Algunos estudiosos tratan aun de comparar lo que los mitos cuentan con lo que la historia o los halazgos arqueológicos revelan. La verdad del mito, entonces, se mediría por su mayor o menor acercamiento, a la historia.
Sin embargo, la verdad del mito no es externa sino interna. Un mito es la verdad. Un mito cuenta la verdad cuando lo que narra coincide con lo que otros relatos afirman o revelan. Es decir, cuando denota los esquemas mediantes los cuales los humanos percibimos y traducimos la realidad. Lo importante es que, pese a que lo que narra parezca, a primera vista (o según nuestra lógica), extraño, incomprensible o incoherente, todos los personajes y las acciones respondan a una misma lógica, una misma manera de ver el mundo, lógica que tiene que presidir o estructurar cuantas historias míticas protagonicen esos mismos personajes.
Así, por ejemplo, ha sorprendido -e intrigado- uno de los epítetos de Apolo: Smintheus. Al parecer, los antiguos ya sabían que sminthos significaba ratón en Creta, o en algún dialecto cretense. La asociación entre el modesto y molesto roedor y el triunfador Apolo, que jamás se arrastró, ha sorprendido y aún sorprende. Se piensa, entonces, que Smintheus no deriva de la palabra cretense -si bien, por otra parte, el posible origen cretense del término corroboraría lo que el Himno homérico de Apolo cuenta acerca de las estrechas relaciones entre Apolo y Creta. Eso, sin embargo, no es lo importante.
Que Apolo y el ratón estén asociados es pertinente. Y dice mucho sobre cómo los griegos se imaginaban las obras de Apolo. Tanto el Himno de Apolo de Calímaco, cuanto el de Homero, nos cuentan que Apolo, además de músico y arquero, era arquitecto y urbanista. Tres profesiones para las cuales la línea recta -del arco, de la cítara, y de la regla- es esencial, que juegan con enderezar líneas onduladas.
Las actividades urbanistas y arquitectónicas de Apolo no consistían en levantar grandes volúmenes, en construir hacia lo alto como un desaforado arquitecto, sino en intervenir sobre el territorio, planificando, delimitando, asentando. Sus únicas acciones no se separaban del suelo: abría zanjas, colocaba cimientos, instalaba apoyos seguros -sobre los que, posteriormente, los humanos, eventualmente, levantarían paredes. Abría caminos, araba, dividía, delimitaba la tierra, de modo que pudiera ser ocupada por los hombres -un tipo de tarea idéntica a la que el dios de la arquitectura mrsopotámica, Enki, había ya practicado.
Los dioses, sin embargo, daban, pero también quitaban. Lo que daban sí se quitaba. Construían y destruían. Lo que ofrecían, lo que aportaban, podía ser requisado en cualquier momento, sin se cupiera mediación, negociación posibles. Tradicionalmente, el toro, el oso, el león, el jabalí eran los animales que más se oponían a los esfuerzos civilizatorios consistentes en domesticar la tierra. Eran los emblemas de los peligros que acechaban a los humanos.
Sin embargo, existía un animal aún más daniño, íntimamente ligado a la tierra, que apenas se levantaba sobre el suelo: el ratón.
Que Apolo estuviera asociado al ratón significaba que lo que el orden que aportaba podía, mediante una plaga de ratones -y quizá la peste que traían-, ser borrado de la faz de la tierra. La destrucción más eficaz, de raíz, la causaba y la causa el ratón. Su avance es implacable. No se puede detener. Encarna a la perfeccción la furia destructora de la divinidad. Los ratones y las ratas siempre han sido considerados como plagas divinas.
Si Apolo quería aniquilar lo que había construido pare el hombre, ofreciéndole las bases seguras y asentadas de un cobijo, solo le cabía convertirse en un ratón. Nadie podría, entonces, oponerse a su furia roedora. Y los hombres volverían a su inicial condición errante.
Sin embargo, la verdad del mito no es externa sino interna. Un mito es la verdad. Un mito cuenta la verdad cuando lo que narra coincide con lo que otros relatos afirman o revelan. Es decir, cuando denota los esquemas mediantes los cuales los humanos percibimos y traducimos la realidad. Lo importante es que, pese a que lo que narra parezca, a primera vista (o según nuestra lógica), extraño, incomprensible o incoherente, todos los personajes y las acciones respondan a una misma lógica, una misma manera de ver el mundo, lógica que tiene que presidir o estructurar cuantas historias míticas protagonicen esos mismos personajes.
Así, por ejemplo, ha sorprendido -e intrigado- uno de los epítetos de Apolo: Smintheus. Al parecer, los antiguos ya sabían que sminthos significaba ratón en Creta, o en algún dialecto cretense. La asociación entre el modesto y molesto roedor y el triunfador Apolo, que jamás se arrastró, ha sorprendido y aún sorprende. Se piensa, entonces, que Smintheus no deriva de la palabra cretense -si bien, por otra parte, el posible origen cretense del término corroboraría lo que el Himno homérico de Apolo cuenta acerca de las estrechas relaciones entre Apolo y Creta. Eso, sin embargo, no es lo importante.
Que Apolo y el ratón estén asociados es pertinente. Y dice mucho sobre cómo los griegos se imaginaban las obras de Apolo. Tanto el Himno de Apolo de Calímaco, cuanto el de Homero, nos cuentan que Apolo, además de músico y arquero, era arquitecto y urbanista. Tres profesiones para las cuales la línea recta -del arco, de la cítara, y de la regla- es esencial, que juegan con enderezar líneas onduladas.
Las actividades urbanistas y arquitectónicas de Apolo no consistían en levantar grandes volúmenes, en construir hacia lo alto como un desaforado arquitecto, sino en intervenir sobre el territorio, planificando, delimitando, asentando. Sus únicas acciones no se separaban del suelo: abría zanjas, colocaba cimientos, instalaba apoyos seguros -sobre los que, posteriormente, los humanos, eventualmente, levantarían paredes. Abría caminos, araba, dividía, delimitaba la tierra, de modo que pudiera ser ocupada por los hombres -un tipo de tarea idéntica a la que el dios de la arquitectura mrsopotámica, Enki, había ya practicado.
Los dioses, sin embargo, daban, pero también quitaban. Lo que daban sí se quitaba. Construían y destruían. Lo que ofrecían, lo que aportaban, podía ser requisado en cualquier momento, sin se cupiera mediación, negociación posibles. Tradicionalmente, el toro, el oso, el león, el jabalí eran los animales que más se oponían a los esfuerzos civilizatorios consistentes en domesticar la tierra. Eran los emblemas de los peligros que acechaban a los humanos.
Sin embargo, existía un animal aún más daniño, íntimamente ligado a la tierra, que apenas se levantaba sobre el suelo: el ratón.
Que Apolo estuviera asociado al ratón significaba que lo que el orden que aportaba podía, mediante una plaga de ratones -y quizá la peste que traían-, ser borrado de la faz de la tierra. La destrucción más eficaz, de raíz, la causaba y la causa el ratón. Su avance es implacable. No se puede detener. Encarna a la perfeccción la furia destructora de la divinidad. Los ratones y las ratas siempre han sido considerados como plagas divinas.
Si Apolo quería aniquilar lo que había construido pare el hombre, ofreciéndole las bases seguras y asentadas de un cobijo, solo le cabía convertirse en un ratón. Nadie podría, entonces, oponerse a su furia roedora. Y los hombres volverían a su inicial condición errante.
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