Cuando Dédalo, huyendo de la ciudad de Atenas, llegó a la
corte del rey Minos en Creta, éste ya sabía de las habilidades del héroe.
Dédalo estaba emparentado con la familia real ateniense. Era un artista o un
mago: practicaba las artes de la escultura, la arquitectura y la joyería, pero
también las malas artes. Su nombre significaba Habilidoso, experto en técnicas
artísticas. Pese a su ingenio, su sobrino Perdix, que trabajaba para él, había
inventado tres útiles que harían fortuna: el compás, el torno y la sierra. Con
el primero, se podían tomar y trasladar medidas lo que permitía realizar
proyectos muy precisos; los dioses habían circundado el naciente universo con
un compás; el torno, por su parte, permitía modelar cualquier forma hasta la
perfección. La sierra, que inventó a partir de las fauces de un tiburón que
halló en una playa, escindía las formas que el compás había siluetado, también
tallaba madera, el material básico de la arquitectura arcaica. Celoso por los
descubrimientos, Dédalo asesinó a su sobrino; pese a formar parte de la
realeza, tuvo que escapar de la ciudad antes de que fuera ser condenado.
Minos acogió y
protegió a Dédalo a cambio de trabajos que solventaran problemas casi
insolubles como la certera defensa de la isla ante los posibles ataques de
Atenas. El tamaño de la isla exigía guardas de los que Minos no disponía. Dédalo se inspiró en unas obras del dios
Hefesto. Hefesto era un dios herrero. Había adquirido los conocimientos
necesarios para la fundición de los metales de unas divinidades enanas antiquísimas,
los Telquines, que vivían en lo hondo de cuevas marinas cerca del fuego de las
entrañas de la tierra y de las vetas –las venas- metálicas de la misma. Hefesto
construyó los resplandecientes palacios de los dioses olímpicos, y forjó numerosos
autómatas que se desplazaban a voluntad para atender la corte celestial y las
necesidades de la forja del propio Hefesto. De lejos no se distinguían apenas del
mismo dios y de sus maestros los Telquines, salvo por la brillante coraza que
se contraponía a la requemada y curtida piel del dios oscurecida por el humo de
las piras siempre encendidas.
Dédalo construyó un autómata gigantesco llamado Talos. Este
héroe de bronce, alto y macizo como una torre de vigía, estaba montado sobre
ruedas y se desplazaba a toda velocidad; rodeaba la isla tres veces al día sin
detenerse ni quedarse sin aliento. Se trataba de un oteador perfecto. Impedía
que la isla fuera tomada y también cortaba el paso a quien quisiera abandonar
la corte de Minos.
Los griegos de la época clásica consideraban que Dédalo fue
el primer arquitecto y el primer escultor. Según el autor tardío Diodoro de
Sicilia (Biblioteca IV, 76, 1-6) Dédalo
tenía tanta fama que se le erigió una estatua en un templo de Egipto a la que
se le rendía culto. Los griegos sabían de la relación entre las artes griegas y
egipcias por lo que pensaban que Dédalo obró también en Egipto.
El “gremio” de constructores y los escultores de la Grecia
antigua estaba bajo la advocación de Dédalo. Los arquitectos de catedrales
medievales, unos mil setecientos años más tarde, recuperaron esta figura pese a
que no era un “santo” (en todos los sentidos de la palabra) sino un héroe
pagano: tal era su prestigio y el perdurable recuerdo de las obras cuya invención
se le atribuía.
La asociación entre Dédalo y el origen de la estatuaria
causa extrañeza hoy. Aunque nuestra mirada sobre las imágenes miméticas está
condicionada por los logros de las imágenes virtuales y requerimos un grado de
ilusionismo que solo la informática brinda para creer en la vida de lo que las
pantallas muestran, nos cuesta asumir que los griegos juzgaran las obras de
Dédalo como obras vivientes, ilusoriamente vivas, semejantes a los humanos o
confundidas con éstos, pese a que la credulidad de los antiguos griegos tenía
un listón mucho más bajo que en la actualidad. Parece una paradoja que los
griegos asociaran a Dédalo con un tipo particular de estatuas: las figuras
naturalistas. Una estatua “dedálica” era, para un erudito griego, una obra de
un tiempo pretérito, la edad de los héroes de bronce, muy anterior a la de los
hombres. El sustantivo daidala nombraba
a toda obra humana o sobrehumana que sugiriera vida, movimiento; obra que
pareciera tener vida propia, insuflada por el mago Dédalo. En época clásica, se
le atribuía la autoría de la estatuaria originaria, precisamente por la
admiración que las figuras suscitaban. Eran obras dignas de un habilidoso
tallista capaz de animarlas. Entre estas estatuas destacaban tanto las primeras
efigies de madera o de bronce, del siglo VIII aC cuanto las primeras estatuas
arcaicas de tamaño natural, talladas en piedra o mármol, o fundidas en bronce, entre
el advenimiento de las ciudades en el siglo VII aC y la victoria sobre los
Persas durante las Guerras médicas a principios del siglo V aC.
