Matteo Gandoni, Bonifacio Galuzzi, Lorenzo Pini, Giovanni da Legnani...
Son las dos y media de la tarde. Las clases de los grupos vespertinos, como cada jueves, están a punto de empezar. Todos los alumnos han llegado; quizá se sientan algo más separados los unos de los otros alrededor de una gran mesa comunitaria en el aula de clases de postgrado.
Desde hace unos días, corren rumores, pronto desmentidos, que las clases podrían suspenderse por unos días, lo que no deja de alegrarnos -unos días de descanso no vienen mal- y de inquietarnos -por si la suspensión se alarga más allá del fin de semana ya próximo. También es cierto que el director del Departamento ha aconsejado a una profesora, recién llagada de un tribunal de oposición en Madrid, que no acuda a clase, por si se hubiera contagiado de la extraña gripe que despunta, pero que no se preocupe pues la sustituirá: la clase no se perderá.
Unas horas antes, a media mañana, tanto el rector de la universidad como el director de la Escuela anunciaron que informarían sobre el calendario de los días venideros y sobre posibles medidas de seguridad.
Cuando el inicio de la clase, el anuncio no se ha publicado. Tres horas más tarde, tras la clase, desarrollada con toda normalidad, se sigue esperando el aviso que podría finalmente no llegar.
Pero, tras consultar por mensajería con el director de la Escuela, que aseguraba que a las siete de la tarde se tendrían noticias, varios profesores, que habíamos concluido las clases y nos disponíamos a partir, decidimos quedarnos en la Universidad a la espera del mensaje institucional. Era aún de día. El tráfico de entrada y salida de la ciudad era tan intenso como el de un lunes.
El sol se había puesto. La luz, mortecina. Dieron las siete. Ningún aviso saltaba a la vista en las páginas webs de la Escuela y de la Universidad. La situación no debía ser alarmante. Una falsa alarma.
Fue entonces, pasados unos pocos minutos, cuando sobre la pantalla del móvil, un largo decreto oficial empezaba a discurrir. Las clases se suspendían por unos días, pero la Escuela permanecería abierta, la administración a pleno rendimiento, y los departamentos operativos. Todas las actividades académicas, entregas y exámenes se mantenían.
Dejamos la Escuela. El autobús llegó puntual.
Al día siguiente, volví a la universidad, desiertas las aulas y el bar, pero activas el resto de las estancias, con todas las luces encendidas, aunque extrañamente silenciosa, para una gestión; el campus y el transporte público parecía de un día de vacaciones.
Lunes, 17 de marzo; nuevo anuncio. Los edificios universitarios se cierran. Solo con un permiso especial, doblemente firmado, se podrá acceder a las dependencias, despachos inclusive, excepcionalmente y por poco tiempo.
Un profesor se extrañaba, sin parecer darle importancia, de súbitas e inesperadas fiebres a primera y última horas del día.
(...)
Sábado, 13 de marzo de 2021.
Ha pasado un año, exactamente. Ya nada ni nadie sigue igual -o está.
Tampoco se espera anuncio alguno. Salvo esquelas.
A F.A
László Moholy-Nagy, The New Architecture and the London Zoo 1936, 16mm black-and-white film, silent, duration 16 min (excerpt) from The Moholy-Nagy Foundation on Vimeo.
“Me he complacido, entre otros, en el conocimiento del pasado porque mi época siempre me ha desagradado, de modo que si el cariño de los seres queridos no me hubiera llevado por otros derroteros, hubiera deseado haber nacido en otra época, y olvidar ésta, recurriendo a mi imaginación para recorrer otros tiempos.”
(Epístola a la posteridad, 1370)
Hablar a solas no es siempre un signo de locura.
En la penumbra, retirado en una esquina, casi ocultado por una cortina oscura, la cabeza gacha, la mirada intensa, musitando en el vacío, serio, el confesante ensimismado abre y cierra la boca. Pegado de lado a un gran mueble antiguo de madera barnizada, se diría que se esconde. No se oyen sus palabras. Quizá tan solo un rumor, como el agua que discurre. Murmura. Parece hablar consigo mismo. Pero no reza.
El confesor está cerca. Ve pero no se le ve -salvo los puntos luminosos de sus ojos; una celosía le cubre el rostro. El confesante le habla sin mirarlo. De hecho está sentado perpendicularmente al confesionario.
Quien desconozca el ritual católico puede tener la lógica sensación que el confesante habla sin nadie alrededor, habla por hablar.
La confesión es la admisión de una culpa, incluso inconfesable. Por eso, el reconocimiento tiene lugar en voz baja. Se cuenta lo que nadie sabe ni sospecha; hechos personales, que afectan la vida personal. Se narran lentamente, a medida que se recuerdan, casi como si se revivieran. Cada palabra cuenta. Una palabra enunciada suelta lastre. El confesante se va sacando un peso de encima. Los hechos y los actos que reconoce lo van acercando al confesor a quien nunca verá.
Una clase "virtual" se asemeja a (es o debería ser) una confesión. Y este acercamiento dota de sentido lo que no tiene. Es así que hablar sin ver, hablar sin cesar sin saber a quien se habla, empieza a cobrar sentido. El tono de voz baja -solemos hablar demasiado fuerte ante el micrófono del ordenador-, los gestos, contrariamente a la gesticulación a la que la pantalla invita, se reducen. El profesor puede disminuir su imagen en pantalla hasta que ya no reconozca.
Y, entonces, la clase, construida o ilustrada a base de recuerdos y confesiones, de ejemplos personales, levanta el vuelo. Una clase "virtual" debe ser un ejemplo de contención para el que el profesor tenga la sensación que se dirige a cada estudiante del que nada sabe, del que tan siquiera percibe su cara -caras sin cuerpo, en el mejor de los casos, cabezas cortadas-, y cada estudiante pueda, a su vez, tener la impresión que el profesor le habla personalmente, y lo que le cuenta es valioso porque no lo contará más. Que el alumno quiera escuchar y perdonar al profesor, ya es otro tema. Siempre cabe la penitencia.
Los tribunales de concursos para obtener una plaza de profesor lector o agregado -lo que otorga cierta estabilidad en frente de la inseguridad asociada a la plaza de profesor asociado-, deben contar con 50% de mujeres.
Solo pueden formar parte de tribunales profesoras catedráticas o titulares.: funcionarias.
No existe un número suficiente en la escuela de arquitectura de Barcelona (casi todas las docentes son profesoras asociadas, un problema que también afecta, pero en menor grado, a los docentes).
El problema se solucionará con nuevos nombramientos.
Pero para eso son necesarios concursos;
que requieren sus correspondientes tribunales,
con el 50% de .....