Retrato romano sobre vidrio, s. I dC
“Conócete a ti mismo”: tal era el célebre lema que coronaba
el templo de Apolo en Delfos.
Todos los admitidos en su interiorde aquél tenían que
aceptar sus limitaciones: eran mortales y se enfrentaban a un inmortal: no
debían olvidar nunca esta verdad, sin la cual podrían creerse superiores a lo
que eran, lo que obligaba al Destino a intervenir (drástica y cruelmente).
Este auto-reconocimiento, la asunción de las limitaciones
personales, de la humana condición, fue posible, en los inicios del
Cristianismo, gracias a ejercicios de introspección: el hombre se retiraba –se
retira- en sí mismo. Se alejaba del mundo, como un eremita, a fin de
encontrarse o de reencontrarse. Este retiro, aislándose de sus semejantes –en
una cueva, en lo alto de una columna, o enclaustrándose en un convento-,
buscando en sí mismo quién era y cómo era, se completaba con una mirada sobre
uno mismo. Fue el cristianismo el que permitió y favoreció el autorretrato: la
mirada objetiva o crítica de un artista sobre su condición. Hasta entonces,
ciertamente, la imperfección de los espejos –que siguió hasta la Edad Media-
habría impedido que el hombre se viera a sí mismo, cómo era, qué faz tenía y
qué revelaba ésta. Mas esta limitación no fue la única, ni la principal causa,
de la escasez de autorretratos antiguos.
Es cierto que Fidias se representó a sí mismo en el escudo
de la estatua criselefantina de Atenea;
no se trataba, empero, de la estatua de culto, y no se sabe bien qué quiso
expresar, ni si quiso que su efigie fuera visible o reconocible, aunque lo
llegó a ser. Pero la indignación por un acto semejante no estaban en
consonancia con el discreto tamaño que Fidias se otorgó a sí mismo; revelaba
que el gesto de Fidias era inhabitual e incomprensible. Es cierto que
representarse junto a una divinidad, lo que denotaba cierta correspondencia
entre un mortal y un inmoral, era una osadía. Pero lo que más sorprendió fue
que el escultor se auscultara. Nadie, hasta entonces lo había hecho, y se
tardarían siglos en que esta situación volviera a producirse.
La razón residía en que el auto-conocimiento del ser humano,
en la antigüedad pagana, no pasaba por el retiro ni la introspección ante el
espejo, el careo entre un humano y su imagen. El descubrimiento de las
posibilidades y de las limitaciones humanas acontecía a la luz del día, en un
espacio público o compartido, entre y ante los demás. El diálogo era la situación
más favorable para este reconocimiento. ¿Por qué?
Platón comentaba que los ojos eran la parte principal del
individuo. Aquéllos eran un espejo. En el centro se asomaba la imagen reflejada
de la persona situada en frente. El diálogo, y la relación amorosa, propiciaban
un acercamiento, la proximidad entre los amantes. Éstos, encarados, se miraban.
Contemplaban los ojos de la persona amada y se veían también en aquéllos. Lo
que descubrían era su propio rostro. Se veían por vez primera, no aislados, sino
en pareja, entre semejantes. Se descubrían, además, poseídos por Eros o Cupido.
Su cuerpo, y su rostro, actuaban como la figura de una estatua o de una
máscara. La divinidad les poseía, por lo que lo que se miraba en los ojos del
amado o la amada era la faz del o de la amante transfigurada por Eros: una
imagen en íntimo contacto con una divinidad, lo que permitía que esta faz
resplandeciera, y se reflejara nítidamente en la pupila (pupilla, en latín, significa muñeca, por lo que el moderno término
de pupila designa, en verdad, a una figura asomada en el óculo del ojo, reflejada
en éste). El descubrimiento que uno se hacía de sí mismo no acontecía así
soledad sino en compañía. Ésta activaba el deseo de asomarse a los ojos de la
persona amada.
La imagen reflejada mostraba, así, la mejor imagen de uno
mismo: la imagen de un humano en contacto con la divinidad, digno de ésta. Para
Platón, el cuerpo no era digno de ser tenido en cuenta. Los juegos de palabras
entre soma y sema, cuerpo y cárcel –dos palabras etimológicamente no
relacionadas-, practicados en varios diálogos, así lo atestiguan. En verdad, el
alma –la psique-, de origen divino, se hallaba adormecida y encerrada en un
cuerpo. Sin embargo, la posesión erótica la despertaba. Una divinidad –Eros- le
permitía recordarle donde venía, y las penurias terrenales en las que se
encontraba. Por eso, la psique, azuzada por Eros, pretendía escapar del cuerpo
que la mantenía prisionera. El encuentro físico hubiera acrecentado su
desgracia, mas lo que Platón propugnaba en el amor era un encuentro de almas
exaltadas: almas que lograban alzarse sobre sus limitaciones. Por tanto, lo que
se asomaba a los ojos de un semejante se asemejaba a un ser humano; mas se
trataba, en verdad, de un alma. Los ojos, así, permitían que el ser humano
descubriera lo que, según Platón, tenía más valor: la psique, su vida interior,
que compartía con otras personas atraídas por él, y a las que atraía. Los ojos
eran como un periscopio que permitían bucear en el alma humana.
