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Mozart. Minuto 1:27
Podríamos pensar -los ejemplos se multiplican hoy, y las denuncias por plagios musicales colapsan los tribunales- que esta embarazosa situación solo acontece en la música popular.
Sin embargo, la escucha de la ópera Don Giovanni de Mozart lleva a arquear las cejas. ¿Acaso un aria no recuerda a otra de un excelente compositor barroco, amigo de Mozart, y que no es Salieri, a la ópera Una cosa rara, de Vicente Martin Soler?. ¿No hallamos una resonancia similar entre una composición para clarinete de Mozart, y otro motivo de la ópera antes citada de Martin Soler, como bien se ha demostrado?
Mozart ¿copió, plagió, falsificó, o demostró su admiración por su amigo reproduciendo una hermosa melodía compuesta por éste? La escucha de obras de Beethoven, ¿no desvela en ocasiones temas de Mozart, en este caso?
Si estos parecidos ocurren en la llamada música culta…. Si éstos parecidos ocurren, quizá se revele que son imposibles de evitar o, mejor dicho, que tienen que acontecer para que una obra tenga entidad.
La primera creación artística del mundo no existe. La primera obra no amaneció de pronto. Pasaron siglos, milenios, acaso millones de años de tanteos, avances, retrocesos, olvidos y recuerdos, en los que la voluntad y el azar, la curiosidad y el desafecto, la admiración y la envidia, el deseo y el desinterés, en proporciones variables y nunca previstas jugaron un papel que, en ocasiones, alumbraron una obra enigmática, sorprendente e imprevista, antes de que el ser humano pudiera haber tenido la sensación de haber creado un ente, una obra que parecía tener vida propia, que se le escapaba para incidir en las primeras comunidades.
Los propios dioses no crearon el mundo al instante. Yahvé sobrevoló las aguas de los inicios y fue llamando a los entes y los seres que moraban, quizá latente o dormidamente, en aquéllas , para que se despertaran y emergieren, un proceso que duró seis días y seis noches, es decir, una eternidad, a nivel divino. El mismo Yahvé, pese a presentarse como el único y verdadero dios, la suprema divinidad, se equivocó a veces. Tuvo que rectificar la creación en varias ocasiones, borrando su obra con diluvios y plagas.
Toda obra de arte se caracteriza por su linaje: por las referencias explícitas o no a obras anteriores que la retan, con las que dialoga, a las que reproduce, versiones, distorsiona, deforma, mejora, a las que expresa admiración o burla, en un acto de reconocimiento, deslumbramiento y rabia, también, por la luz insuperable, irrepetible que en ocasiones posee. Picasso es conocido por sus descubrimientos, innovaciones y cambios. Pero Picasso pasó su vida enfrentándose a El Greco, Velázquez, Delacroix y Cézanne, entre otros artistas. La propia obra de Duchamp quizá no habría tomado el rumbo que adquirió tras sus tentativas cubistas si no hubiera existido la obra de Picasso a la que Duchamp no logró derrotar, revelando una soterrada admiración y envidia, y un reconocimiento de su grandeza (y de su tiránico peso).
Las obras de arte encierran a otras obras con las que juegan, en las que se miran, con las que se enfrentan.
Son, por el contrario, las falsificaciones y, hoy, las creaciones de la Inteligencia Artificial, las que carecen de estas trazas. Son obras lisas, que no expresan las filias y las fobias del artista, sus conocimientos, rechazos, fantasías, gustos y disgustos con los que juega, compone, asume o niega. Las falsificaciones (y las “obras” de la IA) no tienen historia ni pasado, son lisas, perfectas; no denotan emoción alguna, esfuerzo, rabia, cansancio, reconocimiento; no cuentan nada acerca de su propio alumbramiento, inmediato o laborioso, completado, abocetado o abandonado; no se perciben correcciones, rectificaciones. No se dan obviedades, gestos fáciles, y soterradas correspondencias entre elementos, citas cultas o banales. Tampoco ofrecen ningún punto de vista personal -limitado, equivocado, agudo, admirable o despreciable- sobre el mundo. La ambigüedad, el desconcierto, las dudas y los gestos intrépidos, el amor y la ira, que las obras de arte expresan, a veces a pesar suyo, no existen en las falsificaciones, precisamente porque se esfuerzan en borrar las huellas de su pasado, en negar cualquier índice que lleve a su autor y su mundo, y , por el contrario, en generar pistas falsas. Es decir, ni son ni parecen humanas, precisamente porque son perfectas y no denotan arrepentimientos ni osadías. Las falsificaciones y los productos de la IA carecen de voz propia, una voz humana , muy humana (que remeda la voz trémula de los dioses, en la antigüedad, una vez demasiado humana), con todas sus imperfecciones e inseguridades, reconocidas, asumidas, sabiendo que a poco una nueva obra ajena la encuadrará, la pondrá en su sitio, la emplazará -y, a través de la interpretación le dará sentido-, esperando que éste reconocimiento ocurra porque las obras como los humanos sólo existimos, solo “somos” porque alguien, una obra u otra persona nos reconoce y nos llama por nuestro nombre, nos da un nombre -como Yahvé bien hizo cuando él génesis del mundo. Las falsificaciones, por el contrario, nunca tendrán nombre porque nadie querrá llamarlas. Una falsificación “no tiene nombre”.
Las referencias, las alusiones, las citas, las copias no devalúan las obras. Son inevitables y reconocen tanto la grandeza de obras anteriores cuanto la perspicacia, generosidad y lucidez de la obra (y del artista) que las cita y las reta.
A Marcel y Nao