The Reception and Display of Ancient Near Eastern Art
A workshop organized by the Art History Department, Northwestern University, and the Oriental Institute, University of Chicago
Friday, May 17
Trienens Forum, Kresge Centennial Hall 1-515, Northwestern University, Evanston IL
9:00-9:45 Welcome: Reception studies and ancient Near Eastern art
Ann C. Gunter, Art History and Humanities, Northwestern University
9:45-10:30 Babylon– Berlin. Walter Andrae’s reconstruction of the Ishtar gate at Berlin in the context of the Zeitgeist and contemporary art
Helen Gries, Vorderasiatisches Museum, Berlin
10:30-11:00 Coffee
11:00-11:45 Representing Mesopotamia in the Oriental Institute Museum, 1931-present
Jean M. Evans, Deputy Director, Oriental Institute, University of Chicago
11:45-12:30 Ancient Near Eastern Art in The Metropolitan Museum of Art
Yelena Rakic, Ancient Near East Department, Metropolitan Museum of Art
12:30-1:45 Lunch
1:45-2:30 Ancient Middle Eastern artifacts—or modern ones?
Pedro Azara, School of Architecture, Barcelona (ETSAB)
2:30-3:30 Respondents
Paul Collins, Department of Antiquities, Ashmolean Museum, Oxford
Claudia Brittenham, Department of Art History, University of Chicago
Ashley Fiutko Arico, Department of Ancient and Byzantine Art, Art Institute of Chicago
3:15-3:30 Break
3:30-4:00 Discussion
4:30-5:30 (time to be confirmed) tour of "Caravans of Gold, Fragments in Time: Art, Culture, and Exchange across Medieval Saharan Africa," Block Museum of Art, Northwestern University
6:30 pm dinner (for speakers, respondents, and invited participants)
PONENCIA DE PEDRO AZARA
(VERSIÓN ESPAÑOLA)
El escritor argentino Jorge-Luis Borges anotó que Picasso
era anterior a los escultores africanos del siglo XIX ya que las obras de éstos
entraron en los museos y fueron apreciadas como obras de arte por los ojos
occidentales gracias a la “lectura” que del arte africano Picasso realizó,
quien se inspiró de la manera de componer dichas tallas, una manera inédita de
mirar y de traducir plástica la visión en el arte occidental nacido del
renacimiento que se apartaba del naturalismo.
Picasso creó el “arte” africano, lo introdujo en el mundo del arte tal
como éste fue definido en Occidente en el siglo XVIII. Picasso es más antiguo
que las esculturas africanas más antiguas, pues sin Picasso, sostuvo Borges, no
hubiéramos mirado aquellas tallas, no habríamos sabido mirarlas en Occidente,
hubiéramos desviado la mirada ante su presencia enigmática que no cuadraba con
forma de representación conocida y aceptada alguna. Los escultores africanos no
se inspiraron del arte moderno occidental –en este caso, la relación es
inversa- pero la creación africano devino arte, entró en la historia del arte y
se relacionó con otras formas de arte gracias a que Picasso lo contempló como
si fuera un arte más. El arte africano empezó a ser contemplado
“desinteresadamente”, se empezó a pensar que el arte africano había sido creado
para ser contemplado desde la distancia, gracias a Picasso, en palabras de
Borges.
¿Qué tenemos delante, qué vemos?
Una conocida opinión de Jean Genet sobre la mirada hacia la
estatuaria egipcia arcaica nos puede ilustrar sobre lo que contemplamos.
Describía Genet una visita que realizó a las salas de arte egipcio en el Museo
del Louvre de París en los años cincuenta. Contaba Genet que, al detenerse ante
una vitrina que presentaba a una estatuilla de Osiris, tuvo de inmediato la
casi dolorosa impresión que no estaba ante una imagen –una talla de madera
pintada- sino ante un verdadero espíritu. Aquella estatuilla estaba viva. La
imagen no era tal sino la manifestación visible, sensible de un ser
sobrenatural que mantenía toda su fuerza, su presencia dentro de la imagen, en
el interior de la vitrina. Ésta no había desactivado la viveza del espíritu ni
su capacidad de impactar y de influir en el ánimo de quien se enfrentaba con
ella. La talla era la manera cómo el espíritu se manifestaba ante el visitante
y lo sobrecogía: lo detenía.
“Cuando apareció bruscamente, bajo la luz verde, Osiris,
tuve miedo… Una mano o una masa que me obligaba a hundirme en los milenarios
egipcios y, mentalmente, a inclinarme e, incluso más, a arrugarme ante esta
pequeña estatua de mirada y de sonrisa duras, aplastaban mis espaldas y mi
nuca. Se trataba verdaderamente de un dios. El dios de lo inexorable… Tenía
miedo porque se trataba, sin lugar a dudas, de un dios.”
