"Hay menos fuerza en una innovación artificiosa que en la repetición destinada a sugerir una verdad nueva" (Marcel Proust,
A la sombra de las muchachas en flor)
Considerar que la obra de arte tiene que ser singular, original, única es una opinión moderna, que, por otra parte, duró poco tiempo. Imperó a principios del siglo XIX, y fue puesta en jaque por las vanguardias del siglo XX, sobre todo a partir del Pop Art, que jugaba con obras seriadas.
La defensa de la obra única tenía, sin embargo, antecedentes. Ya los talleres de pintores y escultores a partir del siglo XVI establecían precios distintos de las obras en función de la implicación del maestro del taller y de la singularidad de la obra. Habitualmente, los compradores menos pudientes se contentaban con una copia, ejecutada parcialmente o no por el maestro, o solo por ayudantes suyos, de una obra original del maestro. Eso explica la existencia de tantas obras tan parecidas de artistas como El Greco, Zurbarán, Rubens, etc. Una producción en serie que destacaba por contraste la obra singular del maestro que, no obstante, firmaba todo lo que su taller producía. Lo reconocía como suyo.
La defensa de la singularidad de la obra no es de recibo en el arte antiguo. Antes bien, es un error. Las obras se producían en serie, no solo por necesidades materiales o económicas -todas las terracotas y los bronces se ejecutaban con moldes-, sino por consideraciones "artísticas". Una obra, sobre todo una estatua de culto, labrada por un escultor o un taller de escultores, tenía como finalidad ofrecer un cuerpo o un soporte material para que la divinidad, invisible e incorpórea, se manifestase entre los hombres. La función de la estatua era la de ofrecer el soporte perfecto. Una vez alcanzado, no se podía mejorar. Por tanto, se tenía que repetir indefinidamente siguiente las mismas pautas, formas y procedimientos.
Por otra parte, toa vez que la finalidad de la obra era la de manifestar la presencia de un ente invisible, por tanto, la de dar relieve o cuerpo a un ser incorpóreo, de asentarlo en el tiempo y el espacio, a fin de manifestar su grandeza y su presencia, perceptible por todos, era necesario multiplicar las figuras. Dicha proliferación no tiene que ser juzgada como una limitación del artista, o la expresión de una producción en serie, fruto de la falta de ideas o de un procedimiento mecánico sino, al contrario, del mismo modo que ocurre en la literatura épica o en los relatos míticos en los que se repiten descripciones, atributos e historias, incluso, que tienen como fin, asentar en la memoria la actividad de los héroes y los dioses, a fin de que se les recuerda, se les tenga siempre presentes, la repetición de formas esculpidas o pintadas también perseguía imponer la perdurable presencia de lo invisible en la tierra. El ser divino necesitaba múltiples soportes que impusieran su presencia a los ojos y la memoria de todos los humanos. Una obra única, así, hubiera aparecido como un error, un cuerpo rechazado por la divinidad.