domingo, 19 de julio de 2020

Construcción con piedra (seca)













Fotografías, Jaume Riba, Andorra
Texto y fotografías para una publicación La primera piedra, sobre construcciones de piedra seca, de la Fundación CalPal, de Andorra
Agradecimientos a Natàlia Chocarro y la Fundación Vila Casas



Las piedras y los humanos estamos íntimamente relacionados. Somos de barro, sin duda; así lo cuentan los mitos. Entre el humus y el hombre existe una perfecta simbiosis; el hombre es barro modelado. El barro es cálido y dúctil; se deja conformar. Mitos griegos y mesopotámicos cuentan que los dioses, Prometeo (en Grecia y en Roma) o Enki (en Mesopotamia) tomaron un puñado de barro, modelador figuritas que introdujeron en el vientre de la diosa madre quien los alumbró al cabo de nueve meses, unas criaturas que otros dioses animaron, dotándolas de espíritu. Pero el barro no retiene la forma modelada si no se cuece a alta temperatura; el barro es informe; retorna a su condición primigenia cuando no se endurece. El mito mesopotámico del diluvio narra que, cuando los dioses abrieron las compuertas del cielo, los seres humanos se asemejaron a peces flotando muertos en la superficie de las aguas que subían de nivel, antes de disolverse lentamente y desaparecer dejando tan solo un leve y turbio rastro. Si somos mortales es precisamente porque somos seres de barrio.

¿Qué ocurre entonces con la piedra? Existen seres privilegiados tallados en piedra?  Las cualidades táctiles de la piedra son opuestas a las del barro. La piedra es dura y fría. Una vez tallada, los rasgos son casi imborrables. La piedra no se amolda. Se asemeja a una osamenta. Por eso las estatuas funerarias, en la antigüedad, se tallaban en piedra o mármol. Las figuras, por altas y esbeltas que fueran, poseían la rigidez, la frialdad y la mudez de los muertos. Parecían haber quedado, de pronto, petrificadas, el movimiento, evocado por unas rígidas piernas abiertas, como si la figura estuviera caminando, súbitamente congelado. La piedra pertenece al mundo de los muertos. Los evoca bien.  ¿Es ésta nuestra relación con las piedras?
Tras el diluvio, los supervivientes, los héroes griegos Pirra y Deucalíon, se lamentaban temerosos y lloraban. Eran los únicos seres vivos en la tierra. La humanidad había sido barrida. Se sentían desamparados. La superficie de la tierra estaba desolada, yerma. Las aguas, que refluían, aún acechaban. Imploraron a los dioses a fin de rogarles que no los abandonaran. Pirra y Deucalión, sin embargo, no eran unos humanos cualesquiera. En verdad, eran dioses o semidioses. Mientras que Pirra era hija de Epimeteo, hermano del dios Prometeo que, precisamente había modelado con barro a los primeros humanos, ahora barridos por las aguas, Deucalión era hijo de Prometeo. Pirra y Deucalión eran primos, y también una pareja. La diosa de la tierra, Temis, diosa de la justicia divina y del orden natural, gracias a cuyos edictos el mundo no había desaparecido sepultado, escuchó sus plegarias. Y les respondió. Su respuesta, sin embargo, que debiera echar luz sobre una situación insostenible –la soledad eterna- y portar un remedio, era tan enigmática que Pirra y Deucalión se sumieron en la desesperación. No sabían interpretar las palabras de la diosa y, por tanto, seguían estando solos en la tierra, sin visos de hallar  con quien comunicar. La diosa les contó que debían coger los huesos de su madre y lanzarlos de espaldas, por encima de los hombres. El desconcierto de Pirra y Deucalión era