viernes, 15 de febrero de 2013
VENGAMONJAS: LA CHRISTMAS JALUCHA, PARTE 4 (2013)
... o cómo hacer de paleta.
Por recomendación de Marc Marín.
Para Llorenç Fontan
jueves, 14 de febrero de 2013
Marcell Jankovics (1941): Hídavatás (La inauguración de un puente, 1969)
No sé porqué pero esta obra maestra de la animación húngara parece adecuada en la España de hoy
Tocho ya incluyó, el 31 de Mayo de 2010, el célebre corto de animación de Jankovics: Sisyphus (1974):
http://tochoocho.blogspot.com.es/2010/05/marcell-jankovics-1941-sisyphus-1977.html
Tocho ya incluyó, el 31 de Mayo de 2010, el célebre corto de animación de Jankovics: Sisyphus (1974):
http://tochoocho.blogspot.com.es/2010/05/marcell-jankovics-1941-sisyphus-1977.html
EL EMBARGO EN IRAQ
Francesc de Carreras escribió ayer un emotivo artículo sobre Eugenio Trías, fallecido hace pocos días.
Recordaba su posición ante la Primera Guerra del Golfo en Iraq:
"Años más tarde, creo que el 2 de agosto de 1990, un tal Sadam Husein, hasta entonces un personaje casi desconocido, invadió Kuwait. La prensa internacional y nacional repetía día tras día que Sadam era un tirano sanguinario y debía ser derrocado inmediatamente para restablecer el derecho de los kuwaitíes a su soberanía. Razón tenían, no se hacen así las cosas.
Recordaba su posición ante la Primera Guerra del Golfo en Iraq:
"Años más tarde, creo que el 2 de agosto de 1990, un tal Sadam Husein, hasta entonces un personaje casi desconocido, invadió Kuwait. La prensa internacional y nacional repetía día tras día que Sadam era un tirano sanguinario y debía ser derrocado inmediatamente para restablecer el derecho de los kuwaitíes a su soberanía. Razón tenían, no se hacen así las cosas.
Pero por debajo de todo ello asomaba la sospecha, algo no casaba. Kuwait tampoco era una democracia, ni Arabia Saudí u otros países de la zona. Israel invade a sus vecinos o les ocupa las tierras cuando le conviene y casi no hay protestas. ¿No tendría el petróleo algo que ver en todo aquello? ¿O tal vez la industria del armamento, al haberse quedado Occidente sin enemigos por el desplome de la URSS, dejaría de tener clientes a quien vender sus productos? Algo olía a podrido en medio de aquellas verdades oficiales que parecían propaganda. También estuviste ahí, Eugenio. El filósofo bajó a la arena, indagando, cuestionándolo todo, dando la voz de alerta: no es toda la verdad. Hasta llegaste a publicar un libro junto a Rafael Argullol. Hoy Iraq sigue en guerra, desde entonces. Intuiste bien".
Recuerdo, en efecto, cómo Eugenio Trías y José Quetglas, principalmente, encabezaron la protesta de (o en) la Escuela de Arquitectura de Barcelona en contra de la invasión de la coalición internacional que estaba a punto de acontecer (estábamos en enero de 1991). Dieron una conferencia multitudinaria. Muchos aplaudimos. No se defendía la invasión iraquí de Kuwait, pero se consideraba que una guerra no serviría para nada y sería ilegal. Se abogaba, al igual que muchos, por un férreo embargo. Se sostenía que la creciente falta de bienes básicos provocaría una revuelta en el país que haría caer, sin un baño de sangre, el odiado gobierno de Saddam Hussein.
E embargo tuvo lugar, en efecto, aunque no sustituyó a la guerra, sino que la sucedió.
