Los criterios para distinguir un poblado de una ciudad, o para saber cuando un pueblo se convierte en una ciudad han sido muy discutidos.
El tamaño, en esta caso, no importa: existían pueblos muy poblados y ciudades, como la misma Atenas, incluso en época clásica, con amplias zonas sin urbanizar o con campos de cultivo, en pleno centro, y una población de unos quince mil habitantes, un número ridículo frente al número de habitantes de ciudades del Próximo Oriente antiguo como Babilonia.
En verdad, el helenista francés François de Polignac emitió hace años una explicación, mayoritariamente aceptada.
Lo que constituía una ciudad (es decir no solo un espacio físico -calles, plazas y edificios-, lo que se denominaba, en griego, astu, sino también "político" -los ciudadanos-) no era el urbanismo (solo las ciudades coloniales, o centros tardíos de la Grecia continental, como El Pireo, obedecían a un plan urbanístico "racional" previo, mientras que ciudades como Atenas, Esparta o Tebas, originadas como poblados en el neolítico, se parecían más a pequeñas y caóticas ciudades medíterráneas actuales), los mercados ni siquiera las leyes que permitían que los habitantes de un asentamiento se reconocieran como ciudadanos y que el espacio que ocupaban no fuera juzgado como un agregado casual y desordenado de casas.
La ciudad griega tenía un fuerte carácter religioso -lo que puede sorprender, dada la existencia de espacios públicos "laicos" como el ágora (la plaza central donde se asentaban las sedes de los principales organismos públicos -la administración y el gobierno de la ciudad-estado-, y algunos templos, como el santuario dedicado a Hestia, la diosa del hogar comunitario que velaba por la "llama eterna" de la urbe) -.
Una ciudad se caracterizaba por una comunidad de cultos. El culto, hasta entonces privado, propio de las casas (en el sentodo amplio del término: de los clanes familiares) era reemplazado por el culto de los dioses "poliades", es decir, protectores de la ciudad. Este hecho no suponía que los cultos domésticos, dedicados a la diosa del fuego, a alguna otra divinidad por la que el clan sentía particular "devoción" (término inapropiado ya que la noción de devoción era ajena al politeismo: los humanos no "comulgan" con una divinidad, sino que la atendían porque así lo prescribía la tradición, sin que se sintieran "unidos" a aquélla) y a los ancestros no se siguieran practicando, pero siempre dentro del estricto espacio interior del hogar, y sin que este ritual trascendiera ni afectara la vida comunitaria.
Los clanes delegaban en los representantes políticos la práctica de los ritos, y transferían el culto de los dioses clánicos a los dioses urbanos.
Eso no significa que no existiera una multiplicidad de divinidades a las que la ciudad rendía culto. Pero todos los miembros de la ciudad tenían que participar en unos mismos rituales dedicados a unas divinidades que ya no protegían a unos miembros -en detrimento de otros- sino que velaban por todos los ciudadanos o, mejor dicho, por la ciudad (entendida casi como un organismo vivo). De ahí que los dioses más apreciados fuera la llamada diosa políada -la que encabezaba el panteón de la ciudad, por ejermplo, Atenea, en Atenas- así como la divinidad que personificaba a la ciudad, normalmente Tyché (Fortuna, en latín) que simbolizaba y aseguraba la buena suerte de la urbe.
Dioses y cultos comunes, por encima de los privados. Esta transferencia de ritos y creencias de divinidades ligadas a clanes a potencias comunes a todos los ciudadanos, constituyó un cambio radical en la manera de concebir las relaciones interclánicas. Todos se convertían al culto a unos mismos dioses y, por tanto, se convertían en ciudadanos, es decir en seres que confiaban su protección a unas potencias con las que ya no mantenían ligámenes de sangre, clánicos.
La ciudad griega, por tanto, era un espacio especialmente cargado de sacralidad, pues constituía el territoro acotado donde las pecularidades de las casas, familuias o clanes, eran abandonadas en favor de las generalidades comunes.
Esto, sin embargo, no hizo sino desplazar las luchas entre casas al ámbito urbano. Fueron las ciudades-estado las que desde entonces se enfrentaron (a menudo a muerte, como lo demuestra la larga y sangriemta guerra entre Atenas y Esparta, que arruinó, para siempre, a la orgullosa capital de Pericles).
La religión une, sin duda. A quienes comulgan con unas mismas divinidades. Pero, al menos, la guerra, inevitable (somos humanos), acontece fuera de las murallas.