previsible. Sin embargo, tras días de reflexión, Deucalión halló la solución. Su madre era la diosa madre de dónde proceden todos los seres; madre nutricia, de la que nacen y hacia la que retornan todos los seres vivos; madre acogedora que protege y recoge, que anima y consuela. Sus huesos, obviamente, eran los riscos. Pirra y Deucalión tenían, pues, que recoger piedras del suelo y proyectarlas, sin mirar, por encima de sus espaldas. En cuanto las piedras tocaban la tierra de nuevo y se hundían en el limo, de las profundidades emergían soldados armados; adultos listos para el combate; los primeros defensores de la primera comunidad.  Las piedras, cobrando vida, se habían humanizado.
La piedra es, así, consustancial con el ser humano. Es su fundamento, su estructura, recubierta por una imagen mórbida, dúctil y cálida, hecha de barro. La piedra, empero, preserva el recuerdos de los hombres. Cuando éstos exhalan el último suspiro y se esfuman quedan sus “huesos”, la efigie tallada en una estatua (funeraria) que, en Grecia, indicada dónde se hallaba la tumba del difunto e invitaba a los paseantes a tenerlo en sus oraciones, a recordarlo.
La estatua mantenía los rasgos del difunto, endurecidos, imborrables, inmunes al tiempo. Las estatuas de piedra son mortales inmortalizados, que vencen al tiempo. La piedra es el medio o la materia gracias a la cual los hombres devienen dioses –y reciben ofrendas y plegarias.
Tal es la estrecha relación entre el hombre y la piedra que no debería sorprendernos que las primeras construcciones, las construcciones primigenias, inmunes al vaivén de las modas y los estilos, estuvieran alzadas con piedras. Piedras no talladas sino tan solo recogidas del suelo; cantos rodados, bloques, que no sillares, tan solo desplazados en el suelo, amontonados, encajados certeramente como en una pira.
Es cierto que los primeros templos en Delfos –Delfos significa matriz, y era considerado el ombligo del mundo: ónfalo (ombligo, en griego) era precisamente el nombre de una piedra abovedada, apoyada directamente en el suelo, en el centro del templo de Apolo, y que marcaba el centro del mundo y designaba el vientre grávido de la diosa madre; Delfos era un centro vital- se construyeron con ramas de laurel, arrancadas de Dafne -cuya metamorfosis en laurel evitó que fuera violada por el dios de Delfos, Apolo, que la perseguía-, incluso con cera de abeja y plumas de pájaro. Templos ligeros, aéreos; apenas aguantaron. Pronto fueron sustituidos por un templo de bronce, que se fundió tras un incendio –aunque el historiador romano Pausanias dudaba que este templo hubiera existido dado el carácter marcial del bronce, con el que se forjaban armas de combate-, y por fin, de piedra. Templo que perduraría: aún se yergue, maltrecho pero orgulloso, a la sombra de la vertiginosa roca de Castalia.
La piedra fue el primer  material de construcción adecuado; adecuado para la casa de los dioses y de los hombres. Se trata de un material difícil de manejar. Los bloques requieren una fuerza hercúlea para alzarlos y desplazarlos. Sin embargo, los bloques más pesados de piedra pueden levitar al son de la música. Es así como los héroes gemelos Zeto y Anfión, hijos de Zeus, construyeron la muralla de la ciudad de Tebas. Mientras Anfión tocaba la lira que el dios Hermes le había regalado, las piedras se levantaban y Anfión, con un dedo tan solo las dirigía hacia la muralla en obras donde por se disponían por sí mismas. Las piedras no eran burdos, insensibles materiales.