Desde un primer viaje a Iraq en 2008, numerosos iraquíes (arquitectos, profesores universitarios, funcionarios, comerciantes, artistas, constructores, políticos de la oposición, etc.)) no entienden cómo europeos cultos pudieron defender esta opción. Sostienen que la peor situación que han vivido desde principios de los años ochenta no fueron las satrapías de Saddan Hussein, conocido por su crueldad y las torturas y ejecuciones que mandaba o presidía; la desgarradora guerra entre Iraq e Irán, que causó un millón de muertos en ocho años; la invasión de Kuwait; las dos guerras del Golfo, de 1991 y 2003; ni la guerra civil, marcada por un sin fin de atentados suicidas en lugares públicos, secuestros y ejecuciones, desatada desde la caída de Saddam Hussein y la invasión del país entre 2003 y 2011, y que sigue hoy, con más fuerza que nunca, en febrero de 2013.
Lo peor que vivieron fue el embargo.
Comentan la humillación que sufrió el país; profesionales, que hasta entonces habían gozado de un nivel social y económico aceptables, acabaron hurgando en las basuras en busca de comida, tuvieron que dejar hogares y vivir a la intemperie, abandonar a los hijos, reducidos a los trabajos más degradantes. Las enfermedades, la mortalidad infantil, los suicidios, aumentaron hasta niveles nunca alcanzados por un país en el siglo XX. Solo quedaba la ayuda alimentaria que el gobierno mantuvo, por lo que la popularidad de Saddam Hussein aumentó, al igual que su obscena fortuna, exhibida en setenta palacios descomunales, neo-babilónicos, que mandó construir en todas las ciudades de Iraq, con un coste incalculable. El embargo hizo la fortuna del presidente, unió a Iraq en favor suyo, y arruinó hasta lo indecible a los habitantes, que no tuvieron ni siquiera algo que mendigar. Muchos iraquíes apenas quieren recordar esos años de devastación económica, social y espiritual. Comentan en voz baja que no pueden contar ciertos hechos. Algunos se intuyen aterradores.
Muchos europeos apoyamos esta monstruosa decisión, aparentemente bien pensante, bien intencionada, sin duda. Pero carente de cualquier fundamento y conocimiento de lo que ocurría ni iba a ocurrir. ¿Quién había estado en Iraq? ¿Qué se sabía a fe cierta de Iraq? . Cuánto daño, físico y moral, habremos causado desde los años setenta con erróneas decisiones tomadas desde cómodos púlpitos europeos.
Recuerdo, en efecto, cómo Eugenio Trías y José Quetglas, principalmente, encabezaron la protesta de (o en) la Escuela de Arquitectura de Barcelona en contra de la invasión de la coalición internacional que estaba a punto de acontecer (estábamos en enero de 1991). Dieron una conferencia multitudinaria. Muchos aplaudimos. No se defendía la invasión iraquí de Kuwait, pero se consideraba que una guerra no serviría para nada y sería ilegal. Se abogaba, al igual que muchos, por un férreo embargo. Se sostenía que la creciente falta de bienes básicos provocaría una revuelta en el país que haría caer, sin un baño de sangre, el odiado gobierno de Saddam Hussein.
E embargo tuvo lugar, en efecto, aunque no sustituyó a la guerra, sino que la sucedió.
Desde un primer viaje a Iraq en 2008, numerosos iraquíes (arquitectos, profesores universitarios, funcionarios, comerciantes, artistas, constructores, políticos de la oposición, etc.)) no entienden cómo europeos cultos pudieron defender esta opción. Sostienen que la peor situación que han vivido desde principios de los años ochenta no fueron las satrapías de Saddan Hussein, conocido por su crueldad y las torturas y ejecuciones que mandaba o presidía; la desgarradora guerra entre Iraq e Irán, que causó un millón de muertos en ocho años; la invasión de Kuwait; las dos guerras del Golfo, de 1991 y 2003; ni la guerra civil, marcada por un sin fin de atentados suicidas en lugares públicos, secuestros y ejecuciones, desatada desde la caída de Saddam Hussein y la invasión del país entre 2003 y 2011, y que sigue hoy, con más fuerza que nunca, en febrero de 2013.