Genet utiliza en más ocasiones la palabra dios que la de
estatua, porque siente –sin que se sepa si se trata de una impresión subjetiva
o la constatación de un hecho objetivo- que se halla ante un ser vivo, ante la
manifestación de lo sobrenatural, y no ante una creación humana, material, es
decir inerte y sin efectividad a distancia. La estatua no es tal sino la manera
cómo Osiris se presentó ante Genet.
¿Cómo exponer el arte antiguo, las obras arqueológicas?
Cabría precisar que la diferencia entre arte antiguo y obra
arqueológica es imprecisa. Museos como el Museo Metropolitano de Arte de Nueva
York o el Instituto de Arte de Chicago poseen colecciones de piezas
arqueológicas que se presentan bajo la denominación de arte antiguo,
seguramente porque se equiparan a las colecciones de arte “clásico”, moderno y
contemporáneo. En cambio, una colección como la del Instituto oriental de
Chicago comprende solamente lo que se denominan obras arqueológicas. Quizá la
diferencia resida en el continente, un museo de arte en general frente a un
museo dedicado exclusivamente al arte antiguo que tiende a ser presentado como
un Museo Arqueológico (véase los casos de Barcelona, Madrid o Atenas, por
ejemplo). Es quizá por esta razón que no existen, a nuestro entender, museo
denominados arqueológicos en los Estados Unidos. Las piezas arqueológicas
suelen proceder de excavaciones legales (según la legislación vigente), es
decir son fruto de hallazgos voluntarios o involuntarios, recientes o
acontecidos hace siglos (la estatua del Laocoonte, en Roma, fue desenterrada en
el siglo XVI, y los caprichos pintados de la Domus Aurea en Roma se
descubrieron casi un siglo antes). Una pieza arqueológica es, así, una pieza
desaparecida y rescatada, cuya vida presenta una corta o larga laguna, un
tiempo durante el cual la obra desaparece de la vista o el conocimiento, y cuyo
hallazgo constituye un verdadero renacer.
La célebre y polémica película documental en blanco y negro Statues
Also Die (Quand les statues meurent aussi), realizada por Chris Marker y Alain
Resnais en 1953, prohibida durante once años años en Francia, trata del tema de
la exposición de estatuas y máscaras africanas fuera de sus países o culturas
de origen, en museos de etnografía o de arte occidentales. Los cineastas sostienen que la presentación
de estas obras, fuera de todo contexto, aisladas en vitrinas, rebaja o anula su
razón de ser, puesto que son ofrecidas a la contemplación desinteresada, como
si fueran obras de arte, cuando, en verdad, son moradas de espíritus que solo
tienen sentido si son capaces de dialogar con las comunidades que las han
creado, a las que pertenecen –o comunidades que les pertenecen, si adoptamos el
“punto de vista” de dichas efigies. Rota
esta conexión, silenciado el diálogo, las obras se reducen a objetos
decorativos que nada dicen ni aportan. Enmudecen. Y se convierten en obras
prescindibles, motivos de mercadeo, sin ninguna influencia efectiva en quienes
las venden, las adquieren o las contemplan, libres de su posible influencia
gracias a la protección que ofrece una campana de cristal. Objetos “extraños”
–capaces tanto de transportarnos cuanto de asegurarnos de “nuestra” capacidad
de reproducir miméticamente el mundo, logrando formas “bellas”, es decir
parecidas a formas naturales “idealizadas”-, curiosos, incomprensibles, e
innecesarios, que solo se muestran para satisfacer nuestra necesidad de
“exotismo”.
¿Debemos pues exponer obras que no fueron concebidas ni
creadas para ser contempladas, sino para jugar un papel activo en la comunidad?
Un conocido breve texto de Roland Barthes, “Cómo interpretar
lo antiguo”, podría darnos alguna pista. Se trata de una crítica a una
representación de una tragedia griega en París, redactada en 1955. Barthes comenta las dos maneras más habituales
de abordar la puesta en escena de un texto clásico –dos maneras que aún se dan
hoy, sesenta y cinco años más tarde: una manera que Barthes denomina
arqueológica –en la que se busca la perfecta réplica de lo que se considera era
una representación en la Atenas del siglo VI aC, con actores con togas y
máscaras- y una representación con trajes de calle y decorados y efectos
visuales y sonoros modernos, en la que se busca “actualizar” el texto, como si
éste se refiera al presente, anulando la extrañeza que lo que se narra y cómo
se narra producen. El texto podría ser una crónica o un reflejo del presente.
