es que no
crees que la misma persona puede enviar fiebres a quien quiere, si posee
verdaderamente la facultad de echarla?"
"Que nos sea
propicia -exclamé yo- y benévola esta estatua de hombre tan hombruna. Y
decidme, ¿qué otra cosa le habéis visto hacer los que habitáis esta casa?"
"Pues, tan
pronto llega la noche -repuso él- baja del pedestal donde descansa, y ronda
toda la casa; todos han topado con ella. A veces incluso van cantando. Pero a
nadie ha hecho mal alguno, pues basta sólo con desviarse y entonces pasa de
lado sin molestar a quienes la han visto. Además no es infrecuente que se pase
la noche bañándose y jugando: se puede incluso oír el rumor del agua."
"Cuidando
-dije yo- que a lo mejor la estatua no representa a Pélico, sino al cretense
Talos, el hijo de Minos; pues éste era también un hombre de bronce que daba
vueltas alrededor de Creta. Y, a no ser de bronce, Éucrates, sino de madera,
nada se opondría a que fuera, no una obra de Demetrio, sino una creación del
propio Dédalo, pues que también, según tú dices, abandona su pedestal."
"Cuidado,
Tiquiades -dijo él-, no vayas luego a tener que arrepentirte de esas burlas.
Que yo sé lo que le pasó al que le robaba los óbolos que le ofrecemos cada luna
nueva."
"Terrible
cosa sería -exclamó Ión- tratándose de un ladrón sacrílego. ¿Cómo se vengó la
estatua, Éucrates?, que ardo en deseos de oírlo, por más que Tiquiades vaya a
ponerlo en tela de juicio."
"Muchos
óbolos -comenzó él- había a sus plantas, así como otras monedas de plata,
pegadas con cera a sus muslos, y pétalos de plata, exvotos u ofrendas en acción
de gracias por la curación de quienes, enfermos de la fiebre, habían sanado de
ella por su intercesión. Teníamos nosotros un maldito esclavo libio que cuidaba
de los caballos. Pues bien, ese individuo intentó, de noche, hurtar todas
aquellas monedas, y las robó de hecho, cuando vio que la estatua había
abandonado el pedestal. Al regresar Pélico y darse cuenta de cómo se vengó del
hurto cometido por el libio. Durante toda la noche estuvo el desgraciado dando
vueltas por el patio sin poder salir, como si hubiese caído en un laberinto
hasta que, al venir el día, fue sorprendido con el fruto de su robo en las
manos. Entonces, cogido in fraganti, recibió no pocos azotes. Pasó algún
tiempo, al término del cual tuvo una infausta muerte, ya que, según él decía,
cada noche era flagelado de tal modo que a la mañana siguiente aparecían
cardenales en todo el cuerpo. Ante esto, Tiquiades, puedes continuar burlándote
de Pélico y creer que yo, como el compañero de Minos, no estoy en mis cabales."
"Mira,
Éucrates -repuse yo-, mientras el bronce sea bronce y esta obra sea obra de
Demetrio de Alópece -un escultor no de dioses, sino de hombres- jamás temeré
nada de la estatua de Pélico, que ni siquiera en vida conseguía atemorizarme
con sus amenazas."
Tras esto, el
médico Antígono dijo: "Yo tengo también una estatua de bronce de
Hipócrates, de un codo de altura, y que sólo cuando se apaga el candil da
vueltas por toda la casa, haciendo ruido, vertiendo mis frascos y derramando los
medicamentos y haciendo girar la puerta, sobre todo cuando retrasamos el
sacrificio que cada año se le dedica." "¿Es que -repuse yo- también
el médico Hipócrates exige sacrificios y se enfada si no se le ofrecen en el
momento oportuno con ritos solemnes, cuando debería contentarse con que alguien
le dedicara algo, como una libación de agua y leche o una corona para la
cabeza?"