Lo peor que vivieron fue el embargo.
Comentan la humillación que sufrió el país; profesionales, que hasta entonces habían gozado de un nivel social y económico aceptables, acabaron hurgando en las basuras en busca de comida, tuvieron que dejar hogares y vivir a la intemperie, abandonar a los hijos, reducidos a los trabajos más degradantes. Las enfermedades, la mortalidad infantil, los suicidios, aumentaron hasta niveles nunca alcanzados por un país en el siglo XX. Solo quedaba la ayuda alimentaria que el gobierno mantuvo, por lo que la popularidad de Saddam Hussein aumentó, al igual que su obscena fortuna, exhibida en setenta palacios descomunales, neo-babilónicos, que mandó construir en todas las ciudades de Iraq, con un coste incalculable. El embargo hizo la fortuna del presidente, unió a Iraq en favor suyo, y arruinó hasta lo indecible a los habitantes, que no tuvieron ni siquiera algo que mendigar. Muchos iraquíes apenas quieren recordar esos años de devastación económica, social y espiritual. Comentan en voz baja que no pueden contar ciertos hechos. Algunos se intuyen aterradores.
Muchos europeos apoyamos esta monstruosa decisión, aparentemente bien pensante, bien intencionada, sin duda. Pero carente de cualquier fundamento y conocimiento de lo que ocurría ni iba a ocurrir. ¿Quién había estado en Iraq? ¿Qué se sabía a fe cierta de Iraq? . Cuánto daño, físico y moral, habremos causado desde los años setenta con erróneas decisiones tomadas desde cómodos púlpitos europeos.
Adelina Millet & Pedro Azara: Mesopotamia (Para todos la 2, tv2, 2013)
Para Todos La 2 - Debate- La antigua Mesopotamia
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actualidad de los mitos,
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lunes, 11 de febrero de 2013
IGNACIO RUPÉREZ (ex-embajador de España en Iraq): IRAQ HOY, conferencia en Caixaforum (Barcelona), martes 12 de febrero de 2013
Corría el año 2006. La soterrada guerra civil entre sunitas y chiitas, con bombas y suicidas bomba en cualquier lugar atestado de gente, había estallado con toda violencia, aunque el año 2007 fue aún peor.
Estaba a punto de empezar a redactar un estudio sobre el dios de la arquitectura en Mesopotamia: base de la exposición Antes del diluvio. Mesopotamia 3500-2100 aC, en Caixaforum (Barcelona y Madrid, 2012-2013). El texto tenía que acercar el lector a esta cultura, y ofrecer un punto de vista actual -el único posible, por otra parte- sobre este mundo lejano (y caduco), buscando respuestas a algunas preguntas nuestras sobre el espacio humano, o razones o fundamentos a dichas preguntas o inquietudes.
El poder de Enki, el dios de la arquitectura mesopotámico, se extendía sobre el delta del Tigris y el Eúfrates. La ciudad marismeña de Eridu acogía su santuario principal. Los mitos y los himnos contaban que se ubicaba dentro de las aguas, o sobre ellas. No se trataba de un templo o un palacio humano.
Las marismas se han desplazado hacia el sur, dejando las ruinas decaídas de Eridu en medio del desierto. Pero el aspecto que tenían en 1995 apenas debía distinguirse del que presentaban hace cuatro mil quinientos años. Sin embargo, a finales del siglo XX, el presidente de Iraq, Saddam Hussein, decidió desecar las marismas para expulsar los opositores al régimen refugiados en el cañaveral. La catástrofe ecológico aún no ha sido enteramente remediada.
Sabía que el setenta por ciento de la superficie se había perdido: centenares de quilómetros cuadrados. También recordaba que desde la caída de Hussein, en 2004, se estaba tratando de recuperar los humedales. ¿Con qué éxito? Era imposible averiguarlo.