Entre la toga y el traje de calle ¿cabría otra manera de abordar la
interpretación de un texto teatral antiguo? Barthes critica la manera de
recitar. Las pasiones que viven, y con las que se enfrentan los héroes, no son
pasiones que les embargan, fruto de su manera de situarse en el mundo. Los
héroes no son sujetos libres, víctimas de “sus” pasiones. Lo que les ocurre es
fruto de decisiones y acciones externas. Los dioses los manejan. Ellos no
sienten nada. Actúan al dictado o el antojo del cielo. Sus vivencias, sus
deseos no cuentan. No son seres torturados, que ansían superarse. La tortura
que sufren es una consecuencia directa de la manipulación divina, no es
psicológica; no se trata de una “enfermedad del alma”. Del mismo modo, el coro
es una figura esencial, que declama lo que el pueblo opina sobre los
acontecimientos narrados. El coro es un representante popular, es la voz de la
comunidad, que sufre o goza, se compadece o se enfurece ante la manera cómo los
dioses utilizan a los héroes, una manera de la que no pueden librarse –ni
seguramente piensan en librarse, sino que aceptan porque no cabe otra actitud ante
la voluntad divina, porque se saben víctimas, un papel del que no pueden
desprenderse. En este sentido, la revuelta y la orgullosa manifestación de
libertad ante el destino, propia del romanticismo, no tienen cabida en el mundo
griego arcaico y clásico.
Se trata, desde luego, de un mundo lejano, incomprensible.
No podemos compartir esta visión de la condición humana y de su lugar en el
mundo. La extrañeza ante lo que se cuenta y cómo se narra es inevitable. Nunca
podremos entender a los clásicos. Pertenecen a un mundo que nada tiene que ver
con nosotros. Por tanto, Barthes critica cualquier intento de “modernizar” un
texto y su interpretación, basándose en presupuestos y en sentimientos
modernos. Se tiene, en cambio, que mantener la extrañeza, casi la incomprensión
que el texto y su escenificación suscitan, porque es la única manera de
apreciar la distancia insalvable entre dos tiempos, antiguo y moderno,
asumiendo que nunca podremos ver una obra de teatro clásica como era percibida
o recibida hace dos mil quinientos años. La obra no nos habla, ni habla de
nosotros. Habla de lo que nos es hoy incomprensible, inasumible incluso, y esta
es la lección que la interpretación de una obra antigua nos tiene que dar:
somos mortales y estamos inevitablemente marcados por el tiempo. Nuestra visión
está condicionada, y permitida o facilitada por nuestro tiempo. No podemos
pretender entender el presente y el pasado como si fuéramos inmunes al tiempo,
como si fuéramos dioses.
Es cierto que Barthes se refiere a interpretaciones de textos
teatrales, pero éstas conllevan una puesta en escena, tan importante como la
propia interpretación actoral. ¿Qué podemos aprender de esta crítica, y cómo
podemos aplicarla a la puesta en escena de obras arqueológicas, si compartimos
la visión de la antigüedad de Barthes?
Bataille, a principios de los años treinta del siglo pasado,
criticaba, en la revista Documents, la exposición de objetos antiguos, aislados
en vitrinas, fuera de todo contexto –una opinión que Marker y Resnais
retomarían una veintena de años más tarde, como hemos visto. Según Bataille la
exposición de objetos antiguos no era aceptable porque no habían sido
elaborados para ser contemplados sino para ser usados, lo que es imposible en
un contexto museístico: los objetos expuestos no pueden ser manipulados por
razones de conservación–Bataille se refería sobre todo a objetos
“etnográficos”, una vez cesado su uso, inservibles y seguramente ya imposibles
de volver a ser usados debido al desconocimiento que se tiene de cómo y porqué
se utilizaban, objetos que han perdido su razón de ser por los cambios
sociales-. La contemplación era inútil, irrelevante o perniciosa porque ponía
el acento en las cualidades materiales y formales del objeto, en la pericia o
técnica de su manufacturación, en detrimento de su razón de ser, que era la de
responder a determinadas necesidades, de acomodarse a la mano y al objeto con
el que debía entrar en relación. La red de relaciones en la que se acogía el
objeto, quién lo elaboraba y quién lo usaba, eran tan importantes como la
propia presencia del objeto. Si no cabía más que exponerlos, su presentación
debía evocar de manera lo más precisa posible cómo y dónde se utilizaban dichos
objetos, en qué contextos se insertaban, a qué necesidades respondían. Es
decir, según Bataille, el objeto debía exponerse precedido o rodeado de cuánta
más información gráfica y visual posible sobre los usos del objeto mejor. Sin
esta información, la exposición no tenía, literalmente, sentido. Peor aún, era
engañosa sobre la función del objeto.
Desde luego, un objeto arqueológico debería acompañarse de
todos los datos y referencias que se pudieran encontrar –textos, imágenes, así
como de la historia de su descubrimiento, y de las interpretaciones que se han
dado- para que la mirada pudiera evaluarlo debidamente, teniendo en cuenta la
razón de su existencia. Una bomba, en sí, puede ser un objeto placentero, una
perfecta esfera, una figura casi ideal. Solo la explicación de su finalidad –si
atendemos a las causas aristotélicas- matizará o anulará el posible entusiasmo
o la fascinación que produce. Fascinación que puede que se mantenga o se
acreciente, pero que no desconoce por qué fue ideada y ejecutada dicha bomba.
