Arquitectura es, objetivamente, la ordenación del espacio y, subjetivamente, la relación personal con este espacio ordenada, sus cualidades sensibles, las cualidades que aporta a la vida, el "bienestar" que genera -es saberse y sentirse bien en una "sala de estar".
Pero la arquitectura también tiene que ver con el tiempo; también lo ordena -lo pauta. La arquitectura es o proporciona un refugio; y es un lugar, una tierra, de acogida. Envuelve y protege a quien o quienes acoge, desligándolos del entorno y de los demás, como si fuera un perfecto envoltorio, pero también se abre a los demás, erigiéndose como un lugar de encuentro; posibilita en encuentro de personas, facilita el intercambio de impresiones, es, en verdad, la condición necesaria para que la relación personal se establezca.
El mito lo cuenta bien. La primera ciudad fue fundada por Caín -un perseguido por la justicia y la ira de Dios tras el fratricidio cometido- como un lugar acotado donde todos los desterrados como él pudieran acogerse y descansar. Contrariamente al poema sobre Caín, de Victor Hugo, la cólera de Dios -la mala conciencia- no asedia a Caín hasta la y en la tumba. Por el contrario, Dios lo deja asentarse, al igual que a todos los perseguidos por la justicia. la ciudad es siempre una ciudad refugio. Los seres humanos eran nómadas. No sabían donde detenerse, no podían detenerse nunca. El tiempo se les iba de las manos. Estaban a merced de la fortuna. el tiempo inclemente no les dejaba respirar. El espacio ordenado -la ciudad fundada y construida-, sin embargo, aparecía como la salvación. La carrera errática, sin rumbo ni fin, llegaba a término, a buen puerto. El hombre hallaba su lugar en la tierra. El tiempo se aquietaba. Podía tomar el destino en sus manos. Quieto, reposado, sintiéndose seguro, podía ver el tiempo pasar. El tiempo también se detenía. Cada día yo no era vivido como el último día. Las horas se sucedían con regularidad. Quieto, asentado, el hombre percibía la órbita de los cuerpos siderales que parecían girar para él, sobre su cabeza, alrededor suyo, constituyendo un cerco protector. Sabía que ya no tendría que apresurarse luchando con el tiempo que se le escapaba. Antes bien, podía organizarse, medir el tiempo que le era concedido, llevar un calendario de trabajos, vivir de acorde con las estaciones que yo no le expulsarían de la tierra. La ciudad o la casa eran imágenes del mundo, cosmos en miniatura donde sentirse en armonía con los seres y los entes, sin tener ya la sensación que llegaba la hora -siempre demasiado pronto- de volver a partir hacia no se sabía donde.
El tiempo mesurado -medido y comedido, adaptado a las necesidades y los sueños humanos- se establecía al mismo tiempo que el espacio ordenado. Hacer arquitectura, así, consistiría en acordar la vida al tránsito, temporal y espacial, de las estrellas, viviendo en armonía con sus órbitas, sus apariciones y desapariciones, teniendo la sensación -aunque sabiendo que es ilusoria- que las estrellas giran para nosotros, para que nuestra cabeza gire y se eleve ahora que sabe dónde se halla -dónde está (bien)-, teniendo como norte el espacio humano.