Érase una vez un pastorcillo. Mientras apacentaba ovejas dibujaba, con una rama, sobre la tierra húmeda, pías imágenes que veía en sueños. El viento cálido endurecía los trazos, y el polvo suavizada las retoques.
Vino a pasar un día el señor de aquellas tierras italianas. Detuvo el caballo, descendió y contempló, sorprendido y admirado, las hermosas historias que el niño había siluetado y coloreado con arcillas de distintos tones ocres, guijarros pulidos y hojas y pétalos desmenuzados. Lo llamó, le preguntó por su nombre y le invitó a vivir en su castillo, poniéndole al cuidado de maestros en toda clase de artes y de técnicas para que completaran su formación. Era un caballero distinto de los demás: miraba las huellas de la tierra sin pensar en apoderarse, a fuego y sangre, de aquélla. Años tarde, ya célebre y cortejado por toda Italia, Giotto no cesaría de cantar la grandeza de su antiguo dueño y señor.
Érase otra vez una criada. Trabajaba de sol a sol, lavando pesada ropa de algodón en el río, fregando y encerando de rodillas suelos de gruesas lamas de madera, y cambiando las sábanas manchadas de los señoritos, en diversas casas, pero lo que ganaba apenas le daba para comer. Parecía un poco simple. No había salido del pueblo, en el corazón de Francia. Solitaría y casi muda, su único consuelo consistía en hablar con los pájaros y los árboles y exponerse a las caricias del viento. Y pintar, pintar todas las noches, con pigmentos que fabricaba con cera líquida que robaba de los cirios encendidos en la iglesia, plantas recogidas por los caminos, tierras del fonde del río y un poco sangre -para los rojos sombríos de los frutos que pintaba con los dedos como si fueran las mejillas sonrosadas de angelotes que meciera maravillada-, que, a escondidas, tomaba los días que trabajaba en una carnicería. Casi nadie le dirigía la palabra, salvo para darle órdenes y mandarla fuera. La misma Virgen María le había ordenado que pintara. Y ella siempre miraba hacia lo alto, de donde le venía, decía con obstinación, la inspiración. Sabía incluso unas frases de Santa Teresa de Jesús.
Aconteció que un nuevo inquilino en una de las casa donde la criada trabajaba descubrió, un día, en un comedor de unos conocidos, un cuadrito con un torpe pero expresivo bodegón: unos frutos, extraños, casi irreconocibles, aplastados contra el tablero, frutos aún cargados de savia y de vida, unos frutos devueltos a una nueva vida. Cuando preguntó por el pintor le contestaron que era su criada, Séraphine, quien había realizado semejante desastre en el que las manzanas no parecían manzanas. El inquilino lo compró de inmediato. y empezó a comprar y comprar obras de Séraphine. Y le compraba pinceles y telas. Era casi su Pigmalión. Pero la dejaba hacer. No la modeló. Solo recogía los frutos de las constantes plegarias pintadas de Séraphine.
Se trataba de un marchante alemán, muy rico. En su galería exponía un joven Picasso. Había descubierto a Rousseau. Su colección era fabulosa. Vívía en pareja con su amante, un joven pintor mediocre, y, se sospecha, su propia hermana. Se trataba, pues, de un ser extraordinario, distinto. Tenía un coche y un sombrero de paja. Era justo antes de la Primera Guerra Mundial.
En los años veinte, Séraphine empezó a ganar dinero. Se compró un vestido largo, una casa y candelabros de plata. Los vecinos murmuraban sorprendidos. Gastaba sin contar. Iba a exponer en París. Y empezó a desvariar, o eso se dijo. La encerraron en un hospital siquiátrico. Murió, atada a una cama, durante la Segunda Guerra Mundial.
Séraphine es una silenciosa película que acaba de ganar todos los César en Francia. No sé si lo que cuenta es totalmente cierto, si la vida y el arte de Séraphine Louis aconteció de ese modo. Se basa en una tesis doctoral escrita por una sicoanalista (que conoció a Anne Marie, hermana de Wilhelm Uhde). Los sicoanalistas creen en la predestinación, en el hado aciago y luminoso, como quienes contaban mitos. Nada es gratuito. Todo se remonta al pasado, a un tiempo anterior al tiempo, cuando las personas aún no eran personas sino niños olvidadizos y moldeables.
Pero lo que muestra la película es verdad. El relato tiene su verdad. Una verdad más allá de lo verosímil. Dice lo que dicen todos los mitos y los cuentos. Que las hadas madrinas velan y saben, pese a las madrastras, hallar la horma de las cenicientas.
Sin embargo eso ocurre en los cuentos. En los cuentos de otros tiempos. En la vida diaria, hoy, en España, los protectores se llaman Risto y los pastores y las lavanderas, Labuat. Eso es la realidad. Y desafina. Como la realidad
Nota:
Séraphine (Martin Provost, 2008): una película francesa. Admirable, como (casi) todas. La mejor película del año. Y su intérprete, Yolande Moreau, debería ascender a los altares.
Imágenes:
Izquierda: Séraphine de Senlis. Derecha: Giotto