La evaluación exclusivamente formal es legítima siempre que sea la consecuencia
de una elección con todas las cartas en la mano. La estética puede obviar la
ética, pero debe conocer a ésta, para que la elección sea una elección, una
elección que tenga “sentido”.
Cuantos más datos, ordenados y claramente enunciados,
podamos aportar, más estaremos informados y formados para contemplar un objeto
arqueológico. Pero ¿qué podemos ver?, ¿qué vemos? ¿Debemos mirarlos, incluso?
Tenemos que aproximarnos tratando de relacionarnos con ellos
según lo que dispongan o nos pidan, atendiendo a lo que muestran y significan.
Mas ¿sabemos qué quieren comunicarnos, qué desean revelarnos?
Algunas obras arqueológicas no fueron nunca pensadas y
materializadas para ser contempladas, al menos por ojos humanos. Todo el arte
funerario debe de permanecer oculto, al menos a nuestros ojos. Las estatuas
funerarias griegas, los llamados kolossoi, se presentaban erguidos, al aire
libre. En este caso, se ofrecían a la vista, pero tenían como fin no ser
disfrutados sensiblemente sino permitirnos acordarnos de los difuntos
enterrados bajo la estatua, amén de que servían de cobijo, de cuerpo
imperecedero a las almas del difunto, desamparadas y potencialmente agresivas o
molestas tras la desaparición de su soporte, el cuerpo del difunto. Jean Evans
ha estudiado maravillosamente la ubicación de los orantes mesopotámicos,
demostrando de manera convincente que dichas efigies si situaban cerca de las
capillas, las moradas divinas, y tenían como fin no solo garantizar la
presencia permanente del oferente ante la divinidad (o su estatua de culto),
sino que también delimitaban el espacio. Se ubicaban en la frontera, que
definían, entre el espacio por donde transitaban los oferentes, y el espacio al
que solo tenía acceso la divina y sin duda los sacerdotes. Por tanto, dichas
efigies, ubicadas en patios, al aire libre, quizá solo tuvieran ojos para la
divinidad y solo se mostraban de espaldas a los mortales. Las estatuas reales
seguramente eran visibles, siempre que los mortales tuvieran acceso a los
espacios (patios, estancias) donde se ubicaban.
La visibilidad de las estatuas y las estatuillas –si nos
limitamos a este tipo de objetos arqueológicos- las definía, pero las
modalidades de la visión variaban y no siempre –o quizá nunca- coincidían con
nuestra manera de relacionarnos con las estatuas. Su contemplación no estaba
asegurada. Ni siquiera existían solo para ser contempladas. En todo caso, no
podemos estar seguros del tipo de relación que exigían, como tampoco estamos
seguros que entraran en contacto con os mortales ni qué querían revelar.
Son obras que nos son extrañas. Eran extrañas en la
antigüedad; quiero decir, probablemente no pertenecían al mundo profano en el
que los mortales están circunscritos. Pocos mortales tenían acceso a la visión
de las estatuas –si es que ojos mortales podían relacionarse con ellas. La
invisibilidad de lo visible, de una imagen seguramente nos es extraña, más
extraña posiblemente que para un habitante de hace tres o cuatro mil años.
La exposición de tales obras, hoy en día, debería respetar
la extrañeza que causan. Doble extrañeza: la que quizá sentían los hombres del
pasado, y la nuestra, incapaces de ver dichas obras como debían de ser vistas o
pensadas antiguamente. No son obras que se muestren, se ofrezcan a la vista. Es
posible que nos rehúyan, y quizá que las rehuyamos también al no poder
desenmascararlas y penetrar en lo que encierran o significan. Son un enigma, y
dicho misterio debe ser preservado. ¿Cómo exponerlas pues –si es que debemos
mostrarlas?