Quizá la mejor fuente de información pudiera ser la embajada de España en Bagdad. Envié un mensaje. Unas pocas horas más tarde, el embajador, D. Ignacio Rupérez, contestó.
El diálogo aún no ha cesado.
Posiblemente pocos servidores públicos han hecho tanto por Iraq y tienen un conocimiento y una visión tan aguda -real u objetiva, trágica, necesariamente, por ahora,- de la situación política, social, y cultural de este país.
Ignacio Rupérez se opuso, siendo embajador, a la participación de España en la Segunda Guerra del Golfo. Dimitió.
Regresó, tras la caída del presidente del gobierno español, a Bagdad. Ayudó tanto como pudo a profesores y profesionales iraquíes para que tuvieran la fundada esperanza de salir de Iraq y de poder regresar sin problemas. Durante unos años, la embajada de España fue uno de los espacios que más y mejor contribuyó a la mejora de la ciudad.
La exposición sobre la cultura mesopotámica en los cuarto y tercer milenios, está dedicada a una cultura en principio clausurada. Cuenta, por medio de piezas arqueológicas, los logros de aquella cultura. Pero también se refiera a nuestra visión, y a nuestra relación, no solo con la cultura del pasado, sino con el país actual que acoge los restos arqueológicos y las mejores obras sumerias y acadias, con todas las penalidades por las que ha pasado y pasa aún, que afectan, mortalmente a menudo, gentes y cultura. El pasado no nos hace olvidar el presente. No lo explica, sino que es el presebnte el que echa luz sobre el tiempo pretérito, y le da sentido. La historia de las piezas cuentan la historia de un país -roto-; y pocas personas pueden contar mejor esta historia que Ignacio Rupérez, mañana, martes 12 de febrero de 2013,a las 19.30, en el Auditorio de Caixaforum (Barcelona).
No se pierdan la conferencia
Estaba a punto de empezar a redactar un estudio sobre el dios de la arquitectura en Mesopotamia: base de la exposición Antes del diluvio. Mesopotamia 3500-2100 aC, en Caixaforum (Barcelona y Madrid, 2012-2013). El texto tenía que acercar el lector a esta cultura, y ofrecer un punto de vista actual -el único posible, por otra parte- sobre este mundo lejano (y caduco), buscando respuestas a algunas preguntas nuestras sobre el espacio humano, o razones o fundamentos a dichas preguntas o inquietudes.
El poder de Enki, el dios de la arquitectura mesopotámico, se extendía sobre el delta del Tigris y el Eúfrates. La ciudad marismeña de Eridu acogía su santuario principal. Los mitos y los himnos contaban que se ubicaba dentro de las aguas, o sobre ellas. No se trataba de un templo o un palacio humano.
Las marismas se han desplazado hacia el sur, dejando las ruinas decaídas de Eridu en medio del desierto. Pero el aspecto que tenían en 1995 apenas debía distinguirse del que presentaban hace cuatro mil quinientos años. Sin embargo, a finales del siglo XX, el presidente de Iraq, Saddam Hussein, decidió desecar las marismas para expulsar los opositores al régimen refugiados en el cañaveral. La catástrofe ecológico aún no ha sido enteramente remediada.
Sabía que el setenta por ciento de la superficie se había perdido: centenares de quilómetros cuadrados. También recordaba que desde la caída de Hussein, en 2004, se estaba tratando de recuperar los humedales. ¿Con qué éxito? Era imposible averiguarlo.
Quizá la mejor fuente de información pudiera ser la embajada de España en Bagdad. Envié un mensaje. Unas pocas horas más tarde, el embajador, D. Ignacio Rupérez, contestó.
El diálogo aún no ha cesado.
Posiblemente pocos servidores públicos han hecho tanto por Iraq y tienen un conocimiento y una visión tan aguda -real u objetiva, trágica, necesariamente, por ahora,- de la situación política, social, y cultural de este país.
Ignacio Rupérez se opuso, siendo embajador, a la participación de España en la Segunda Guerra del Golfo. Dimitió.