"Pues escucha
-dijo Éucrates- lo que yo vi ante testigos hace cinco años. Era la época de la
vendimia y yo, al mediodía, dejé a los vendimiadores en el campo y me encaminé
solo hacia el bosque, entre meditaciones y reflexiones. Cuando estuve en la
espesura se oyeron unos ladridos, y yo me imaginé que mi hijo Masón, según su
costumbre, jugaba y cazaba con su jauría acompañado de sus amigos. Pero no era
eso, no, sino que al poco rato, se produjo un temblor de tierra, se escuchó un
fragor como producido por un rayo, y veo que se me acerca una mujer horrible,
de casi medio estadio de estatura. Con la mano izquierda sostenía una antorcha
y con la derecha una espada de veinte codos. Su parte inferior tenía forma de
serpiente, y por arriba parecía una Gorgona -me refiero a su rostro y a lo
espeluznante de su mirada- y, a guisa de cabellera, una serpientes le caían
sobre el cuello y algunas, con sus espiras, se le arrollaban en los hombros.
¿No veis amigos míos -prosiguió- cómo me he estremecido sólo de contarlo?"
Y Éucrates, en medio de su relato, nos mostró cómo los pelos de su brazo se le
habían erizado de terror.
Boquiabiertos lo
contemplaban Ión, Dinómaco y Cleódemo -pese a ser ancianos-, y como tirados por
la nariz estaban postrados en silencio ante tan increíble coloso, esa mujer de
medio estadio, un Coco gigantesco. Y yo iba pensando para mis adentros que
aquellos hombres eran en sabiduría como unos niños, y que muchos los admiraban,
cuando en verdad sólo en las canas y la barba se distinguían de los niños,
mientras que en lo demás eran incluso más fácilmente sugestionables por las
mentiras.
Dinómaco preguntó:
"Y, dime, Éucrates, ¿cómo eran de grandes los perros de la diosa?"
"Mayores -contestó- que los elefantes de la India, negros también, y
velludos, con un pelo sucio y polvoriento. Yo, al verlos, me detuve e hice
girar la sortija que el árabe me había regalado. Entonces Hécate golpeó el
suelo con su pata de reptil y abrió un enorme agujero, grande como el Tártaro;
luego saltó dentro de él y desapareció. Yo me llené de valor y miré, colgándome
antes de un árbol que allí cerca crecía para no marearme y caer en él: entonces
pude ver todo cuanto hay en el Hades, el Piriflegetonte, la Laguna, el Cerbero,
los muertos, y hasta reconocí a algunos de ellos. Al menos alcancé a ver
suficientemente bien a mi padre que aún iba envuelto en el sudario con que lo
habíamos enterrado." "Y ¿qué hacían, Éucrates, las almas?",
preguntó Ión. "Y ¿qué otra cosa -contestó- sino pasar el tiempo con sus
amigos parientes, tumbados en los campos de asfódelo, agrupados en tribus y
fratrías?" "Pues -exclamó Ión- ¡que vayan ahora contradiciendo los
epicúreos al divino Platón y a su teoría sobre las almas! Mas dime, ¿no viste
entre los muertos a Sócrates y a Platón?" "A Sócrates sí -contestó-,
pero no muy bien, aunque me lo supuse porque era calvo y ventrudo. A Platón en
cambio no llegué a reconocerle, hay que ser franco con los amigos, creo yo.
Pues bien, lo había ya visto todo perfectamente, cuando empezó a cerrarse el
agujero; algunos compañeros míos que venían en mi busca -Pirras estaba entre
ellos- llegaron juntos a mi cuando aún no estaba del todo cerrado. Di, Pirrias,
di si digo la verdad." "Por Zeus -exclamó Pirrias- ya lo creo,
incluso oí ladridos a través del agujero y me dio la impresión que se veía algo
de fuego de la antorcha." Y yo me eché a reír al ver al testigo dando la
medida de las proporciones del ladrido y del fuego.