Sin embargo, las estatuas llamadas “dedálicas” eran toscas;
estaban talladas someramente. Solían ser, no de bronce, sino de madera
esculpida y pintada: ébano, cedro, ciprés, higuera. Eran fetiches anti-naturalistas.
Su aspecto rudo casaba –casa- bien con la imagen que los griegos se hacían –y
nos hacemos- de los tiempos primigenios a partir de los cuales las formas
evolucionaron hasta la perfecta figuración humana clásica. Pero su imagen no
casaba con las descripciones míticas de las estatuas forjadas por Dédalo, que
se desplazaban tan libre y voluntariamente que parecían casi seres vivos,
consideraciones que no podían aplicarse a los fetiches más “primitivos” y los
arcaicos: estatuas que debían ser encadenadas, se contaba, si no se quería que,
como la imagen de Venus esculpida por Pigmalión, descendieran del pedestal y se
perdieran entre la multitud. Las obras de Dédalo eran mágicas: se desplazaban o
producían una ilusión tan poderosa de vitalidad que era necesario tomar toda
clase de precauciones si no se quería que acabaran confundiéndose con los seres
vivos a los que imitaba o duplicaba. Sin embargo, la razón por la que los
griegos clásicos asociaban la estatuaria arcaica a Dédalo era debido, no a su
“naturalismo” sino a la fascinación que emanaba de aquélla. Parecían venir de
otro mundo. En algún caso, dicho procedencia sobrenatural era “cierta”. Se
contaba que la estatua de culto de la diosa Atenea en su templo, el Erecteion,
en lo alto de la acrópolis de Atenas, no fue tallada por mano humana alguna, ni
siquiera por Dédalo, sino que cayó del cielo. Se trataba de la estatua que
constituía la meta de la procesión de las Panatenaicas; cada cuatro años, las
jóvenes nobles de Atenas portaban un manto que habían tejido con el que vestirían
a la estatua tras despojarlo del gastado manto anterior. Los atenienses de la
época de Pericles, en el siglo V aC, no veneraban las efigies clásicas de la
diosa, como la gran estatua criselefantina de Palas Atenea –compuesta por
placas de marfil y de oro adosadas a una estructura de madera- ejecutada por
Fidia,s sino aquel osco fetiche venido de lo alto cuya dureza era un símbolo de
su pertenencia o de su asociación a un mundo no humano. Incluso en época
clásica, cuando se representaban a divinidades con formas plenamente humanas, se
tallaban estatuas a imitación de obras arcaicas cuando se requerían figuras de culto.
De algún modo, hoy incluso tendemos a
juzgar la estatuaria anti-naturalista medieval más sagrada que las imágenes
religiosas renacentistas o barrocas tan o demasiado humanas.
La talla de Atenea caída del cielo, considerada el prototipo
de la estatuaria “dedálica”, se asemejaba –o acaso era la misma- a la que se hallaba
en el templo de Atenea en Troya. Esta estatua, llamada Paladio, representaba a
la diosa Palas. Fue tallada por la misma diosa Atenea. Representaba –o reemplazaba-
a la diosa Palas, “hermanastra” de Atenea (o de Palas Atenea, precisamente).
Criadas juntas, estaban siempre juntas; mas, eran diosas de la guerra. Estaban
siempre revestidas por una coraza, sostenían un escudo y blandían una lanza. Un
día, jugando, sin quererlo, la joven Atenea mató a Palas. Triste y avergonzada,
talló entonces una efigie suya para recordarla. Un día, Zeus echó la imagen cielo
abajo para que cayera sobre la ciudad de Troya. Recogida por los troyanos,
presidía el templo de la ciudad. Cuando la guerra con los aqueos, Ulises la
robó –lo que causó la caída de Troya desprotegida- y la trajo a Roma a fin que
ésta se convirtiera en la capital del orbe.
Tanto el Paladio –un nombre propio convertido en un nombre
común que designaría, incluso durante el
cristianismo, a un fetiche mágico, protector de seres y enseres, muebles e inmuebles,
casas y ciudades, cuando era paseado en procesión- como la estatua de culto de
la ciudad de Atenas no eran simples estatuas de madera. Se trataba, por el
contrario, de organismos vivos, entes sobrenaturales. Su mismo aspecto tosco
los distinguía de las cosas y los seres terrenales. No parecían mortales. La
extrañeza reverencial que causaba era el signo que se trataba de figuraciones
verdaderamente divinas, que no habían sido talladas para acomodarse a la limitaba
visión y comprensión humanas sino que manifestaban la “otredad” divina. En este
sentido, en tanto que tallas vivas e inmortales, en tanto que dobles divinos,
las sencillas tallas arcaicas podían ser atribuidas a Dédalo, ya que toda
estatua de Dédalo manifestaba un poder sobrenatural.
(De la introducción a un texto sobre la estatuaria griega arcaica de próxima publicación)
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