Hace años, el arquitecto Marc Marín (hoy en la
UPennUniversity) y yo pensábamos y escribimos que el “White cube”, el espacio
blanco habitualmente utilizado para exponer obras contemporáneas, sin
aparentemente ninguna cualidad especial, era el medio preferible para exponer
obras arqueológicas -aunque el color blanco y la ausencia de ornamentación, la
luz artificial o la llegada de luz natural inundando el espacio ya son maneras
de caracterizar dichos espacios expositivos, que no son, por tanto,
contenedores neutros-. La razón estribaba en qué considerábamos que, toda vez
que las piezas arqueológicas no fueron concebidas ni realizadas para ser
contempladas, disfrutadas por sus cualidades sensibles ni por su contenido
–aunque bien sea cierto que los materiales y la cuidada o habilidosa ejecución
contribuían a la irradiación mágica o sagrada de los objetos-, su exposición
las equiparaba con los objetos que existen para entrar en contacto visual o
sensible con los humanos: las obras de arte. Y, en tanto que obras de arte, en
tanto que obras arqueológicas convertidas en obras de arte a causa de su
exposición, que no atiende a lo que “representan”, a sus fines y valores -no
siempre conocidos-, sino a sus cualidades estéticas y la “forma” en que
traducen un contenido que suponemos parecido al de una obra de arte, las obras
arqueológicas, como las obras de arte contemporáneas, bien podían exponerse en
contenedores neutros, blancos, habituales en el arte contemporáneo. Hoy no
negamos la buena relación entre las obras arqueológicas y el contenedor blanco,
pero consideramos que dicha relación sería particularmente adecuada para
expresar justo lo contrario de lo que anteriormente considerábamos expresaba el
contenedor blanco cuando acogía a una obra antigua. Lejos de acercárnosla, o de
acercarnos a ella, el “white cube” nos la aleja –el ensayista español Sánchez
Ferlosio consideraba que la obra no debía ser acercada al espectador, es decir,
simplificada, edulcorada, obviando sus asperezas, sus dificultades, el carácter
arisco de la obra que se niega a revelar su contenido sin la debida preparación
por parte del espectador, sino que era el espectador el que debía emprender el
acercamiento a la obra, acaso dificultosamente, enfrentándose a sus
limitaciones y los enigmas que la obra plantea. Dicho alejamiento debe ser mantenido
y acentuado, pues simboliza el abismo entre la obra y nosotros, entre su mundo
y el nuestro, y preserva su carácter que solo los antiguos podían entender.
Así, aislada, sola, en un ambiente desnudo, la obra se nos presenta como un
problema irresoluble, que invita a resolverlo, una tentativa necesaria de
emprender aun sabiendo que nunca será entera y definitivamente solventado. La
doble extrañeza, la que la obra impone porque no está siempre concebida para
los sentidos de los mortales, y la que sentimos ante ella, incapaces de
interpretarla pese a la aparente facilidad que pueda emanar de una manera
naturalista de representar, es lo que define lo que una obra arqueológica es o
posee. Cuantos más datos se aporten, cuantas más facilidades se concedan al espectador
para acercarse a la obra, más fructífero será el encuentro, siempre que la obra
acepte el encuentro y nos ayude a alzarnos hasta ella. Una esperanza necesaria
aunque vana.
La historia es un pasillo, o una red de galerías, marcada
por puertas que se van cerrando. Algunas logran abrirse tras un tiempo. Otras
ni siquiera se descubren.
Exponer obras arqueológicas conlleva reflexionar sobre
nuestra concepción de la historia, entendida como una sucesión continua de
hitos y datos descifrables, o como una superposición inconexa de datos, muchos
de los cuales faltan o son indescifrables, y otros están irremediablemente
mutilados o tergiversados por interpretaciones anteriores que impiden un
acercamiento a la comprensión, siempre limitada, de la obra. Una exposición de
arqueología habla tanto el pasado cuanto del presente, y revela todo lo que
hemos perdido, y como el pasado, muy a menudo, es mudo aunque intentamos, a
veces desesperadamente, hacerle hablar, creyendo en ocasiones que se dirige a
nosotros y que lo entendemos. Como no entendemos el presente, desviamos la
mirada hacia el pasado, ya concluido. Lo que contiene apenas se nos revela, y
se revela como un misterio –y un acicate para seguir reflexionando y
“exponiendo”.
(VERSIÓN INGLESA)
The
Argentinean writer Jorge Luis Borges pointed out that Picasso anticipated 19th
century African sculptors because their works came to form part of museums and were
valued as works of art by Western eyes thanks to his “reading” of African art, inspired
by how these sculptures were created, an unusual visual way of looking at and
translating the vision of Western art born in the Renaissance that distanced itself
from naturalism. Picasso created African “art” and introduced it in the world
of art as it was defined in the West in the 18th century. Picasso is older than
the oldest African sculptures because without Picasso, Borges argued, we
wouldn’t have looked at those sculptures, we wouldn’t have known how to look at
them in the West, and we would have disregarded their enigmatic presence that
did not fit in with any known or accepted form of representation. African
sculptors were not inspired by Western modern art – rather the reverse – but African
creation became art, entered the history of art and was related to other forms
of art because Picasso saw it as if it were just another art. In Borges’ view, African
art started to be seen “selflessly”, people began to think that it had been
created to be looked at from a distance, thanks to Picasso.
What is
before us, what do we see?