"No es una
novedad -dijo Cleódemo- ni cosa que otros no hayan visto lo que tú viste. Yo
mismo, no hace mucho, caí enfermo y tuvo la siguiente visión: me visitaba y
trataba Antígono. Pues bien, a los siete días de fiebre, parecía que iba a
aumentar la calentura. Todos me dejasteis solo, cerrasteis las puertas y
esperabais fuera -así lo había dispuesto Antígono- por ver si de este modo
podía conciliar el sueño. En aquel instante desperté y se me apareció un joven
muy bello, vestido con un manto blanco; me hizo levantar y a través de una
abertura me condujo al Hades: al punto lo reconocí, al ver a Tántalo, a Ticio y
Sísifo. Por lo demás, ¿qué voy a deciros? Mas he aquí que, cuando estuve
delante del tribunal -se hallaban allí también Eaco, Caronte, las Moiras, las
Erinias- uno que parecía el rey -era Plutón, creo- estaba sentado e iba leyendo
el nombre de quienes iban a morir porque ya su vida se había prolongado más de
la cuenta. Condújome el joven a su presencia, mas Plutón se puso furioso y dijo
a quien me conducía: "Todavía no se le ha agotado el hilo, así que ¡fuera!
A quien tienes que traerme es al herrero Demilo, que ya está viviendo más de la
cuenta." Gustoso escapé de allí, y, ya sin fiebre, comuniqué a todos que
Demilo iba a morir. Vivía él cerca de nuestra casa y también tenía no sé qué
enfermedad, según nos contaron. Y, al poco rato, oímos ya los lamentos de los
que lloraban." "¿Qué tiene de raro eso? -exclamó Antígono-. Yo
conozco a uno que resucitó veinte días después de haber sido enterrado; yo le
traté antes de morir y después de su resurrección." "Y ¿cómo no
apestaba después de veinte días? -inquirí-. ¿Cómo no murió de hambre, a no ser
que tu enfermo fuese un Epiminedes? (***dormido durante cincuenta y siete
años).
Mientras estábamos
nosotros enfrascados en esta charla entraron los hijos de Éucrates, que
regresaban de la palestra. Era uno de ellos ya efebo; el otro tendría unos
quince años. Después de saludar sentáronse en el lecho junto a su padre. A mi
me trajeron un sillín. Entonces Éucrates, que al ver a sus hijos debió
acordarse de algo, dijo: "Así pueda gozar yo de su compañía -y púsoles la
mano sobre la cabeza- como lo que voy a contarte es la pura verdad. Todos
sabéis cuánto amaba yo a mi difunta esposa, la madre de éstos, y cómo lo
evidencié no sólo con mi comportamiento con ella en vida, sino, además, porque
al morir ella, incineré junto con su cadáver todas las prendas de vestir que
más le gustaban. Siete días después de su muerte estaba yo aquí, echado en esta
misma cama como ahora, procurando mitigar mi dolor. Leía en silencio el libro
de Platón sobre el Alma, cuando, he aquí que, de pronto, la mismísima Demaneta
en persona penetra en la alcoba y se sienta junto a mí como lo está ahora
Eucrátidas", y señaló a su hijo menor. Estremeciose éste al punto, cosa
natural en un niño -si bien ya antes había palidecido oyendo la historia-.
"Yo -continuó Éucrates-, al verla, lancé un gemido y la abracé llorando;
mas ella no me permitió que continuara lamentándome, antes me dirigió un
reproche porque, si bien le había ofrecido todo su ajuar, no había incinerado
con ella una de sus sandalias de oro que se había caído y estaba -me dijo-
debajo del arca, y por eso nosotros, al no hallarla, quemamos sólo una. Estaba
todavía hablando cuando un maldito cachorro, Meliteo, que se había tumbado
debajo de la cama, se echó a ladrar y ella, al oír los ladridos, esfumose. En
efecto encontramos la sandalia bajo el arcón y después la quemamos. ¿Todavía,
Tiquiades, te muestras escéptico ante estas visiones tan claras y que se
aparecen todos los días?" "Por Zeus -dije yo- en verdad que merecían
ser azotados en las nalgas con una sandalia de oro, como los niños, los que se
muestran escépticos y, ante la pura verdad, se comportan con tanta
desvergüenza."