Regresó, tras la caída del presidente del gobierno español, a Bagdad. Ayudó tanto como pudo a profesores y profesionales iraquíes para que tuvieran la fundada esperanza de salir de Iraq y de poder regresar sin problemas. Durante unos años, la embajada de España fue uno de los espacios que más y mejor contribuyó a la mejora de la ciudad.
La exposición sobre la cultura mesopotámica en los cuarto y tercer milenios, está dedicada a una cultura en principio clausurada. Cuenta, por medio de piezas arqueológicas, los logros de aquella cultura. Pero también se refiera a nuestra visión, y a nuestra relación, no solo con la cultura del pasado, sino con el país actual que acoge los restos arqueológicos y las mejores obras sumerias y acadias, con todas las penalidades por las que ha pasado y pasa aún, que afectan, mortalmente a menudo, gentes y cultura. El pasado no nos hace olvidar el presente. No lo explica, sino que es el presebnte el que echa luz sobre el tiempo pretérito, y le da sentido. La historia de las piezas cuentan la historia de un país -roto-; y pocas personas pueden contar mejor esta historia que Ignacio Rupérez, mañana, martes 12 de febrero de 2013,a las 19.30, en el Auditorio de Caixaforum (Barcelona).
No se pierdan la conferencia
EUGENIO TRÍAS (1942-2013): ADIÓS
Sobre la ancha tarima, en una de las grandes aulas de uno de los pabellones provisionales (duraron treinta años) en el patio trasero de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Barcelona (ETSAB), Eugenio Trías hablaba muy lentamente. Entre palabra y palabra, una calada. No cesaba de moverse. Caminaba en círculo. Y fumaba. Parecía que cada término le costaba un gran esfuerzo, como si fuera un peso que apenas pudiera extraer de un pozo, pues buscaba la palabra justa, y éstas nunca se hallan, o no se muestran. Las clases eran difíciles de seguir, difícil el hilo; pero seguíamos en clase; teníamos la sensación de estar escuchando algo que merecía la pena y que quizá no se volvería a producir: la espera de una intuición cuya llegada era siempre inesperada; la espera podía ser en vano. Pero no era vana. Su rostro denotaba tal esfuerzo para hallar qué decir y cómo decirlo. Hablaba mirando al suelo, el pitillo en la mano, como si hablara para sí mismo. Se detenía, miraba a los estudiantes, extendía la mano, hablaba con voz fuerte, concluía; y volvía a moverse en corro, meditando en voz más baja.
Había entrado en la Escuela, hacia 1977, de la mano de su amigo, el catedrático Xavier Rubert, que había logrado que la Universidad creara una cátedra de estética unos cinco años antes. Con el tiempo, Eugenío Trías se convertiría en un maestro dando clases. Sabía construirlas a partir de una pocas ideas, con las que jugaba durante dos horas. Las contaba de un modo y otro. Utilizaba sinónimos, relataba variantes de lo que acababa de narrar. No se repetía sino que cada frase introducía un matiz. De este modo, era imposible perder el hilo aun cuando, de tanto en tanto, el alumno dejara de prestar atención. Eran un placer ver cómo construía, levantaba y desmontaba argumentos, desplazaba las palabras, jugaba con ellas. Se tenía la sensación de estar ante una actuación única e irrepetible. Sus textos nunca lograron el prodigioso equilibrio que sus clases magistrales aportaban: eran construcciones cerradas, realizadas durante las dos horas de clase. No tenía la frescura, el humor, el desparpajo de Xavier Rubert. No sabía mostrar, con ironía, el interés de lo cotidiano, no develaba lo que los gestos más nimios significaban, como hacía Xavier Rubert. Nadie reía en sus clases. Era como un profesor de otra época, otra era. Se tenía la sensación que nos abocaba a otro mundo, lejano, remoto, extraño, pero mucho más fascinante que el mundo presente. Tenía algo de chamán. La soterrada, casi aragonesa ironía que gastaba cortaba por lo sano cualquier atisbo de adoración. Sus clases eran tensas.