A
well-known opinion by Jean Genet on the approach to archaic Egyptian statuary
can enlighten us about what we look at. Genet described a visit he made to the
Egyptian art rooms in the Louvre Museum in Paris in the fifties. Genet explained
that, when stopping in front of a display cabinet with a statuette of Osiris, he
immediately had the almost painful impression that he was not in front of an
image – a painted wooden statuette – but a real spirit. That statuette was
alive. It was not an image but the visible, sensible manifestation of a
supernatural being that preserved all its strength, its presence within the image,
inside the display cabinet. It had not deactivated the vividness of the spirit
or its capacity to have an impact and influence on the mood of those looking
upon it. The statuette was how the spirit manifested itself to visitors and overawed
them: stopped them.
“When Osiris
suddenly emerged, under the green light, I was frightened... A hand or a mass
that made me sink into the Egyptian millenaries and, mentally, incline towards and
even shrink before that statuette with a severe gaze and smile, crushed my shoulders
and my nape. It was certainly a god. The god of the inexorable… I was
frightened because it was, undoubtedly, a god.”
Genet uses the
word god more often than statuette because he feels – without us knowing if it
is a subjective impression or the realisation of an objective fact – that he is
standing in front of a living being, the manifestation of the supernatural
rather than a tangible human creation; in other words, inert and without
effectiveness at a distance. The statuette is not a statuette as such but the
way Osiris presented himself before Genet.
How to
exhibit ancient art, archaeological pieces?
It should
be noted that the difference between ancient art and archaeological pieces is
imprecise. Museums such as the Metropolitan Museum of Art in New York or the
Art Institute of Chicago hold collections of archaeological pieces that are exhibited
under the name of ancient art probably because they are put on the same level
as the collections of “classical”, modern and contemporary art. In contrast, a
collection like that of the Oriental Institute in Chicago only comprises what
they call archaeological artefacts. Perhaps the difference lies in the
continent, an art museum in general compared with a museum exclusively focused
on ancient art that tends to be presented as an Archaeological Museum (see the
cases of Barcelona, Madrid or Athens, for example). This is perhaps why, in our
view, there are no museums called archaeological in the United States. The
archaeological pieces usually come from legal excavations (according to the
legislation in force); in other words, they are the result of voluntary or
involuntary discoveries, recent or dating back centuries (the statue of Laocoön,
in Rome, was unearthed in the 16th century, and the caprices painted in the
Domus Aurea in Rome were discovered almost a century earlier). An
archaeological piece is, therefore, a vanished and rescued piece, whose life has
a short or long hiatus, a time during which it disappears from sight or
knowledge, and whose discovery is a real rebirth.
The famous
and controversial black and white documentary film Statues Also Die (Quand les
statues meurent aussi), directed by Chris Marker and Alain Resnais in 1953,
banned for 11 years in France, deals with the issue of exhibiting African
statues and masks outside their countries or cultures of origin, in Western
ethnography or art museums. The filmmakers argue that the presentation of these
works outside any context, isolated in display cabinets, undermines or annuls
their purpose, because they are offered up for selfless contemplation, as if
they were works of art, when, in reality, they are dwellings of spirits that
are only meaningful if they can dialogue with the communities that have created
them, to which they belong – or communities that belong to them, if we adopt
the “point of view” of these effigies. Once this link has been broken and the
dialogue silenced, the pieces are reduced to decorative objects that say or
contribute nothing. They remain silent. And they become dispensable pieces, merchandise,
without any effective influence on those selling, buying or looking at them,
free of their possible influence thanks to the protection of a glass bell.
“Strange”, curious, incomprehensible and unnecessary objects – capable both of
transporting us and guaranteeing “our” capacity to mimetically reproduce the
world, achieving “beautiful” shapes; that is, similar to “idealised” natural
shapes – that are only exhibited to meet our need for “exoticism”.
Must we
therefore exhibit objects that were not conceived or created to be looked at
but to play an active role in the community?
A
well-known brief text by Roland Barthes, “Comment représenter l’antique”, might
give us a clue. It is a review of a performance of a Greek tragedy in Paris,
written in 1955. Barthes comments on the two most common ways of dealing with
the staging of a classical text; two ways that still exist today, 65 years
later: a way that Barthes calls archaeological, in which the perfect replica of
a performance in the 4th century BC is sought, with actors wearing togas
and masks, and a performance with street clothes, modern decors and sound and
visual effects, in which the objective is to “update” the text, as if it
referred to the present, suppressing the estrangement produced by what is
narrated and how it is narrated. The text could be a chronicle or a reflection
of the present. Between the toga and the street clothes, would it be possible
to find another way of dealing with the performance of an ancient play? Barthes
criticises the way the actors recite. The passions experienced and faced by
heroes are not passions that overpower them but are the result of how they position
themselves in the world. Heroes are not free subjects, victims of “their”
passions. What happens to them is the result of external decisions and actions.
