La película de terror Saw VI acaba de ser prohibida, un tanto sorprendentemente, en España a los menores de dieciocho años por sus sádicas escenas.
La censura "platoniza": la condena de determinadas imágenes -Platón solo salvaba las figuras geométricas porque ayudaban a los débiles de espíritu a pensar en los cuerpos perfectos y, de allí, en el único creador que les dió forma o los utilizó, y, en último término, en el supremo valor que el Único Dios, el Uno, encarna: el Bien- es consecuencia de la creencia en el poder perturbador, o más bien, destructor, del arte mimético, ya que tiene éste la capacidad de suplantar la realidad, de anularla, por medio de lo que reproduce.
No valoraré tal decisión.
Sin embargo, en la Grecia antigua, toda persona culta debía saberse de corrillo la Ilíada de Homero; como comentaba ayer Félix de Azúa, la educación de los jóvenes incluía saber bailar la Ilíada, es decir, saber reproducir los movimientos casi coreográficos con los que los griegos se mataban sin contemplaciones.
Porque la Ilíada es una lancinante sucesión de actos mortíferos. Durante unos quince mil versos (unas cuatrocientas páginas en una edición moderna), aqueos y troyanos se masacran inmisericordamente, sin que se perciba ninguna evolución. La acción no avanza. Como si se tratara de sanguinolentos "tableaux-vivants", los héroes griegos se van eliminando mútuamente con una fiereza sorprendente. Si no fuera porque no existe redención final, se podrían comparar los cantos de la Ilíada con las estaciones de la cruz, en las que se desgranan una sucesión de torturas, de crímenes, de asesinatos.
No hay historia, narración, progresión, como en la tragedia. Cada canto narra lo mismo, sucesivos ataques y luchas fratricidas emprendidas con el fin de hacer el mayor daño posible. Los héroes solo piensan en la cantidad de sangre que van a verter.
La descripción del horror es minuciosa. Pero no es repetitiva. La imaginación con la que se describe las mil maneras de acabar con la vida es prodigiosa. La Ilíada se convierte en un encadenamiento de cantos hipnóticos, sin graduación alguna, ya que en cada escena, la violencia es absoluta, insuperable.
Homero enuncia morosamente dónde hiere el arma, qué miembros u órganos atraviesa o arranca, cómo cae el héroe y agoniza mientras sus manos se aferran al polvo y vomita cuajos de negra sangre antes de expirar. La narración es digna de un cirujano, o de un criminalista (pero la realidad que Homero debía ver cada día le proporcionaba sin duda tantos ejemplos como quisiera):
"logró envasarle la pica en la parte superior de la pierna, donde más grueso es el muslo; la punta desgarró los nervios..."; "... la punta desgarró el tendón de la parte superior del brazo y rompió el hueso..."; "le quitó la vida, hiriéndole en el cuello con la espada provista de emuñadura; la hoja entera se calentó con la sangre..."; "Penéleo hundió su espada en el cuello de Liconte, debajo de la oreja, y se lo cortó por entero; la cabeza cayó a un lado, sostenida tan solo por la piel..."; "a Erimante Idomeneo le metió el cruel bronce por la boca, la lanza atravesó la cabeza por debajo del cerebro, rompió los blancos huesos y conmovió los dientes: los ojos se llenaron de sangre que fluía de las narices y de la boca abierta, y la muerte, cual si fuera oscura nube, envolvió al guerrero."; "le clavó desde cerca la lanza en la mejilla derecha, se la hizo pasar por los dientes y lo levantó por encima del barandal; alzando la brillante lanza, Patroclo sacó del carro a Téstor con la boca abierta y le arrojó de cara al suelo...".
Esas citas son solo una ínfima parte de las descripciones de la rapsodia décimoquinta. La Ilíada comprende veinticuatro. En cada una de ellas se suceden, como en un mantra, una litanía con las más precisas degollaciones, decapitaciones, incluso sacrificios humanos. Sin que los héroes sientan el menor remordimiento. Antes bien, solo buscan hacer el mayor daño posible, ensartar, con los más variados refinamientos en la manera de atentar contra el cuerpo, el mayor número de enemigos.
Al caer la noche, cuando los ejércitos se recogen, no hallan espacios libres donde descansar: los cadáveres, comidos por los perros, desfigurados por el hormigueo de las larvas de las innumerables moscas que rondan las heridas sanguinolentas, cubren todo el extenso campo de batalla:
"temo que las moscas penetren por las heridas que el bronce causó a Patroclo, engendren gusanos, desfiguren el cuerpo y corrompan el cadáver", exclamada Aquiles (Canto 19).
Sin embargo, esta impúdica exhibición, esta ostentación del horror no es gratuita. Tiene un sentido moral. Los seres humanos no se matan porque quieren, sino porque son marionetas en manos de los dioses. Son éstos los que otorgan valor o hacer retroceder a los héroes, tan humanos, presos de un súbito temor, los que les fuerzan a acometerse con la máxima crueldad sabiendo que lo que emprenden es "inhumano". Los dioses, a menudo, se disponen en lo alto para contemplar disciplinadamente la matanza y comentar las jugadas. Pues la guerra es un juego en el que los peones son los humanos manejados, movidos, abandonados por las divinidades, que se reparten los contendientes.
El horror, entonces, es el signo distintivo de los humanos. Los dioses no guerrean. En todo caso, se engañan, pero nunca se enfrentan. Dirimen sus diferencias discutiendo a cara descubierta o taimadamente. Los animales sí luchan ferozmente, pero parecen movidos por una fuerza ciega que les impele a actuar siempre del mismo modo. Los humanos, por el contrario, se ven sacudidos por brutales deseos de sangre, a veces inextinguibles, que los dioses les hacen brotar.
Los humanos saben que van a morir. Son conscientes de la inutilidad de las acciones que emprenden. También saben que no son verdaderamente responsables de aquéllas, y que el valor o el miedo que les poseen no son verdaderamente suyos sino fuerzas que les arrebatan desde arriba.
La violencia extrema, entonces, es necesaria. Describe la suerte de la humanidad, la condición humana. La Ilíada es un tratado sobre el trágico y futil destino del hombre. El hombre es un juguete, una peonza, derribados con saña, y sin justificación alguna, por el cielo.
No sé si Saw VI tiene la misma finalidad -o logra comunicarla. Desde luego, el horror que describe es incomparablemente más infantil -y más inútil, carente de "sentido"- que el que Homero va desgranando.
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