Cada año abordaba un tema. Iniciaba las clases con entusiasmo. El programa era muy detallado. Con el paso de los meses se cansaba; no concluía el temario. Seguramente estaba ya pensado en otro. Nos habló de temas desconocidos para nosotros, que no acabábamos de entender, y que, sin embargo, eran fascinantes: El banquete de Platón, La oración sobre la dignidad del hombre, de Pico de la Mirándola; un curso, inicialmente deslumbrante, sobre Walter Benjamin, con un largo excurso sobre la Cábala según Steiner. Luego, abordó el análisis del arte moderno: sus reflexiones sobre el cambio del arte, que dejó de reflejar el mundo, de reflexionar sobre él, para centrarse en sí mismo y pensar sobre los propios elementos y métodos representativos, nos abrieron a muchos perspectivas que nunca hubiéramos imaginado. Y, sobre todo, nos proporcionó esquemas claros sobre los temas,problemas y objetivos del arte del siglo XX, un método para entenderlo. Más tarde, fueron sus clases sobre el devenir del arte, desde la prehistoria hasta el siglo XX, desde la magia hasta la filosofía, las que nos hicieron ver el sentido del quehacer humano de un modo que sus libros sobre el concepto del límite no lograron. Fue -junto con Félix de Azúa y Xavier Rubert, ambos también catedráticos de estética en la Escuela de Arquitectura- el mejor profesor que hubiera existido, pues sus clases eran regalos a los estudiantes.
Publicaba un libro cada año. Cambiaba de editorial a cada vez. No siempre éramos capaces de entender sus escritos, pero escribía libros, difíciles, con títulos tan hermosos como La memoria perdida de las cosas. Solo por eso merecían ser comprados. Y eran comprados. Abogaba por el ensayo, incluso en tesis doctorales. Abominaba de la erudición, de los textos saturados de notas.
A mediados de los años noventa cambió de universidad. Creyó que la recientemente creada universidad Pompeu Fabre le ofrecería un marco más adecuado, más medios y posibilidades; y, sobre todo, alumnos que serían luego discípulos. Se quejaba -pero sabía que lo que quería era imposible- que los alumnos de arquitectura, un día, serían arquitectos, no pensadores. Pensaba que solo había logrado tener dos discípulos. Marta Llorente, profesora de Composición, y que escribiría en luminoso ensayo sobre la obra de Eugenio Trías, era uno de ellos. Años más tarde lamentaría su decisión: el nivel de los estudiantes de Humanidades de su nueva Universidad era decepcionante, inferior al de los alumnos de arquitectura.
A finales de los años ochenta, conoció a una estudiante mayor. Era alumna mía. Me pidió que me fuera reuniendo con ella en el bar, toda vez que era una excelente alumna de la asignatura de estética, y que le dejara asistir a esas reuniones reuniones.
Influyó en su desencanto con la escuela su progresivo distanciamiento de Xavier Rubert, que culminó en un día terrible. Logró, lo que culminó la brecha, que Félix de Azúa, entrara en la Escuela de Arquitectura y pudiera salir del País Vasco. La herida se cerraría con el paso de los años.
La partida de Eugenio Trías selló la pérdida de la Escuela de Arquitectura, que la llegada de Félix de Azúa disimuló o aminoró. Xavier Rubert partió como diputado al Parlamento Europeo; luego se dedicó con más ahinco a la política, del PSC, ante todo, un partido del que Eugenio Trías se fue distanciando.
Sus amigos y conocidos de generación se fueron apartando de él. Le acusaban de dedicarse al estudio de la religión, lo que les parecía una traición a una "causa" o unos "ideales" laicos y "progresistas". No entendieron que Eugenio Trías estaba fascinado por la encarnación de las ideas en el mundo sensible, y las formas sensibles, musicales, que adoptaban.
