lunes, 27 de mayo de 2019

Ojos sumerios (estatuaria mesopotámica)










Estatuas de orantes sumerios o mesopotámicos, IV-III milenios aC, Oriental Institute, Chicago

Fotos: Tocho, mayo de 2019

Según Hegel, el viaje del espíritu, desde las alturas, en las que apenas era perceptible y comprensible desde la tierra, hasta el corazón del hombre, culminaba cuando la distancia entre el hombre y el espíritu se reducía tanto, que el espíritu se unía al corazón humano y se manifestaba a través de la mirada, el espejo del alma.
La obra de arte era el lugar donde brillaba la materialización del espíritu, Éste, lejano, en la remota antigüedad, apenas alumbraba formas ciclópeas y abstractas, como en Egipto o en la India, incapaces de atinar dónde se hallaba el espíritu y cual era su función.
La mayor cercanía entre el cielo y la tierra, en Grecia, cuando el espíritu ya iluminaba a los hombres, y les infundía esperanzas y desasosiegos, es decir, les ilustraba sobre las pasiones humanas, cuando los hombres ya veían en el espíritu como una luz fiable, dio lugar a un arte naturalista, con la forma antropomórfica como perfecto receptáculo del espíritu, vagamente frío o distante, como las figuras heroicas, ya que el espíritu aún era parcialmente ajeno a los anhelos y miserias humanas. Actuaba como un modelo, mas aún no en plena sintonía con la vida íntima humana.
Fue con el cristianismo, con la llegada de un dios-hombre, con su encarnación y asunción de la vida mortal, siguió contando Hegel, cuando las figuras humanas casi temblorosas, anhelantes y expectantes, pintadas o cantadas, más que esculpidas, ya que la pintura, la palabra y la música eran perfectos vehículos, antes que el mármol y los sillares, para traducir la comunión entre el hombre y el espíritu, cuando el hombre acogió a éste y se dejó guiar por él, manifestando a través del brillo de la mirada, que el arte del retrato reproduce, la plana confianza entre entre ambas entidades, materiales y espirituales -antes del retorno del espíritu hacia lo alto, lo que señalaría la muerte del arte y el crecimiento de la especulación filosófica como manera de seguir la senda ascendente del espíritu, cada vez más enigmático cuya estela y cuyos misterios, sin embargo, podían ser seguidos y desvelados, ya en ausencia de toda imagen. Hegel seguía a Platón.
Las lecciones de estética de Hegel datan de principios del siglo XIX. Su conocimiento del arte era, inevitablemente inferior al de hoy en día. Todavía Occidente apenas tenía un conocimiento directo del arte del Próximo Oriente antiguo. Desde luego, faltaba casi un siglo y medio para los grandes hallazgos arqueológicos del sur de Iraq, y el descubrimiento de las estatuas de orantes sumerios.
¿Cómo habría reaccionado Hegel ante estos ojos bien abiertos, ante esta imagen tan humana de seres expectantes, confiados pero humildes? Es cierto que el dios sumerio no era un hombre, pero sus pasiones y sus temores sí eran cercanos a los de los hombres. Los mismos dioses se lamentaron, se avergonzaron de la decisión que tomaron un día de aniquilar a la ruidosa y populosa humanidad con un diluvio, ya que sintieron pena y dolor ante la disolución humana. Sintieron en carne propia la agonía humana. Los dioses mesopotámicos no eran fríos ni distantes, y menos inmisericordes o incomprensibles, como el dios judío o los dioses griegos. Estaban cerca de los hombres. Por eso, dioses y hombres se representaban prácticamente del mismo modo y, sobre todo, la iluminación que brindaban, la irradiación que otorgaba esperanza, se reflejaba en unos grandes ojos admirativos y confiados, en unos gestos de piedad, que las estatuas de orantes tan bien traducían.

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