jueves, 4 de abril de 2019

La interpretación de la arqueología


El escritor argentino Jorge-Luis Borges anotó que Picasso era anterior a los escultores africanos del siglo XIX ya que las obras de éstos entraron en los museos y fueron apreciadas como obras de arte por los ojos occidentales gracias a la “lectura” que del arte africano Picasso realizó, quien se inspiró de la manera de componer dichas tallas, una manera inédita de mirar y de traducir plástica la visión en el arte occidental nacido del renacimiento que se apartaba del naturalismo.  Picasso creó el “arte” africano, lo introdujo en el mundo del arte tal como éste fue definido en Occidente en el siglo XVIII. Picasso es más antiguo que las esculturas africanas más antiguas, pues sin Picasso, sostuvo Borges, no hubiéramos mirado aquellas tallas, no habríamos sabido mirarlas en Occidente, hubiéramos desviado la mirada ante su presencia enigmática que no cuadraba con forma de representación conocida y aceptada alguna. Los escultores africanos no se inspiraron del arte moderno occidental –en este caso, la relación es inversa- pero la creación africano devino arte, entró en la historia del arte y se relacionó con otras formas de arte gracias a que Picasso lo contempló como si fuera un arte más. El arte africano empezó a ser contemplado “desinteresadamente”, se empezó a pensar que el arte africano había sido creado para ser contemplado desde la distancia, gracias a Picasso, en palabras de Borges.
¿Qué tenemos delante, qué vemos?

Una conocida opinión de Jean Genet sobre la mirada hacia la estatuaria egipcia arcaica nos puede ilustrar sobre lo que contemplamos. Describía Genet una visita que realizó a las salas de arte egipcio en el Museo del Louvre de París en los años cincuenta. Contaba Genet que, al detenerse ante una vitrina que presentaba a una estatuilla de Osiris, tuvo de inmediato la casi dolorosa impresión que no estaba ante una imagen –una talla de madera pintada- sino ante un verdadero espíritu. Aquella estatuilla estaba viva. La imagen no era tal sino la manifestación visible, sensible de un ser sobrenatural que mantenía toda su fuerza, su presencia dentro de la imagen, en el interior de la vitrina. Ésta no había desactivado la viveza del espíritu ni su capacidad de impactar y de influir en el ánimo de quien se enfrentaba con ella. La talla era la manera cómo el espíritu se manifestaba ante el visitante y lo sobrecogía: lo detenía.
“Cuando apareció bruscamente, bajo la luz verde, Osiris, tuve miedo… Una mano o una masa que me obligaba a hundirme en los milenarios egipcios y, mentalmente, a inclinarme e, incluso más, a arrugarme ante esta pequeña estatua de mirada y de sonrisa duras, aplastaban mis espaldas y mi nuca. Se trataba verdaderamente de un dios. El dios de lo inexorable… Tenía miedo porque se trataba, sin lugar a dudas, de un dios.”
Genet utiliza en más ocasiones la palabra dios que la de estatua, porque siente –sin que se sepa si se trata de una impresión subjetiva o la constatación de un hecho objetivo- que se halla ante un ser vivo, ante la manifestación de lo sobrenatural, y no ante una creación humana, material, es decir inerte y sin efectividad a distancia. La estatua no es tal sino la manera cómo Osiris se presentó ante Genet.
¿Cómo exponer el arte antiguo, las obras arqueológicas?
Cabría precisar que la diferencia entre arte antiguo y obra arqueológica es imprecisa. Museos como el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York o el Instituto de Arte de Chicago poseen colecciones de piezas arqueológicas que se presentan bajo la denominación de arte antiguo, seguramente porque se equiparan a las colecciones de arte “clásico”, moderno y contemporáneo. En cambio, una colección como la del Instituto oriental de Chicago comprende solamente lo que se denominan obras arqueológicas. Quizá la diferencia resida en el continente, un museo de arte en general frente a un museo dedicado exclusivamente al arte antiguo que tiende a ser presentado como un Museo Arqueológico (véase los casos de Barcelona, Madrid o Atenas, por ejemplo). Es quizá por esta razón que no existen, a nuestro entender, museo denominados arqueológicos en los Estados Unidos. Las piezas arqueológicas suelen proceder de excavaciones legales (según la legislación vigente), es decir son fruto de hallazgos voluntarios o involuntarios, recientes o acontecidos hace siglos (la estatua del Laocoonte, en Roma, fue desenterrada en el siglo XVI, y los caprichos pintados de la Domus Aurea en Roma se descubrieron casi un siglo antes). Una pieza arqueológica es, así, una pieza desaparecida y rescatada, cuya vida presenta una corta o larga laguna, un tiempo durante el cual la obra desaparece de la vista o el conocimiento, y cuyo hallazgo constituye un verdadero renacer. 