The gods control them. They feel nothing. They act at the dictation or will of
heaven. Their experiences and desires do not count. They are not tortured
beings, who wish to excel. The torture they suffer is a direct consequence of
divine control; it is not psychological, it is not a “disease of the soul”.
Similarly, the choir is a key element, declaiming the people’s view of the
events narrated. The choir is a people’s representative, the voice of the
community, which suffers or enjoys, sympathises or becomes furious at how the
gods use the heroes. They cannot escape it and probably do not think about doing
so but instead accept it because there is no room for any other attitude faced
with divine will, because they feel themselves as victims, a role they cannot
avoid. In this respect, the revolt and the proud manifestation of freedom faced
with fate, characteristic of Romanticism, has no place in the archaic and
classical Greek world.
It is, of
course, a distant, incomprehensible world. We cannot share this vision of the
human condition and its place in the world. The strangeness faced with what is
told and how it is narrated is inevitable. We will never understand the
classics. They belong to a world that has nothing to do with us. Thus, Barthes
criticises any attempt to “modernise” a text and its performance, based on
modern assumptions and feelings. In contrast, the strangeness, almost the
incomprehension, that the text and its staging awaken must be preserved,
because it is the only way of noticing the insuperable distance between two
times, ancient and modern, taking for granted that we will never be able to see
a classical play as it was perceived or received 2,500 years ago. The play does
not speak to us, or speak about us. It speaks of what today is incomprehensible
for us, unacceptable even, and this is the lesson that the performance of an
ancient play must give us: we are mortal and we are inevitably marked by time.
Our vision is determined, and allowed or facilitated, by our time. We cannot claim
to understand the present and the past as if we were immune to time, as if we
were gods.
It is true
that Barthes refers to performances of plays, but these entail a staging, as
important as the acting performance. What can we learn from this review, and
how can we apply it to the staging of archaeological objects, if we share Barthes’s
vision of antiquity?
Bataille, in
the early 1930s, criticised, in the journal Documents,
the exhibition of ancient objects, isolated in display cabinets, outside any
context – an opinion that Marker and Resnais would pick up some twenty years
later, as we have seen. According to Bataille, the exhibition of ancient objects
was not acceptable because they were not produced to be looked at but to be
used, which is impossible in the framework of a museum: the objects exhibited cannot
be handled for reasons of conservation. Bataille mainly referred to
“ethnographical” objects that, once they were no longer used, become useless and
probably cannot be used again because we do not know how and why they were
used; objects that have lost their purpose through social changes. Looking was
useless, irrelevant or pernicious because it stressed the tangible and formal
qualities of the object, the skill or technique of its manufacture, to the
detriment of its purpose, which was to meet given needs, to adapt to the hand
and to the object to which it had to relate. The network of relations surrounding
the object, who made it and who used it, was as important as its presence. If
there was no other possibility than to exhibit them, their display had to evoke
as precisely as possible how and where these objects were used, their contexts,
and the needs they met. In other words, according to Bataille, the object had
to be exhibited preceded or surrounded by as much graphic and visual information
as possible about its uses. Without this information, its exhibition was,
literally, meaningless. Or even worse, it was deceitful about the function of
the object.
Of course,
an archaeological object should be exhibited along with all the data and references
available – texts, pictures, as well as the history of its discovery, and the
interpretations made of it – so that the gaze could assess it appropriately,
bearing in mind the reason for its existence. A bomb, in itself, can be a
pleasant object, a perfect sphere, an almost ideal figure. Only the explanation
of its purpose – if we keep in mind the Aristotelian causes – will qualify or
cancel the possible enthusiasm or fascination it produces. A fascination that
perhaps will be maintained or grow but which does not know why that bomb was
conceived and manufactured. The exclusively formal assessment is legitimate
provided it is the consequence of a choice while holding all the cards. Aesthetics
can ignore ethics, but must understand them, so that the choice is a choice and
has a “meaning”.
The more arranged
and clearly enunciated data we can contribute, the more informed and trained we
will be to look at an archaeological object. But what can we see? What do we
see? Do we even have to look at archaeological objects?
Our
approach must be to try to relate with them according to what they tell or ask
us, taking into account what they show and mean. But, do we know what they want
to tell us, what they wish to reveal to us?
Some
archaeological pieces were never conceived or materialised to be looked at, at
least by human eyes. Any funerary art must remain hidden, at least to our eyes.
Greek funerary statues, the so-called kolossoi, were displayed erect, in the
open air. In this case, they were offered to the sight but their purpose was
not to be enjoyed with the senses but to enable us to remember the deceased buried
beneath the statue, in addition to the fact that they acted as a shelter, as
imperishable body for the souls of the deceased, helpless and potentially
aggressive or angry after the disappearance of their support, their body. Jean Evans
has brilliantly studied the location of the Mesopotamian worshippers, showing
convincingly that these effigies were placed close to the shrines, the divine dwellings,
and their aim was not only to guarantee the permanent presence of the offering
bearer before the deity (or its worship statue) but also delimited the space.
