jueves, 14 de febrero de 2013

EL EMBARGO EN IRAQ


Francesc de Carreras escribió ayer un emotivo artículo sobre Eugenio Trías, fallecido hace pocos días.
Recordaba su posición ante la Primera Guerra del Golfo en Iraq:

"Años más tarde, creo que el 2 de agosto de 1990, un tal Sadam Husein, hasta entonces un personaje casi desconocido, invadió Kuwait. La prensa internacional y nacional repetía día tras día que Sadam era un tirano sanguinario y debía ser derrocado inmediatamente para restablecer el derecho de los kuwaitíes a su soberanía. Razón tenían, no se hacen así las cosas.
Pero por debajo de todo ello asomaba la sospecha, algo no casaba. Kuwait tampoco era una democracia, ni Arabia Saudí u otros países de la zona. Israel invade a sus vecinos o les ocupa las tierras cuando le conviene y casi no hay protestas. ¿No tendría el petróleo algo que ver en todo aquello? ¿O tal vez la industria del armamento, al haberse quedado Occidente sin enemigos por el desplome de la URSS, dejaría de tener clientes a quien vender sus productos? Algo olía a podrido en medio de aquellas verdades oficiales que parecían propaganda. También estuviste ahí, Eugenio. El filósofo bajó a la arena, indagando, cuestionándolo todo, dando la voz de alerta: no es toda la verdad. Hasta llegaste a publicar un libro junto a Rafael Argullol. Hoy Iraq sigue en guerra, desde entonces. Intuiste bien".

Recuerdo, en efecto, cómo Eugenio Trías y José Quetglas, principalmente, encabezaron la protesta de (o en) la Escuela de Arquitectura de Barcelona en contra de la invasión de la coalición internacional que estaba a punto de acontecer (estábamos en enero de 1991).  Dieron una conferencia multitudinaria. Muchos aplaudimos. No se defendía la invasión iraquí de Kuwait, pero se consideraba que una guerra no serviría para nada y sería ilegal. Se abogaba, al igual que muchos, por un férreo embargo. Se sostenía que la creciente falta de bienes básicos provocaría una revuelta en el país que haría caer, sin un baño de sangre, el odiado gobierno de Saddam Hussein.
E embargo tuvo lugar, en efecto, aunque no sustituyó a la guerra, sino que la sucedió. 

Desde un primer viaje a Iraq en 2008, numerosos iraquíes (arquitectos, profesores universitarios, funcionarios, comerciantes, artistas, constructores, políticos de la oposición, etc.)) no entienden cómo europeos cultos pudieron defender esta opción. Sostienen que la peor situación que han vivido desde principios de los años ochenta  no fueron las satrapías de Saddan Hussein, conocido por su crueldad y las torturas y ejecuciones que mandaba o presidía; la desgarradora guerra entre Iraq e Irán, que causó un millón de muertos en ocho años; la invasión de Kuwait; las dos guerras del Golfo, de 1991 y 2003; ni la guerra civil, marcada por un sin fin de atentados suicidas en lugares públicos, secuestros y ejecuciones, desatada desde la caída de Saddam Hussein y la invasión del país entre 2003 y 2011, y que sigue hoy, con más fuerza que nunca, en febrero de 2013. 
Lo peor que vivieron fue el embargo. 
Comentan la humillación que sufrió el país; profesionales, que hasta entonces habían gozado de un nivel social y económico aceptables, acabaron hurgando en las basuras en busca de comida, tuvieron que dejar hogares y vivir a la intemperie, abandonar a los hijos, reducidos a los trabajos más degradantes. Las enfermedades, la mortalidad infantil, los suicidios,  aumentaron hasta niveles nunca alcanzados por un país en el siglo XX. Solo quedaba la ayuda alimentaria que el gobierno mantuvo, por lo que la popularidad de Saddam Hussein aumentó, al igual que su obscena fortuna, exhibida en setenta palacios descomunales, neo-babilónicos, que mandó construir en todas las ciudades de Iraq, con un coste incalculable. El embargo hizo la fortuna del presidente, unió a Iraq en favor suyo, y arruinó hasta lo indecible a los habitantes, que no tuvieron ni siquiera algo que mendigar. Muchos iraquíes apenas quieren recordar esos años de devastación económica, social y espiritual. Comentan en voz baja que no pueden contar ciertos hechos. Algunos se intuyen aterradores.

Muchos europeos apoyamos esta monstruosa decisión, aparentemente bien pensante, bien intencionada, sin duda. Pero carente de cualquier fundamento y conocimiento de lo que ocurría ni iba a ocurrir. ¿Quién había estado en Iraq? ¿Qué se sabía a fe cierta de Iraq? . Cuánto daño, físico y moral, habremos causado desde los años setenta con erróneas decisiones tomadas desde cómodos púlpitos europeos. 

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