En medio del suelo terroso del desierto, tapizado de cascotes de balas metálicos, oxidados, algunos del tamaño de un palmo, y de tubos de misiles largos como un brazo, y extraños restos de lo que parecen dispositivos de disparo, dejados por la toma a sangre y fuego del recinto por el Estado Islámico hace ahora diez años, se alzan las ruinas monumentales de la ciudad romano-parta, del siglo II aC-II dC, construidas en piedra dorada, y dañada por el Estado Islámico que entre 2015 y 2017 desfiguró a tiros las estatuas y los relieves naturalistas, definitivamente perdidos, pero no destruyó la arquitectura convertida en una base militar.
La ciudad fue arrasada en el siglo III dC por los sasanidas opuestos a los partos, las dos últimas civilizaciones mesopotámicas pre-islámicas.
La ciudad fortificada, está apenas excavada, salvo por el gran complejo de templos, también fortificado, comprendiendo siete santuarios de grandes dimensiones, aunando rasgos orientales y helenísticos, dedicados a dioses astrales. Comprenden capillas, almacenes salas de tesoros y una posible destilería para libaciones. Los templos unidos entre sí componen un impresionante laberinto de estancias. Uno de los templos, dedicado al dios-sol Shamash, se compone de una sala central de planta cuadrada rodeada de un pasillo de gran altura abovedado.
Pocos relieves y estatuas han escapado a la furia del Estado Islámico, pero el conjunto se mantiene relativamente indemne, como un extenso frente encarado al desierto.
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