La importancia que Platón concedió a la mirada como método o
como lugar del reconocimiento personal fue posiblemente una de las causas del
nacimiento del retrato durante la época helenística, en el siglo IV aC. Hasta entonces, los artistas habían
representados tipos: el guerrero, el campesino, el filósofo, la anciana –dos
mil años más tarde, Giorgione pintaría una efigie de una anciana; hoy se sabe
que incluso esta figura no representaba a una mujer en concreto, sino a un
tipo: “la” anciana prototípica- , el vate, etc. Cada uno de estos retratos, pintados
o esculpidos, incluso en los casos en los que el parecido era buscado, atendía
sobre todo a rasgos genéricos. Un gran poeta tenía que estar ciego, como
Homero, pues la ceguera, que le impedía ver lo que acontecía a su alrededor, le
permitía otear, por el contrario, lo que tenía lugar más allá, o en el más
allá. Los ojos interiores actuaban en cuanto los ojos sensibles se cerraban.
Del mismo modo, un filósofo, fuera o no imberbe en la realidad, tenía que ser
un anciano de pobladas barbas. Su aspecto físico, por otra parte, no podía
igualarse con el de un guerrero, necesariamente en la flor de la edad, y de
aspecto apolíneo. Un cierto aspecto descuidado, y algunas imperfecciones
físicas, en un filósofo, denotaban que las preocupaciones mundanas no le
afectaban y que la edad le había permitido superar engaños y desengaños lo que
le facilitaba el encuentro con la verdad. Sócrates se describía a sí mismo como
un sátiro, y los retratos esculpidos así lo muestran. ¿Qué aspecto habría
tenido en la realidad? No se sabe y poco habría importado: siendo un educador y
un filósofo, Sócrates tenía que asemejarse a un ser primigenio, puesto que
estaba en contacto con los fundamentos del mundo.
Todas estas consideraciones cesaron después de Platón. Los
rasgos se personalizaron. Y la mirada cobró una decisiva importancia. El retrato se convirtió en una exploración
del individuo, de lo que lo constituía: no solo su aspecto exterior sino su
vida interior –si bien en la Grecia helenística la psique no pertenecía en
propiedad al ser humano, como para el cristianismo, no estaba íntimamente unida
al cuerpo, sino que, de algún modo, estaba de paso, castigada, por alguna
falta, a vivir encerrada en un cuerpo humano –lo que no era un vida-, a la
espera que la exaltación amorosa la redimiese, redención que el retrato
captaba: éste siempre fijaba los rasgos de un individuo pletórico de vida, en
los que los ojos no le pertenecían en propiedad, sino que eran entidades en los
que se miraba la figura de la persona amada, es decir, de la persona en las que
Eros se había personificado.
Por eso, los ojos de los retratos helenísticos eran
distintos de los de las efigies anteriores o de culturas anteriores. Los ojos
siempre denotaron vida. Ojos bien abiertos, opuestos a los ojos cerrados de los
muertos, indignos de ser tenidos en cuenta. Mas estos ojos, desmesuradamente
abiertos, querían simbolizar que el ser humano gozaba de la protección divina,
lo que le garantizaba una vida larga, cómoda y placentera. Eran una convención:
un signo de vitalidad. Pero no denotaba que el ser humano hubiera descubierto
ni asumido su condición. Se entregaba a la divinidad, como si hubiera querido
olvidarse de lo que era, haciéndose ilusiones sobre su verdadera entidad.
Por el contrario, los ojos helenísticos eran más complejos.
No tenían porque estar desorbitados. Su función era la de reflejar que el ser
humano se había reconocido como una persona, mortal, entre semejantes, también
mortales, que aspiraban a una vida lo más completa posible, pero una vida
plenamente humana, que gozaba de lo mejor que el ser humano podía poseer: su
capacidad de entrega a los demás. El retrato, así, era un regalo que el hombre
entregaba a sus semejantes, para que pudieran seguir viéndose reflejados en los
ojos de un individuo que, habiendo querido y reconocido a sus semejantes, les
entregaba un recuerdo para siempre: su imagen, sus ojos.
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