martes, 6 de diciembre de 2016
JOSÉ MANUEL BALLESTER (1960): JOSEP MARÍA JUJOL. CASA PLANELLS (2016)
Tal como se anunció hace un tiempo, la editorial Hipòtesi de Barcelona ha publicado un pequeño libro, parecido a un libro de artista (a un precio modesto de 12 euros), editado en 500 ejemplares numerados, de fotografías del artista José Manuel Ballester, dedicadas a la casa modernista de Josep María Jujol en Barcelona, la Casa Planells, favorita del actor John Malkovitch.
El libro de 54 páginas consta con un breve estudio del arquitecto Josep Llinás.
Forma parte de una colección, titulada Espacios íntimos, dedicada a casas notables del siglo XX menos conocidas, cuyo siguiente volumen estaría dedicado a la Casa de Cristal de Lina Bo Bardi en Sao Paolo, también fotografiada por Ballester.
Se trata de un primer libro, y una colección realizados entre amigos.
El libro estará en librerías la semana que viene (La Central, Laie, Documenta, la Cooperativa del COArquitectos, en Barcelona y Madrid, entre otras)
También se puede solicitar a la editorial Hipòtesi:
ISBN:978-84-15170-33-4
DAVIDE CALI (1972) & CATARINA SOBRAL (1985): A CASA QUE VOOU (A HOUSE THAT FLEW AWAY, UNA CASA QUE VOLÓ, 2015-2016)
Un día la casa despegó y voló.
Su dueño, sorprendido, acudió a la policía. Pero no le habían robado la casa.
La policía le aconsejó que fuera a ver la Agencia del Tiempo. Pero ningún desastre natural había ocurrido que hubiera causado la desaparición de la casa.
El hombre del tiempo le recomendó que se dirigiera a la Oficina de los Objetos perdidos. Pero no había perdido su casa.
Allí le sugirieron....
Y el dueño, desesperado, siguió en coche la casa que seguía volando.
Se dirigía hacia las montañas. El camino era cada vez más empinado.
Descubrió entonces....
La lectura de este maravilloso cuento del cuentista suizo Cali y de la dibujante portuguesa Sobral revela qué ocurrió.
domingo, 4 de diciembre de 2016
La imagen de Babilonia
Fotos: Tocho, diciembre de 2016
Planos de arquitectura y urbanismo -planos de ciudades y catastrales- existen desde la Edad de Bronce, al menos desde el tercer milenio (algunos estudiosos han interpretado petroglifos paleolíticos como planos de asentamientos o de parcelas, por lo que la representación, organización y representación del espacio correría de parejo con la representación de seres y entes reales o sobrenaturales.
El Departamento del Próximo Oriente del Museo Británico en Londres expone un fragmento de tablilla de arcilla importante para el estudio de la ciudad mesopotámica y de su representación.
Se trata de un plano de la ciudad de Babilonia en el siglo VII aC. el fragmento muestra parte del barrio oeste de Tuba, un canal río en peces que vierte en el Eúfrates, río que cruza la ciudad, una puerta urbana y la muralla interna de Babilonia. La cara posterior de la tablilla comprende medidas exactas sobre el espesor de los muros.
La ciudad de Babilonia, a mediados del primer milenio aC, cuando se dotó de la muralla y de la puerta de Ishtar recubiertas de ladrillos vitrificados con relieves de los símbolos o manifestaciones de los dioses principales del panteón babilónico, se dividía en diez "barrios". Cada uno recibía la denominación de una importante ciudad mesopotámica. Tuba se hallaba muy cerca de la actual -y devastada- Aleppo, así como de las ruinas de la ciudad de Ebla. Fue una ciudad destacada en el tercer milenio aC. Acogía un gran santuario de Ishtar, diosa ligada a la ciudad de Babilonia.
Tuba se hallaba en el polo opuesto al de la puerta de Ishtar. Acogía la puerta de Shamash (el dios del sol y de la justicia).
Este plano muestra que la ciudad de Babilonia estaba recorrida por canales, organizada por barrios aislados por murallas, y que poseía varias puertas de acceso bajo la protección de deidades, salvo una, bajo la advocación real.
