Los templos son, en casi todas las culturas, un mundo aparte. Forman parte del mundo visible, pero reproducen, ya sea el empíreo -son la morada de las divinidades-, ya sea el cosmos.
En ocasiones, su planta reproduce el transcurso de algún cuerpo sideral que es la manifestación visible de alguna divinidad.
La orientación de los templos antiguos ha dado lugar a especulaciones a menudo esotéricas -y gratuitas. Sin embargo, los templos suelen disponerse en función de algunos planetas, estrellas o constelaciones particularmente luminosos: Venus (confundida con las estrellas matutina y vespertina), la estrella polar (o la constelación del Carro, también conocida como la Osa Mayor), las Pléyades, en el Cinturión de Orión, han solido ser los puntos celestiales que han ayudado a ordenar el espacio sagrado, por su fácil localización, o su posición invariable.
Los puntos cardinales también han constituido polos recurrentes: las fachadas o caras de los templos griegos se orientaban según aquéllos; la fachada principal miraba al este, de modo que la luz naciente iluminara la faz de la estatua de culto cuando las puertas del templo eran abiertas: la divinidad entraba en contacto consigo misma; por el contrario, los templos cristianos, que también se han dispuesto según los puntos cardinales, miran al oeste, a fin que la luz matutina, que entra por las vidrieras del coro, iluminara la cara de los fieles cuando se desplazaban por la nave central en dirección al altar. El templo cristiano es la morada del hombre, mientras que el templo pagano acoge a la divinidad, y el ser humano -salvo reyes y sacerdotes- tiene vetada la entrada.
El templo mesopotámico también atendía a los puntos cardinales. Sin embargo, presenta una diferencia esencial con el griego -o el cristiano-. Lo que mira a los puntos cardinales no son las fachadas, sino las esquinas.
Así como el templo griego se subordina a los puntos cardinales y, por tanto, el templo se inserta en el cosmos, del que puede ser una réplica, el templo mesopotámico apunta a aquéllos: los señala, los destaca. Las esquinas son como puntos de flecha que indican los puntos cardinales: los hacen visibles, los crean. El templo entonces no se amolda al cosmos: lo instituye.
En efecto, el cosmos mesopotámico es rectangular o cuadrado. Presenta cuatro esquinas. La bóveda celestial es de planta cuadrada y se apoya sobre cuatro columnas. El espacio, por tanto, necesita cuatro puntos para organizarse. Éstos son marcados, y fundados, por el templo. El templo no es (una imagen) del cosmos, sino el origen de éste.
El templo sumerio es comparado con una red tendida en el territorio. Los males, los que piensan mal, los que quieren el mal son apresados por esta arma, una tela perfectamente urdida que mantiene a salvo el espacio y le impide caer o regresar al caos originario. Sin el templo, pues, el mundo -organizado- no existiría. Aquél es el mecanismo que lo determina, lo organiza y lo preserva. La relación entre el cosmos y el templo se invierte: lo primero es el templo; solo entonces el cosmos puede concebirse y existir.
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