Su desapego del nacionalismo y su abandono del partido socialista en favor del partido popular -no por comulgar con las propuestas de este partido, sino como una manera de deshacerse de un partido cada vez más corrupto y alejado de sus principios- le convirtió en una figura casi olvidada en Barcelona. Como si se hubiera vuelto un traidor. Se encerró en sí mismo; partió a dar conferencias fuera de la ciudad. Y publicó sus textos mayores.
Entre 2002 y 2004 trabajamos juntos por última vez. Se trataba de escribir, entre Eugenio Trías, Marta Llorente y yo, un guión para una exposición para el fracasado Fórum de las Culturas 2004. Quedábamos a veces en el restaurante Semproniana, favorito de Eugenio Trías. Más tarde, porque era cómoda, y por deferencia -estaba ya enfermo-, en su casa. Fueron unos meses en los que volvimos a prender. Como veinte años antes. Con él, no hacía falta nada más. Solo escuchar. Su mirada irónica bien evidenciaba quien se habían apartado de lo que soñaban en su juventud. Todos los que le dejaron. Consejeros de Cultura, por ejemplo. Hoy cantan alabanzas.
Algo se rompió ayer. Quizá el final de una cierta infancia.
Había entrado en la Escuela, hacia 1977, de la mano de su amigo, el catedrático Xavier Rubert, que había logrado que la Universidad creara una cátedra de estética unos cinco años antes. Con el tiempo, Eugenío Trías se convertiría en un maestro dando clases. Sabía construirlas a partir de una pocas ideas, con las que jugaba durante dos horas. Las contaba de un modo y otro. Utilizaba sinónimos, relataba variantes de lo que acababa de narrar. No se repetía sino que cada frase introducía un matiz. De este modo, era imposible perder el hilo aun cuando, de tanto en tanto, el alumno dejara de prestar atención. Eran un placer ver cómo construía, levantaba y desmontaba argumentos, desplazaba las palabras, jugaba con ellas. Se tenía la sensación de estar ante una actuación única e irrepetible. Sus textos nunca lograron el prodigioso equilibrio que sus clases magistrales aportaban: eran construcciones cerradas, realizadas durante las dos horas de clase. No tenía la frescura, el humor, el desparpajo de Xavier Rubert. No sabía mostrar, con ironía, el interés de lo cotidiano, no develaba lo que los gestos más nimios significaban, como hacía Xavier Rubert. Nadie reía en sus clases. Era como un profesor de otra época, otra era. Se tenía la sensación que nos abocaba a otro mundo, lejano, remoto, extraño, pero mucho más fascinante que el mundo presente. Tenía algo de chamán. La soterrada, casi aragonesa ironía que gastaba cortaba por lo sano cualquier atisbo de adoración. Sus clases eran tensas.
Cada año abordaba un tema. Iniciaba las clases con entusiasmo. El programa era muy detallado. Con el paso de los meses se cansaba; no concluía el temario. Seguramente estaba ya pensado en otro. Nos habló de temas desconocidos para nosotros, que no acabábamos de entender, y que, sin embargo, eran fascinantes: El banquete de Platón, La oración sobre la dignidad del hombre, de Pico de la Mirándola; un curso, inicialmente deslumbrante, sobre Walter Benjamin, con un largo excurso sobre la Cábala según Steiner. Luego, abordó el análisis del arte moderno: sus reflexiones sobre el cambio del arte, que dejó de reflejar el mundo, de reflexionar sobre él, para centrarse en sí mismo y pensar sobre los propios elementos y métodos representativos, nos abrieron a muchos perspectivas que nunca hubiéramos imaginado. Y, sobre todo, nos proporcionó esquemas claros sobre los temas,problemas y objetivos del arte del siglo XX, un método para entenderlo. Más tarde, fueron sus clases sobre el devenir del arte, desde la prehistoria hasta el siglo XX, desde la magia hasta la filosofía, las que nos hicieron ver el sentido del quehacer humano de un modo que sus libros sobre el concepto del límite no lograron. Fue -junto con Félix de Azúa y Xavier Rubert, ambos también catedráticos de estética en la Escuela de Arquitectura- el mejor profesor que hubiera existido, pues sus clases eran regalos a los estudiantes.