En esto entró en
la casa el pitagórico Arignoto, el de la cabellera larga y el aspecto solemne.
Ya sabes a quién me refiero, a aquel que goza de tanta fama por su sabiduría y
que lleva por sobrenombre "el santo". Yo, al verle, suspiré, pues me
imaginaba que su llegada sería una especie de hacha que cortaría todas aquellas
historietas. Les cerrará la boca -me decía yo- esta sabio varón a todos los que
cuentan tales milagros. Y, la verdad, yo creía de veras, que, como dice el
proverbio, había salido a escena un dios salvador enviado por la Suerte.
Hízole sitio
Cleódemo, preguntó cómo marchaba la dolencia y, cuando hubo oído de labios del
propio Éucrates que estaba ya mejor, preguntó: "¿De qué estabais charlando?,
porque al llegar os oí hablar y me pareció que la conversación era
interesante."
"¿De qué otra
cosa crees que tratábamos -dijo Éucrates- sino intentar convencer -y me señaló
con el dedo- a este hombre tan escéptico de que hay espíritus y fantasmas y de
que las almas de los difuntos recorren la tierra y se aparecen a quienes
quieren?" Me sonrojé y bajé los ojos avergonzado ante Arígnoto.
"¡Cuidado, Éucrates! -repuso él-. No sea que Tiquiades quiera decir que
solamente vuelven las almas de aquellos que han tenido una muerte violenta,
como, por ejemplo, el que se ha ahorcado, o aquel a quien le han cortado la
cabeza, o ha sido crucificado, o bien ha abandonado la vida de un modo
parecido, pero no los que han fallecido de muerte natural. Pues si es esto lo
que él quiere decir, no dice cosas del todo censurables."
"No dice
esto, por Zeus -interrumpió Dinómaco- sino que nada de todo eso es verdad y no
cree que nadie haya presenciado cosas semejantes."
"¿Qué dice?
-exclamó Arígnoto, dirigiéndome una mirada furiosa-. ¿No crees que nada de eso
sea verdad a pesar de que lo ve, por así decirlo, todo el mundo?" "La
justificación -dije yo- de mi escepticismo es que yo soy el único que no lo
veo, porque, de verlo, sin duda lo creería como hacéis vosotros."
"Pues bien
-dijo él-, si va algún día a Corinto, pregunta dónde está la casa de Eubátides,
y, cuando te la hayan mostrado -está junto al Creanión- aproxímate a ella y di
al portero Tibio que quisieras ver de dónde echó el pitagórico Arígnoto aquel espíritu
cavando una zanja y cómo consiguió que, en el futuro, la casa pudiera
habitarse."
"¿Qué es lo
que ocurrió, Arígnoto?", preguntó Éucrates. "Desde hacía mucho tiempo
-empezó aquél- estaba deshabitada debido al miedo, y si alguien llegaba a
habitarla, al punto huía de ella, asustado por un fantasma horrible y
aterrador. Empezaba ya a derrumbarse y el techo se había venido al suelo; en
suma, que nadie tenía siquiera el valor de pasar por delante de ella. Al oírlo,
yo tomé mis libros -tengo muchos egipcios sobre estas materias-, me dirigí a la
casa en el momento del primer sueño, pese a que mi anfitrión querían disuadirme
y casi me tiraba de la túnica al entrar yo a mi -creía él- segura perdición.