Fragmento pequeño, incompleto, que evoca, a través del trazado geométrico dentado la compleja planimetría de Babilonia.
Una joya poco conocida
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sábado, 3 de diciembre de 2016
viernes, 2 de diciembre de 2016
Escritura cuneiforme
Dibujos: Irving Finkel (Museo Británico, Londres, diciembre de 2016)
El conservador del Departamento del Próximo Oriente en el Museo Británico (Londres), Irving Finkel, observaba esta mañana esta singular característica de los signos cuneiformes mesopotámicos.
Las escrituras, alfabéticas, silábicas o ideogramáticas (jeroglíficos, ideogramas chinos, etc.), consisten en signos o trazos escritos, superpuestos sobre una superficie plana, sea cual sea el material. Los signos dibujados o pintados, con tinta, pintura, grafito, etc., se adhieren al soporte.
En el caso de la escritura cuneiforme, sin embargo, los signos literalmente no existen. Lo que se percibe sobre la superficie de las tablillas de adobe o de terracota son muescas, marcas "impresas" o dejadas por un punzón hundido en el barro. Un signo es una traza; se compone mediante una excavación, una hendidura, la sustracción de material. Un signo cuneiforme es un vacío. Denota una ausencia. Indica que material ha sido sustraído. Tenemos la ilusión que vemos signos, pero solo vemos una masa de barro rasgada. Los signos no han sido añadidos sino retirados. Se escribe por sustracción. Escribir implica deteriorar, rasgar, ahuecar.
La escritura cuneiforme inscribe profundamente. Deja una huella indeleble. Las palabras -que son las cosas- se adentran en la materia. Su forma se inmoviliza, se entierra. Escribir fija para siempre. El tiempo se detiene. Las cosas ya no viven. La escritura es un lecho, o una sepultura, gracias al cual .-en la cual- las cosas escapan al devenir y perduran. Cosas de las que, sin embargo, solo queda una huella marcada en la tierra. La escritura es la muerte de las cosas del mundo.
Cuando Platón condenaba la escritura porque fosilizaba las cosas, las enterraba hasta que quedaban sepultadas, no podía estar pensando en la escritura cuneiforme porque ésta estaba casi extinta. Pero es posible que quedara el recuerdo de unos hombres que trataban de detener las cosas abriéndoles una tumba. Una tumba siempre vacía que, hoy como ayer, es "leída" como una ilusión: la ilusión de un signo que no existe, de una palabra o una invocación que nada tiene ya que ver con las cosas que "pasaban".
jueves, 1 de diciembre de 2016
A LA BÚSQUEDA DEL TIEMPO PERDIDO: LA ESTÉTICA DE MARCEL PROUST (1871-1922)
La muerte de la abuela del protagonista de la novela río A la búsqueda del tiempo perdido de Marcel Proust muere dos veces;
o, mejor dicho, su muerte acontece un año más tarde del óbito. Median mil
páginas entre ambos hechos.
No se trata de un misterio paranormal. El protagonista, un
niño enfermo y enfermizo llamado Marcel,
muy unido a su abuela -quien le cuida en verano sobre todo cuando le
acompaña a un balneario en Normandía para evitar el calor húmedo y sucio del París
de finales del siglo XIX-, recibe la noticia del fallecimiento de su abuela,
una tarde a la vuelta del colegio. Vecinos, familiares y padres apenas se
atreven a contarle la verdad. Temen que Marcel se hunda. Descubren, con pasmo,
que el niño apenas presta atención al fallecimiento: un hecho nimio, casi
irritante, que no le turba la tarde, como si no se hubiera producido o hubiera
correspondido al de un desconocido.
Marcel no volverá a evocar a su abuela.
Casi un año más tarde, llegado el verano, Marcel parte de
nuevo al balneario. Le acompaña esta vez una atenta y fiel cuidadora que trata
de actuar como lo hacía la abuela. El mismo hotel, la misma habitación, las mismas
fechas, el mismo entorno, todo trata de evocar tiempos pasados a fin de hacer
más soportable la ausencia de la abuela, no sentida.