La célebre y polémica película documental en blanco y negro Statues Also Die (Quand les statues meurent aussi), realizada por Chris Marker y Alain Resnais en 1953, prohibida durante once años años en Francia, trata del tema de la exposición de estatuas y máscaras africanas fuera de sus países o culturas de origen, en museos de etnografía o de arte occidentales.  Los cineastas sostienen que la presentación de estas obras, fuera de todo contexto, aisladas en vitrinas, rebaja o anula su razón de ser, puesto que son ofrecidas a la contemplación desinteresada, como si fueran obras de arte, cuando, en verdad, son moradas de espíritus que solo tienen sentido si son capaces de dialogar con las comunidades que las han creado, a las que pertenecen –o comunidades que les pertenecen, si adoptamos el “punto de vista” de dichas efigies.  Rota esta conexión, silenciado el diálogo, las obras se reducen a objetos decorativos que nada dicen ni aportan. Enmudecen. Y se convierten en obras prescindibles, motivos de mercadeo, sin ninguna influencia efectiva en quienes las venden, las adquieren o las contemplan, libres de su posible influencia gracias a la protección que ofrece una campana de cristal. Objetos “extraños” –capaces tanto de transportarnos cuanto de asegurarnos de “nuestra” capacidad de reproducir miméticamente el mundo, logrando formas “bellas”, es decir parecidas a formas naturales “idealizadas”-, curiosos, incomprensibles, e innecesarios, que solo se muestran para satisfacer nuestra necesidad de “exotismo”. 
¿Debemos pues exponer obras que no fueron concebidas ni creadas para ser contempladas, sino para jugar un papel activo en la comunidad?
Un conocido breve texto de Roland Barthes, “Cómo interpretar lo antiguo”, podría darnos alguna pista. Se trata de una crítica a una representación de una tragedia griega en París, redactada en 1955.  Barthes comenta las dos maneras más habituales de abordar la puesta en escena de un texto clásico –dos maneras que aún se dan hoy, sesenta y cinco años más tarde: una manera que Barthes denomina arqueológica –en la que se busca la perfecta réplica de lo que se considera era una representación en la Atenas del siglo VI aC, con actores con togas y máscaras- y una representación con trajes de calle y decorados y efectos visuales y sonoros modernos, en la que se busca “actualizar” el texto, como si éste se refiera al presente, anulando la extrañeza que lo que se narra y cómo se narra producen. El texto podría ser una crónica o un reflejo del presente. Entre la toga y el traje de calle ¿cabría otra manera de abordar la interpretación de un texto teatral antiguo? Barthes critica la manera de recitar. Las pasiones que viven, y con las que se enfrentan los héroes, no son pasiones que les embargan, fruto de su manera de situarse en el mundo. Los héroes no son sujetos libres, víctimas de “sus” pasiones. Lo que les ocurre es fruto de decisiones y acciones externas. Los dioses los manejan. Ellos no sienten nada. Actúan al dictado o el antojo del cielo. Sus vivencias, sus deseos no cuentan. No son seres torturados, que ansían superarse. La tortura que sufren es una consecuencia directa de la manipulación divina, no es psicológica; no se trata de una “enfermedad del alma”. Del mismo modo, el coro es una figura esencial, que declama lo que el pueblo opina sobre los acontecimientos narrados. El coro es un representante popular, es la voz de la comunidad, que sufre o goza, se compadece o se enfurece ante la manera cómo los dioses utilizan a los héroes, una manera de la que no pueden librarse –ni seguramente piensan en librarse, sino que aceptan porque no cabe otra actitud ante la voluntad divina, porque se saben víctimas, un papel del que no pueden desprenderse. En este sentido, la revuelta y la orgullosa manifestación de libertad ante el destino, propia del romanticismo, no tienen cabida en el mundo griego arcaico y clásico.