Tomé una linterna y me dirigí allí solo; dejo la luz en la habitación más
espaciosa de la casa y me pongo a leer tranquilamente sentado en el suelo. Se
presenta entonces el espíritu -creyendo sin duda que acababa de entrar un pobre
lego y esperando asustarme a mí también-; estaba sucio todo él, llevaba una larga
caballera y era más negro que la oscuridad. Posose sobre mi cabeza, y,
dirigiendo la mirada a todas partes, intentaba cogerme por alguna parte, al
tiempo que se metamorfoseaba ora en perro, ora en toro o en león. Pero yo,
pronunciado en egipcio la fórmula más terrible, conseguí reducirle, con mis
ensalmos, en un rincón de la oscura sala. Visto dónde había ido a refugiarse,
me puse a descansar. Por la mañana, cuando todos desesperaban ya, y creían
hallarme muerto como a los anteriores, me presenté ante Eubátides sin que nadie
lo esperara, y le doy la buena noticia de que ya tiene la casa purificada y
que, en adelante, podrá habitarla sin temor a nadie. Así pues, lo tomo conmigo,
a él y a otros muchos -pues le seguían muchos para presenciar el portento-, los
conduzco al lugar donde había visto desaparecer el espíritu y les pido que
tomen picos y azadones para cavar. Y cuando lo hubieron hecho, se halló, a la
profundidad de una braza, un cadáver, todo huesos. Lo sacamos y lo enterramos;
y desde entonces la casa dejó de ser molestada por apariciones."
Cuando hubo
contado esa historia Arígnoto -una persona admirable por su sabiduría y que
daba la impresión de gozar del respeto de todos- no hubo ya nadie, entre los
presentes, que no condenara mi gran ignorancia por no creer en todo eso a pesar
de ser Arígnoto quien lo contaba. Yo, no obstante, sin arredrarme ante su
cabellera y su prestigio, le digo:
"¿Qué es eso,
Arígnoto? Tú, la única esperanza de la verdad, ¿también estás lleno de visiones
y de humo? El tesoro se ha convertido en carbón, como dice el refrán."
"Pero
-inquirió Arígnoto- si no me crees ni a mí ni a Cleódemo ni al mismo Éucrates,
dime, ¿a quién que sostenga puntos de vista opuestos a los nuestros consideras
tú más digno de crédito en estas cuestiones?"
"¡Por Zeus!
-repuse yo-. A un hombre admirable de veras, al célebre Demócrito de Abdera, el
cual estaba tan convencido de que nada de eso es verdad, que se encerró en una
tumba en las afueras de la ciudad y allí se dedicó a escribir y a pensar día y
noche. Algunos mozos se habían propuesto molestarle y asustarle, y, para tal
efecto, se disfrazaron, de un modo muy fúnebre, con una túnica negra y unas
caretas que imitaban calaveras y se pusieron a bailar a su alrededor, dando
brincos y danzando. Pero él no sintió temor alguno ante ese disfraz, y ni
siquiera les dirigió la mirada, sino que sin dejar de escribir les dijo:
"Basta ya de bromas." Tan firme era su convicción de que las almas
nada son, una vez separadas del cuerpo."
"Con tus
palabras -replicó Éucrates- no haces sino afirmar que Demócrito era un impío,
si realmente pensaba así."
"Yo voy ahora
a contaros otro caso que me ocurrió a mí, no oído de labios de una tercera
persona. Quizá, Tiquiades, al oírlo te dejaría ganar por la verdad. Cuando, en
mi infancia, residía yo en Egipto (enviado allí por mi padre para completar mi
formación) fui en barco hasta Copto y desde allí me dirigí al templo de Memnón,
y entonces entré en deseos de oír aquel prodigio acústico que tiene lugar al
levantarse el sol. Y llegué a oírlo de veras; no era un sonido confuso, como el
que escucha el vulgo, no: el propio Memnón abrió la boca y me dio su oráculo en
siete versos, oráculo que, de no ser ocioso, os iba a recitar ahora. Diose el
caso que hacía la travesía con nosotros un sacerdotes de Menfis, admirable por
su saber y que conocía perfectamente la cultura europea. Decíase de él que
había vivido veintitrés años en una cámara subterránea recibiendo de Isis los
secretos de la magia."