They were located on the border, which they defined, between the space where
the offering bearers moved and the space that only the deity and of course the
priests could enter. Therefore, these effigies, located in patios, in the open
air, only had eyes for the deity and were displayed with their backs to mortals.
The statues were probably visible provided mortals had access to the spaces (patios,
rooms) where they were located.
The
visibility of the statues and statuettes – if we limit ourselves to these types
of archaeological objects – defined them, but the ways they were viewed varied
and not always – or perhaps never – coincided with our way of relating with them.
There was no guarantee of looking at them. They didn’t even exist only to be looked
at. In any case, we cannot be sure of the type of relation they required, as we
cannot be sure that they made contact with mortals or what they wanted to
reveal.
They are pieces
that are strange to us. They were strange in antiquity; that is, they probably
didn’t belong to the profane world in which mortals are confined. Few mortals were
able to see the statues – if mortal eyes could relate to them. The invisibility
of the visible, of an image that is probably strange to us, stranger possibly
than for an inhabitant of three or four thousand years ago.
The exhibition
of such pieces today should respect the estrangement they awaken. A two-fold estrangement:
that which the individuals of the past felt, and ours, incapable of seeing such
pieces as they must have been seen or conceived in antiquity. They are not pieces
that are shown and offered up to our sight. Maybe they avoid us, and perhaps we
also avoid them as we cannot unmask them and penetrate into what they conceal
or mean. They are an enigma, and such a mystery must be preserved. How should
they be exhibited – if we should exhibit them?
Some years
ago, the architect Marc Marín (today at UPenn) and I thought and wrote that the
white cube, the white space usually used to exhibit contemporary works, without
apparently any special quality, was the preferred medium to display
archaeological pieces – although the white colour and lack of ornamentation,
the artificial light or the arrival of natural light flooding the space are in
themselves ways of characterising such exhibition spaces, which are not, therefore,
neutral containers. The reason was that we considered that, although
archaeological pieces were not conceived or made to be looked at, enjoyed for
their sensible qualities or their contents – although certainly the materials
and painstaking execution contributed to the magical or sacred irradiation of
the objects –, their exhibition put them at the same level as the objects that
exist to enter into visual or sensible contact with humans: the works of art.
And, as works of art, as archaeological pieces turned into works of art because
of their exhibition, which does not deal with what they “represent”, their
purposes and values – not always known – but rather their aesthetic qualities
and the “form” in which they translate a content that we suppose is similar to
that of a work of art, archaeological pieces, like contemporary works of arts,
could be displayed in neutral white containers, common in contemporary art.
Today we do not deny the good relation between archaeological pieces and the
white containers, but we think that this relation would be particularly
suitable to express quite the opposite of what we previously thought the white
cube expressed when it housed an ancient piece of art. Far from bringing it
closer to us, the white cube distances it. The Spanish essayist Sánchez
Ferlosio considered that the work should not be made more accessible for viewers;
in other words, simplified, sweetened, overcoming its roughness and
difficulties and the unfriendly character of the work that refuses to reveal its
contents without the due preparation by the viewer. Rather, viewers should prepare
themselves, however difficult it may be, confronting their limitations and the
work’s enigmas. This distancing must be maintained and stressed, because it
symbolises the abyss between the work and us, between its world and ours, and
preserves its character that only the ancients could understand. Thus,
isolated, alone, in a bare setting, the work appears to us as an unsolvable
problem, which invites solution, a necessary effort despite understanding that
it will never be entirely and definitively solved. The two-fold estrangement,
that which the work imposes because it is not always conceived for the senses
of mortals and that which we feel before it, incapable of interpreting despite
the apparent accessibility that may come from a naturalistic representation, is
what defines what an archaeological piece is or possesses. The more information
there is and the easier it is for the viewer to get closer to the work, the
more fruitful the encounter, provided the work accepts the encounter and helps
us to reach it. A necessary yet vain hope.
History is
a passageway, or a network of galleries, marked by doors that keep closing.
Some can be opened after a time. Others are not even discovered.
Exhibiting
archaeological pieces involves reflection on our conception of history,
understood as a continuous succession of decipherable milestones and data, or
as a disconnected superimposition of data, much of which is lacking or indecipherable,
while other data is irredeemably mutilated or distorted by prior interpretations
that prevent an approach to the always limited understanding of the piece. An
exhibition of archaeology speaks both of the past and the present, and reveals
everything we have lost, and how the past, very often, is mute although we try,
sometimes desperately, to make it talk, believing that on occasions it
addresses us and we understand it. As we don’t understand the present, we look towards
the past, which is already over. What it contains is barely revealed to us, and
appears as a mystery – and an incentive to continue reflecting and “exhibiting”.
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