Se trata, desde luego, de un mundo lejano, incomprensible. No podemos compartir esta visión de la condición humana y de su lugar en el mundo. La extrañeza ante lo que se cuenta y cómo se narra es inevitable. Nunca podremos entender a los clásicos. Pertenecen a un mundo que nada tiene que ver con nosotros. Por tanto, Barthes critica cualquier intento de “modernizar” un texto y su interpretación, basándose en presupuestos y en sentimientos modernos. Se tiene, en cambio, que mantener la extrañeza, casi la incomprensión que el texto y su escenificación suscitan, porque es la única manera de apreciar la distancia insalvable entre dos tiempos, antiguo y moderno, asumiendo que nunca podremos ver una obra de teatro clásica como era percibida o recibida hace dos mil quinientos años. La obra no nos habla, ni habla de nosotros. Habla de lo que nos es hoy incomprensible, inasumible incluso, y esta es la lección que la interpretación de una obra antigua nos tiene que dar: somos mortales y estamos inevitablemente marcados por el tiempo. Nuestra visión está condicionada, y permitida o facilitada por nuestro tiempo. No podemos pretender entender el presente y el pasado como si fuéramos inmunes al tiempo, como si fuéramos dioses.
Es cierto que Barthes se refiere a interpretaciones de textos teatrales, pero éstas conllevan una puesta en escena, tan importante como la propia interpretación actoral. ¿Qué podemos aprender de esta crítica, y cómo podemos aplicarla a la puesta en escena de obras arqueológicas, si compartimos la visión de la antigüedad de Barthes?
Bataille, a principios de los años treinta del siglo pasado, criticaba, en la revista Documents, la exposición de objetos antiguos, aislados en vitrinas, fuera de todo contexto –una opinión que Marker y Resnais retomarían una veintena de años más tarde, como hemos visto. Según Bataille la exposición de objetos antiguos no era aceptable porque no habían sido elaborados para ser contemplados sino para ser usados, lo que es imposible en un contexto museístico: los objetos expuestos no pueden ser manipulados por razones de conservación–Bataille se refería sobre todo a objetos “etnográficos”, una vez cesado su uso, inservibles y seguramente ya imposibles de volver a ser usados debido al desconocimiento que se tiene de cómo y porqué se utilizaban, objetos que han perdido su razón de ser por los cambios sociales-. La contemplación era inútil, irrelevante o perniciosa porque ponía el acento en las cualidades materiales y formales del objeto, en la pericia o técnica de su manufacturación, en detrimento de su razón de ser, que era la de responder a determinadas necesidades, de acomodarse a la mano y al objeto con el que debía entrar en relación. La red de relaciones en la que se acogía el objeto, quién lo elaboraba y quién lo usaba, eran tan importantes como la propia presencia del objeto. Si no cabía más que exponerlos, su presentación debía evocar de manera lo más precisa posible cómo y dónde se utilizaban dichos objetos, en qué contextos se insertaban, a qué necesidades respondían. Es decir, según Bataille, el objeto debía exponerse precedido o rodeado de cuánta más información gráfica y visual posible sobre los usos del objeto mejor. Sin esta información, la exposición no tenía, literalmente, sentido. Peor aún, era engañosa sobre la función del objeto.
Desde luego, un objeto arqueológico debería acompañarse de todos los datos y referencias que se pudieran encontrar –textos, imágenes, así como de la historia de su descubrimiento, y de las interpretaciones que se han dado- para que la mirada pudiera evaluarlo debidamente, teniendo en cuenta la razón de su existencia. Una bomba, en sí, puede ser un objeto placentero, una perfecta esfera, una figura casi ideal. Solo la explicación de su finalidad –si atendemos a las causas aristotélicas- matizará o anulará el posible entusiasmo o la fascinación que produce. Fascinación que puede que se mantenga o se acreciente, pero que no desconoce por qué fue ideada y ejecutada dicha bomba. La evaluación exclusivamente formal es legítima siempre que sea la consecuencia de una elección con todas las cartas en la mano. La estética puede obviar la ética, pero debe conocer a ésta, para que la elección sea una elección, una elección que tenga “sentido”.