"Te refieres
a Pancrates -interrumpió Arígnoto-, mi maestro, un santo varón, de cabeza
rapada, vestido con una túnica de lino, inteligente, que hablaba un griego no
muy puro, de elevada estatura, chato, de labios gruesos y de piernas algo
flacuchas."
"El mismo
Pancrates -asintió aquél-. Al principio ignoraba yo quién era; más cuando, cada
vez que echábamos anclas, le vi realizar infinidad de prodigios (montar sobre
los cocodrilos, nadar incluso al lado de esas fieras que, temerosas y obedientes,
le saludaban moviendo la cola), entonces caí en la cuenta de que era algún
santo varón; nos fuimos tratando poco a poco, hasta que, insensiblemente, me
convertí en amigo suyo tan íntimo que incluso llegó a revelarme todos sus
secretos. Finalmente me convence de que deje en Menfis a todos mis esclavos y
de que le acompañe solo, pues no nos iba a faltar quien nos asistiera. Y, a
partir de entonces, he aquí la vida que llevamos:
"Cada vez que
llegábamos a una posada, cogía aquel varón la tranca de la puerta, la escoba o
el mango del mortero, los cubría con trapos (recitando previamente un ensalmo)
y los hacía andar, y todo el mundo creía que se trataba de auténticas personas.
Alejábase el objeto en cuestión, y regresaba con agua y manjares, nos servía y
asistía religiosamente en todos los menesteres. Cuando estábamos ya satisfechos
de sus servicios, recitaba otro ensalmo y nuevamente se convertía la escoba en
escoba y el mango de mortero en mango de mortero. Yo, pese a poner todo mi
interés en ello, no conseguí que me enseñara a hacerlo, pues él se mostraba
receloso, aunque en los demás era muy abierto y franco. Mas he aquí que en
cierta ocasión pude oír el ensalmo sin que él lo advirtiera (para ello me había
ocultado en la oscuridad). Se trataba de una palabra de tres sílabas. Marchose,
pues, al mercado tras ordenar al mango de mortero todo cuanto tenía que hacer.
"Al día
siguiente, mientras se encontraba en el mercado para resolver unos asuntos, yo
tomo el mango, lo visto de la misma manera y le ordeno que me traiga agua, no
sin antes pronunciar aquellas tres sílabas. Toma él ánfora y me la trae, y
entonces digo: "Basta, no acarrees más agua, sé de nuevo un mango de
mortero." Pero no quería obedecer mis palabras, antes al contrario me fue trayendo
agua hasta que, a fuerza de acarreos, me inundó toda la casa. En aquel trance
yo, sin saber qué hacer (y como temía que Pancrates, a su llegada, se enfadara
conmigo, cosa que efectivamente sucedió), tomo un hacha y parto el mango de
mortero en dos mitades tomó un ánfora y me traía agua, así que en vez de un
aguador, tuve dos. En eso se presenta Pancrates y, comprendiendo lo ocurrido,
los convirtió de nuevo en maderos, como eran antes del ensalmo, mientras él,
sin que yo lo advirtiera, me dejó esfumándose no sé dónde."
"¿Y sabes
todavía -preguntó Dinómaco- convertir morteros en hombres?"
"Si, por Zeus
-contestó el otro-, pero sólo a medias, pues no sé volverlos a su estado
primitivo una vez que se han convertido en hombres y la casa se nos inundaría a
fuerza de agua."
"¿No
acabaréis nunca -exclamé yo- de contar tantas simplezas a vuestra edad? Por lo
menos aplazad para otra ocasión (por respeto a estos muchachos) todas esas
horripilantes y extrañas historias, no vayan a quedar, sin apercibirse,
sugestionados por cuentos de miedo y extrañas historias. Porque conviene
evitarlo y no acostumbrarles a escuchar unos cuentos que, al quedarles impresos
en la mente, durante toda su vida les causarán molestias y los convertirán en
personas que a cualquier ruido palidecerán, porque les habréis metido la
superstición en el cuerpo."