Publicaba un libro cada año. Cambiaba de editorial a cada vez. No siempre éramos capaces de entender sus escritos, pero escribía libros, difíciles, con títulos tan hermosos como La memoria perdida de las cosas. Solo por eso merecían ser comprados. Y eran comprados. Abogaba por el ensayo, incluso en tesis doctorales. Abominaba de la erudición, de los textos saturados de notas.
A mediados de los años noventa cambió de universidad. Creyó que la recientemente creada universidad Pompeu Fabre le ofrecería un marco más adecuado, más medios y posibilidades; y, sobre todo, alumnos que serían luego discípulos. Se quejaba -pero sabía que lo que quería era imposible- que los alumnos de arquitectura, un día, serían arquitectos, no pensadores. Pensaba que solo había logrado tener dos discípulos. Marta Llorente, profesora de Composición, y que escribiría en luminoso ensayo sobre la obra de Eugenio Trías, era uno de ellos. Años más tarde lamentaría su decisión: el nivel de los estudiantes de Humanidades de su nueva Universidad era decepcionante, inferior al de los alumnos de arquitectura.
A finales de los años ochenta, conoció a una estudiante mayor. Era alumna mía. Me pidió que me fuera reuniendo con ella en el bar, toda vez que era una excelente alumna de la asignatura de estética, y que le dejara asistir a esas reuniones reuniones.
Influyó en su desencanto con la escuela su progresivo distanciamiento de Xavier Rubert, que culminó en un día terrible. Logró, lo que culminó la brecha, que Félix de Azúa, entrara en la Escuela de Arquitectura y pudiera salir del País Vasco. La herida se cerraría con el paso de los años.
La partida de Eugenio Trías selló la pérdida de la Escuela de Arquitectura, que la llegada de Félix de Azúa disimuló o aminoró. Xavier Rubert partió como diputado al Parlamento Europeo; luego se dedicó con más ahinco a la política, del PSC, ante todo, un partido del que Eugenio Trías se fue distanciando.
Sus amigos y conocidos de generación se fueron apartando de él. Le acusaban de dedicarse al estudio de la religión, lo que les parecía una traición a una "causa" o unos "ideales" laicos y "progresistas". No entendieron que Eugenio Trías estaba fascinado por la encarnación de las ideas en el mundo sensible, y las formas sensibles, musicales, que adoptaban.
Su desapego del nacionalismo y su abandono del partido socialista en favor del partido popular -no por comulgar con las propuestas de este partido, sino como una manera de deshacerse de un partido cada vez más corrupto y alejado de sus principios- le convirtió en una figura casi olvidada en Barcelona. Como si se hubiera vuelto un traidor. Se encerró en sí mismo; partió a dar conferencias fuera de la ciudad. Y publicó sus textos mayores.
Entre 2002 y 2004 trabajamos juntos por última vez. Se trataba de escribir, entre Eugenio Trías, Marta Llorente y yo, un guión para una exposición para el fracasado Fórum de las Culturas 2004. Quedábamos a veces en el restaurante Semproniana, favorito de Eugenio Trías. Más tarde, porque era cómoda, y por deferencia -estaba ya enfermo-, en su casa. Fueron unos meses en los que volvimos a prender. Como veinte años antes. Con él, no hacía falta nada más. Solo escuchar. Su mirada irónica bien evidenciaba quien se habían apartado de lo que soñaban en su juventud. Todos los que le dejaron. Consejeros de Cultura, por ejemplo. Hoy cantan alabanzas.
Algo se rompió ayer. Quizá el final de una cierta infancia.
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