domingo, 7 de junio de 2020

El "descubrimiento" de Mesopotamia: García de Silva Figueroa (1550-1624) en Chilminara (Persépolis)







Se comenta desde hace unos años que Occidente no descubrió Mesopotamia -pese a que las primeras misiones arqueológicos en los territorios árabes del imperio otomano empezaran, por razones militares y estratégicas antes que religiosas (Abrahan vino de Mesopotamia, y Jerusalén fue conquistada por Babilonia y por Asiria antes de ser liberada por Persia)- y culturales.

Las ruinas mesopotámicas eran conocidas de las poblaciones árabes y locales, y quienes efectuaron los primeros viajes a Oriente desde Occidente fueron letrados musulmanes desde Córdoba ya desde el siglo IX, camino de la Meca y de las otras grandes capitales del imperio, Damasco, primero y Bagdad a partir del siglo XII.

Los letrados cristianos no llegaron a lo que hoy en Siria e Iraq hasta finales del siglo XVI y principios del siglo XVII. Las invasiones árabes, primero, y turcas, posteriormente, del Mediterráneo Oriental y el Próximo Oriente, dificultaron o impidieron los desplazamientos entre las riberas occidentales y orientales mediterráneos.

Los reinos y ducados cristianos, a partir del siglo XVI, se enfrentaron a un nuevo poder mediterráneo: el imperio otomano -que ocupó el imperio árabe-, tras la caída de Constantinopla en 1453, que avanzaba hacia occidente.
Pese a que la "Santa Liga" ganó la batalla naval de Lepanto -que frenó la expansión otomana-, el emperador Felipe II quisó entrar en contacto con el imperio persa para que éste declarara la guerra al imperio otomano, tomándolo por la parte oriental. A fin de establecer relaciones diplomáticas entre ambos imperios, Felipe II envío una numerosa delegación, encabezada por García Silva de Figueroa, en 1614. Después de tres años de viaje, desde Lisboa, rodeando el continente africano, y tras atracar en Goa, una colonia portuguesa en la India, la delegación pudo poner pie en Persia.

Aunque la misión fracasara y que García Silva de Figueroa  naufragara y muriera de regreso a Lisboa, no solo recibido y agasajado por el emperador persa -a quien regaló obras inspiradas en antigüedades romanas de Mérida (García Silva de Figueroa era extremeño)-, sino que pudo recorrer todo el imperio, llegando a explorar Babilonia, cerca de Bagdad, y Palmira, en medio del desierto sirio.
Su mayor aportación fue la descripción de las ruinas de Chilminara -que pronto identificó con las ruinas de Persépolis, descritas en las crónicas greco-latinas-, y la identificación de motivos decorativos, compuestos por estrechas pirámides y obeliscos, como una escritura de un pueblo que nadie había conocido y que quizá nunca habría existido, la escritura cuneiforme, que transcribía una lengua que intuyó no era persa, árabe, griego ni babilónico.
Los dibujos de relieves de Persépolis y de inscripciones cuneiformes que mandó realizar a un dibujante de la delegación, el levantamiento de planos del yacimiento, y la descripción de las ruinas constituye aún un documrnto fidedigno, el primero, que certifica en qué estado se hallaban las ruinas hace unos cuatrocientos años.
Una puerta entre Occidente y Oriente se abría (para bien o ¿para mal?).
    

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