Cuantos más datos, ordenados y claramente enunciados, podamos aportar, más estaremos informados y formados para contemplar un objeto arqueológico. Pero ¿qué podemos ver?, ¿qué vemos? ¿Debemos mirarlos, incluso?
Tenemos que aproximarnos tratando de relacionarnos con ellos según lo que dispongan o nos pidan, atendiendo a lo que muestran y significan. Mas ¿sabemos qué quieren comunicarnos, qué desean revelarnos?
Algunas obras arqueológicas no fueron nunca pensadas y materializadas para ser contempladas, al menos por ojos humanos. Todo el arte funerario debe de permanecer oculto, al menos a nuestros ojos. Las estatuas funerarias griegas, los llamados kolossoi, se presentaban erguidos, al aire libre. En este caso, se ofrecían a la vista, pero tenían como fin no ser disfrutados sensiblemente sino permitirnos acordarnos de los difuntos enterrados bajo la estatua, amén de que servían de cobijo, de cuerpo imperecedero a las almas del difunto, desamparadas y potencialmente agresivas o molestas tras la desaparición de su soporte, el cuerpo del difunto. Jean Evans ha estudiado maravillosamente la ubicación de los orantes mesopotámicos, demostrando de manera convincente que dichas efigies si situaban cerca de las capillas, las moradas divinas, y tenían como fin no solo garantizar la presencia permanente del oferente ante la divinidad (o su estatua de culto), sino que también delimitaban el espacio. Se ubicaban en la frontera, que definían, entre el espacio por donde transitaban los oferentes, y el espacio al que solo tenía acceso la divina y sin duda los sacerdotes. Por tanto, dichas efigies, ubicadas en patios, al aire libre, quizá solo tuvieran ojos para la divinidad y solo se mostraban de espaldas a los mortales. Las estatuas reales seguramente eran visibles, siempre que los mortales tuvieran acceso a los espacios (patios, estancias) donde se ubicaban.
La visibilidad de las estatuas y las estatuillas –si nos limitamos a este tipo de objetos arqueológicos- las definía, pero las modalidades de la visión variaban y no siempre –o quizá nunca- coincidían con nuestra manera de relacionarnos con las estatuas. Su contemplación no estaba asegurada. Ni siquiera existían solo para ser contempladas. En todo caso, no podemos estar seguros del tipo de relación que exigían, como tampoco estamos seguros que entraran en contacto con os mortales ni qué querían revelar.
Son obras que nos son extrañas. Eran extrañas en la antigüedad; quiero decir, probablemente no pertenecían al mundo profano en el que los mortales están circunscritos. Pocos mortales tenían acceso a la visión de las estatuas –si es que ojos mortales podían relacionarse con ellas. La invisibilidad de lo visible, de una imagen seguramente nos es extraña, más extraña posiblemente que para un habitante de hace tres o cuatro mil años.
La exposición de tales obras, hoy en día, debería respetar la extrañeza que causan. Doble extrañeza: la que quizá sentían los hombres del pasado, y la nuestra, incapaces de ver dichas obras como debían de ser vistas o pensadas antiguamente. No son obras que se muestren, se ofrezcan a la vista. Es posible que nos rehúyan, y quizá que las rehuyamos también al no poder desenmascararlas y penetrar en lo que encierran o significan. Son un enigma, y dicho misterio debe ser preservado. ¿Cómo exponerlas pues –si es que debemos mostrarlas?