"Has hecho
muy bien en hablar de superstición -dijo Éucrates- porque ¿qué opinas tú,
Tiquiades, de todo eso, quiero decir de los oráculos, las predicciones o lo
que, entre gritos inarticulados, pregonan algunos posesos, o las voces que se
oyen salir del fondo de un santuario, o las vírgenes que, hablando en verso,
profetizan el futuro? Sin duda serás también escéptico respecto a esa clase de
fenómenos. Que tengo yo un anillo sagrado con un sello que lleva grabada la
imagen de Apolo Pítico y que este Apolo me dirige la palabra no voy a
decírtelo, por no dar la impresión de que quiero presumir en tu presencia; pero
sí quiero en cambio contarte lo que oí en Malo, en el Santuario de Anfíloco (el
héreo en pleno día me dirigió la palabra y me dio sus consejos) y lo que vi con
mis propios ojos, y, a renglón seguido, lo que vi en Pérgamo y oí en Pátara: a
mi regreso de Egipto hacia mi casa, me enteré de que el citado oráculo de Malo
era el más renombrado y veraz, y que daba claras respuestas a la consultas,
contestando a aquellas que eran presentadas por escrito al profeta en la
secretaría. Considerando, pues, que era aquélla una magnífica ocasión para
hacer una prueba (aprovechando la coyuntura de mi travesía) de aquel oráculo y
para evacuar una consulta al dios sobre el porvenir, parecióme bien detenerme a
consultar el oráculo."
Estaba todavía
hablando Éucrates, y yo, viendo que el asunto iba para largo y que iniciaba
aquél el tema, no pequeño, de la farsa de los oráculos y creyendo además que no
debía dar la impresión de que yo era el único que polemizaba con todos ellos,
los dejé cuando estaba aún en la travesía de Egipto a Malo. Como por otra parte
me daba cuenta que iba a serles molesta mi presencia ya que sería como el
debelador de las mentiras. "Yo me voy -les dije- a buscar a Leóntico, pues
tengo necesidad de tratar con él de un asunto. En cuanto a vosotros, como
considero que no os bastan los temas humanos, llamad a los mismos dioses para
que os ayuden en vuestras cavilaciones mitológicas." Y, al tiempo que
hablaba, iba saliendo. Ellos, al recobrar tan gustosamente su libertad,
prosiguieron, como es lógico, su banquete hartándose de mentiras.
Y aquí me tienes,
Filocles, tras haber escuchado esta sarta de mentiras, como si, por Zeus,
hubiera tomado vino dulce y, lleno el vientre de aire, necesitara vomitivos.
Y en verdad que
muy gustosamente compraría al precio que fuese una droga amnésica de las que he
oído hablar; no vaya a ocurrir que el recuerdo de esas mentiras se instale en
mi mente y me cause molestias. Porque, lo que es ahora, me parece no ver más
que milagros, espíritus y Hécates.
Filocles.- También
a mí, Tiquiades, me ha causado el mismo efecto tu historia. Y por cierto que,
según cuentan, se ven atacados de la rabia y temen el agua no sólo los que han
sido mordidos por perros rabiosos, sino que si la persona mordida muerde a
otra, la mordedura causa el mismo efecto y teme lo mismo que el perro. Y así,
parece que tú has sido mordido por muchas mentiras en casa de Éucrates y que me
has transmitido a mí la mordedura. Hasta tal punto me has llenado el alma de
visiones de espíritus.
Tiquiades.- Valor,
amigo mío, que, como contraveneno de esos males, tenemos la verdad, la recta
razón en todo, gracias a la cual no hay peligro de que nos causen molestias
esas vanas y absurdas invenciones.
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