Las formas mismas que las piedras construían –y construyen todavía hoy- eran un prodigio. Así como los volúmenes ofrecían un cobijo seguro, un lugar donde recogerse, las imágenes que evocaban también estaban ligadas a la vida. Las construcciones están enraizadas en la tierra. Se levantan con los “huesos de la tierra”. Un mismo material recorre la tierra y lo que se alza sobre ella. Líquenes pardos que tapizan las piedras de las construcciones las funden aún más con las piedras que permanecen en la tierra. Apenas caben diferencias entre el plano y el volumen: tan solo la disposición de las piedras, dispersas, en un caso; ordenadas, prietas, encastadas unas contra otros, insertándose en intersticios –como muestras las fotografías de Jaume Riba-, subordinadas a una forma común que contribuyen a alzar, en otro. El orden de las piedras revela un ordenamiento del territorio; una imagen mental ha guiado la disposición de las piedras cuya conjunción también denota la mano hábil del hombre. Esta construcción tan sencilla, que se desmarca del entorno, es ya el signo de una mente que compone el mundo. Pero al mismo tiempo esta construcción permite que el ser humano se adapte al mundo, se acurruque en él. La cabaña de piedra habilita el mundo; lo convierte en un lugar en el que se puede morar. El volumen se asemeja a una hinchazón. La evocación de un vientre grávido es casi demasiado evidente; mas es cierta. Las construcciones de piedra seca, tanto de planta vagamente circular como cuadrada, remiten a dos modelos antitéticos: el vientre materno, apegado a la tierra, y la bóveda celeste, que constituye un cielo que envuelve a quien se guarece en la construcción.  La palabra bóveda o cúpula parece extraña antes estas agazapadas pequeñas construcciones que apenas se levantan del suelo. Son volúmenes tersos, henchidos, depositados en lo alto de los edificios, alcanzables tan solo con la vista. Apuntan, se adentran incluso en el empíreo del que son una imagen o un doble: un cielo quizá más cercano. Las cúpulas parecen estar compuestas por telas tensadas, por delgadas membranas, lejos de la tosquedad pesante de las piedras. Pero las palabras cúpula y cuba tienen la misma raíz. Una cuba es un recipiente, una hondonada receptora, acogedora. Se asemeja a una cuna o a una tumba. Está enterrada; constituye una despensa, una fuente de alimentos. La cúpula, entendida como una hinchazón, expresa la respiración de la tierra que se alza y se encoge.  Las cúpulas de piedra deben de apoyarse directamente sobre la tierra. Recordemos que el ónfalo de Delfos, en forma de cúpula maciza, era una piedra pulida depositada en la tierra, en conexión con el mundo subterráneo, de dónde brota la vida y al que ésta retorna en el ocaso, y apuntando hacia el cielo.
Las cabañas parecen construcciones primitivas; como si constituyeran el origen de la arquitectura, una obra en la que aún se percibe el trabajo manual, el esfuerzo por hallar el lugar que corresponde a cada piedra. Mas esta obra no es la primera. Antes, se levantaron muros de piedra. El muro es ya una construcción; revela un gesto “arquitectónico”, fruto de una selección y un juego con un material. Los muretes que Jaume Riba retrata recorren los campos y se adaptan al movimiento ondulante de los mismos. Son, al igual que las cabañas, obras de baja altura (aunque “elevadas”). Pero son perfectamente reconocibles. Un muro expresa bien cómo el hombre ha tomado las medidas del mundo. La línea trazada, que sube y baja, juega con la topografía pero también denota qué y cómo el ser humano se ha hecho con el entorno. Hasta entonces, el espacio carecía de directrices. Se expandía de manera indiferenciada en todas direcciones. Éstas aún no existían. Era imposible orientarse. El ser humano podía perderse fácilmente. Ninguna línea le mostraba el camino a seguir. Los pasos eran pasos en falso. ¿Por qué escoger una dirección en vez de otra? Los muretes de piedra –los muros vegetales no duran una vida, y pronto se confunden con el entorno- estructuran el espacio, pero también lo dividen. Los muros se orientan y señalan en una dirección. Pero desde que se construyen, quedamos a un lado u otro del muro, que no podemos cruzar. La multitud de posibles caminos que se podían dar –tantos que nos sentíamos incapaces de saber por dónde ir- se han reducido a una dirección única. Un muro también es una frontera. Pero los muretes de piedra no son murallas. Aunque no se puedan sortear, permiten ver qué ocurre “del otro lado” y darse la mano, evitando así la definitiva partición del espacio en lo que me pertenece y del que el otro queda excluido. Un murete abole las fronteras que los muros alzan, en verdad. Un murete es una construcción horizontal que se acopla a los vaivenes de la tierra y que orienta sin discriminar. Es el fruto de una amplitud de miras, de un gesto generoso que reconoce la existencia del otro del que, por respeto, me aparto ligeramente, dejando un murete de por medio, para que pueda vivir sin la hostil presión de quién está demasiado cerca, casi al acecho.
Las piedras de los muros presentan cierto juego entre ellas. La construcción con piedra seca –así se denomina este tipo de proceder- permite que las piedras, que ninguna argamasa retiene, puedan “respirar”. También pueden retornar a la tierra. Las construcciones de piedra se asemejan a veces a yacimientos arqueológicos, piedras aún levantadas sobre piedras ya caídas, dispersadas. Sin embargo, la vista de los restos no suscita ninguna tristeza. No son construcciones abandonadas ni destruidas, sino obras que regresan a un estadio anterior, originario, aún no alterado por el hombre. En verdad, la construcción arranca las piedras de su sitio y las fuerza a cohabitar con otras que le son ajenas. La disposición, la ubicación no es la que tenían en “su origen”. Mas el tiempo las devuelve a su sitio. Lentamente los muros se desdibujan y las construcciones, que poco a poco la maleza recubre, se encogen. Las construcciones dejan de tener sentido. La mano del hombre ya no es más que un recuerdo –que la fotografía rescata, por última vez.      
  
Barcelona, julio de 2020

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