Llegada la hora de acostarse, la primera noche, Marcel, solo
en su habitación, situada junto a la de la cuidadora, descubre, de pronto, al
apagar la luz que su abuela, ha muerto. Acaba de morir.
Cada noche, la abuela, sabiendo que a su nielo le angustiaba
la oscuridad, golpeaba levemente la pared medianera con los nudillos –golpes suaves
y rítmicos, tres marcas reconocibles-, justo al lado de la mesilla de noche. El
gesto, casi ritual, advertía que Marcel podía dormirse tranquilo ya que su
abuela velaba justo al lado.
La cuidadora sabía todo lo que la abuela hacía. Desconocía
este lenguaje secreto. La falta del leve golpear era significativo. Su sentido
claro. La cuidadora no era la abuela, y ésta ya no estaría nunca más junto a
Marcel. Lloró. Su abuela había muerto, cuando hacía un año que había desaparecido.
Marcel Proust sugería que somos incapaces de darnos cuenta
de la realidad cuando ésta acontece. Solo cuando ya no existe cobra presencia.
Somos conscientes de la presencia de ausencias, de lo que ya no es. Solo el
pasado se nos hace presente. El presente no existe hasta que ha pasado.
Se diría que Proust asume la tradicional creencia en la
incapacidad de los sentidos por captar la realidad: sentidos insensibles o
víctimas fáciles del engaño. Sin embargo, tal no es la postura de Proust. Los órganos
sensible registran todas las facetas del mundo. La complejidad, la riqueza, la
vivacidad, la hondura del mismo no escapa a los sentidos siempre activos y
escrutadores. Mas la razón no puede interpretar todas las impresiones
sensibles. Solo se fija en cambios bruscos de registro. No puede porque si
fuéramos capaces de atender a todo lo que el mundo nos comunica incesantemente,
seríamos incapaces de actuar y de
pensar. El mundo nos fascinaría tanto, sería un espectáculo de tal densidad que
no podríamos abstraernos.
Los sentidos son fieles registradores de lo que nos rodea.
Pero somos incapaces de aceptar, o de asumir todos los datos que nos remiten
sin cesar. Por eso, el mundo que nos rodea nos parece a veces plano, como si
fuera un decorado por el que transitamos sin problemas, que enmarca nuestras
acciones.
Pero, un día, inesperadamente, un hecho, imprevisible y sin
importancia, se asemeja a un hecho del pasado al que no habíamos prestado
atención. Ambos hechos, pasado y presente, entran en resonancia. El pasado
halla una vía de comunicación con el presente. Un pasado en el que no podemos
actuar, que se libre de nuestra voluntad de acción, casi siempre ciega –y
directa. Entonces, todas las impresiones sensibles, visuales, auditivas,
gustativas, táctiles, que ninguna razón activa frena, pueden manifestarse,
revelando todo lo que no supimos apreciar en su momento. El pasado, olvidado
pero no perdido, se muestra más rico que el presente porque no tiene que
simplificarse para facilitarnos la acción diaria. Se trata del pasado. Ya nada
podemos hacer, salvo el de quedarnos embargados por todas las sensaciones
sepultadas que afloran y que dicen la grandeza de algo que hasta entonces había
pasado desapercibido. Caemos en la riqueza, la bondad del mundo. Nos damos
cuenta de su existencia, y de lo que perdimos. Y que perdemos para siempre. Las
sensaciones que de pronto se nos presentan cuentan el mundo –que no pudimos o
quisimos sentir-. Es ahora cuando somos conscientes de su existencia. Pero esas
sensaciones pasadas duran lo que un sueño. Ascienden y se evaporan. El pasado
se nos muestra y se diluye. Y na podrá
ser recordado más, al menos con la hiriente sensación de realidad que por un
momento se nos hace patente.
Proust postula que podemos –debemos- entrar en contacto con
el mundo gracias a los sentidos. Las imágenes, las caras del mismo, nos llegan
a través de los órganos sensoriales. Mas el mundo al que finalmente prestamos
atención ya no existe. Emana del pasado, se hace presente y desaparece. Solo el
pasado puede tener presencia, aunque esta es fugar. Como la vida
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