Hace años, el arquitecto Marc Marín (hoy en la UPennUniversity) y yo pensábamos y escribimos que el “White cube”, el espacio blanco habitualmente utilizado para exponer obras contemporáneas, sin aparentemente ninguna cualidad especial, era el medio preferible para exponer obras arqueológicas -aunque el color blanco y la ausencia de ornamentación, la luz artificial o la llegada de luz natural inundando el espacio ya son maneras de caracterizar dichos espacios expositivos, que no son, por tanto, contenedores neutros-. La razón estribaba en qué considerábamos que, toda vez que las piezas arqueológicas no fueron concebidas ni realizadas para ser contempladas, disfrutadas por sus cualidades sensibles ni por su contenido –aunque bien sea cierto que los materiales y la cuidada o habilidosa ejecución contribuían a la irradiación mágica o sagrada de los objetos-, su exposición las equiparaba con los objetos que existen para entrar en contacto visual o sensible con los humanos: las obras de arte. Y, en tanto que obras de arte, en tanto que obras arqueológicas convertidas en obras de arte a causa de su exposición, que no atiende a lo que “representan”, a sus fines y valores -no siempre conocidos-, sino a sus cualidades estéticas y la “forma” en que traducen un contenido que suponemos parecido al de una obra de arte, las obras arqueológicas, como las obras de arte contemporáneas, bien podían exponerse en contenedores neutros, blancos, habituales en el arte contemporáneo. Hoy no negamos la buena relación entre las obras arqueológicas y el contenedor blanco, pero consideramos que dicha relación sería particularmente adecuada para expresar justo lo contrario de lo que anteriormente considerábamos expresaba el contenedor blanco cuando acogía a una obra antigua. Lejos de acercárnosla, o de acercarnos a ella, el “white cube” nos la aleja –el ensayista español Sánchez Ferlosio consideraba que la obra no debía ser acercada al espectador, es decir, simplificada, edulcorada, obviando sus asperezas, sus dificultades, el carácter arisco de la obra que se niega a revelar su contenido sin la debida preparación por parte del espectador, sino que era el espectador el que debía emprender el acercamiento a la obra, acaso dificultosamente, enfrentándose a sus limitaciones y los enigmas que la obra plantea. Dicho alejamiento debe ser mantenido y acentuado, pues simboliza el abismo entre la obra y nosotros, entre su mundo y el nuestro, y preserva su carácter que solo los antiguos podían entender. Así, aislada, sola, en un ambiente desnudo, la obra se nos presenta como un problema irresoluble, que invita a resolverlo, una tentativa necesaria de emprender aun sabiendo que nunca será entera y definitivamente solventado. La doble extrañeza, la que la obra impone porque no está siempre concebida para los sentidos de los mortales, y la que sentimos ante ella, incapaces de interpretarla pese a la aparente facilidad que pueda emanar de una manera naturalista de representar, es lo que define lo que una obra arqueológica es o posee. Cuantos más datos se aporten, cuantas más facilidades se concedan al espectador para acercarse a la obra, más fructífero será el encuentro, siempre que la obra acepte el encuentro y nos ayude a alzarnos hasta ella. Una esperanza necesaria aunque vana.
La historia es un pasillo, o una red de galerías, marcada por puertas que se van cerrando. Algunas logran abrirse tras un tiempo. Otras ni siquiera se descubren.
Exponer obras arqueológicas conlleva reflexionar sobre nuestra concepción de la historia, entendida como una sucesión continua de hitos y datos descifrables, o como una superposición inconexa de datos, muchos de los cuales faltan o son indescifrables, y otros están irremediablemente mutilados o tergiversados por interpretaciones anteriores que impiden un acercamiento a la comprensión, siempre limitada, de la obra. Una exposición de arqueología habla tanto el pasado cuanto del presente, y revela todo lo que hemos perdido, y como el pasado, muy a menudo, es mudo aunque intentamos, a veces desesperadamente, hacerle hablar, creyendo en ocasiones que se dirige a nosotros y que lo entendemos. Como no entendemos el presente, desviamos la mirada hacia el pasado, ya concluido. Lo que contiene apenas se nos revela, y se revela como un misterio –y un acicate para seguir reflexionando y “exponiendo”.    


Borrador en castellano de una ponencia sobre cómo exponer obras mesopotámicas, en el Oriental Institute de Chicago y la Northwest University de Everston (Chicago) del 16 al 18 de mayo.

2 comentarios:

  1. Muchas gracias.
    En seminario fue muy instructivo porque se pudieron confrontar diversas visiones del arte antiguo y, además, descubrir que los museos, por las exigencias de seguridad, no pueden aventurarse demasiado en cuestionar -si es necesario - la propia manera de exponer, de qué y cómo exponer

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