viernes, 5 de junio de 2009

La casa del dios (el templo en Sumer)


El mundo sumerio no fue descubierto hasta finales del siglo XIX (la Biblia -utilizada por les estudiosos para iniciar las exploraciones arqueológicas en el Próximo Oriente-, todo y mencionando la ciudad de Ur, patria de Abraham, no se refiere a Sumer). Se desenterraron tablillas en una lengua desconocida, traducida con cierta precisión veinte años antes del cambio de siglo, y empezaron a ser excavadas grandes ciudades (y no solo modestos asentamientos): Ur, Uruk, Eridu, Lagash, etc.

En éstas se pusieron al descubierto estructuras arquitectónicas descomunales antiquísimas, que se remontaban a mediados del cuarto milenio aC, , algunas de planta circular, que pronto fueron interpretadas como templos. Templos y más templos emergían de las arenas del desierto. Se hubiera dicho que las ciudades eran un agregado de templos, que estaban dominadas por un sinfín de espacios sagrados. Algún especialista ha escrito recientemente que se forjó la imagen de las ciudades-"estado" sumerias a partir del modelo del estado papal del Vaticano (más extenso que el actual), cuya sociedad se asemejaba a la victoriana, aplastada por un estatemento clerical omnipresente y dictatorial. Se estaba muy lejos de la imagen de la Grecia civil, se querían marcar las diferencias entre un occidente filósofo, libre-pensador, y un oriente entregado a lo sobrenatural.
Innumerables himnos dedicados a templos, aunque posteriores (finales del II milenio) a las ciudades sumerias, como los muy hermosos de la sacerdotisa Enheduanna, hija del emperador acadio Sargón I (el primer poeta, y desde luego la primera poetisa, conocido de la historia), así como crónicas reales en las que el soberano, como Gudea, se glorificaba de su dominio sobre el mundo, de su piedad y de los favores divinos, que se expresaban a través de labores constructivas, especialmente la construcción o reconstrucción de templos en honor de sus dioses protectores o de la ciudad que gobernaba, parecían corroborar esta imagen de Sumer como una tierra de inclementes sacerdotes y de ciudades sagradas sometidas al imperio de los templos.
¿Templos? Las palabras que aparecen son el sumerio é y el acadio bitum (semejante, son todas lenguas semitas, al hebreo beit y al árabe bait). Beit y bait son también el nombre de una consonante: la letra "b", que se escribe con un signo formado por un cuadrado de tres lados, al que le falta el lado vertical izquierdo. Este signo recuerda la planta de un edificio sencillo, una casa. No es casual. Tanto el sumerio é como los términos semitas bitum, beit y bait significan casa. Con toda la modestia del término.
Los dioses no tenían templos sino casas. Las mismas que los humanos. Más grandes y lujosas, sin duda -aunque, hoy, la mayoría de esas grandes estructuras excavadas en el siglo XIX se interpretan más bien, no como templos, sino como espacios comunitarios-, como los reyes y los poderosos, que nunca fueron considerados inmortales sino humanos afortunados. Los dioses vivían en sus casas, unos espacios privados, cerrados, como los de las casas árabes que dan la espalda a la calle, al espacio exterior, a las que invitaban a contadas personas: los sacerdotes y los monarcas. Pero, en ningún caso, sus posesiones eran sustancialmente distintas de las viviendas de los humanos.
Ha sorprendido que la Grecia antigua no tuviera un término para denominar a los templos. En este caso, contrariamente a Mesopotamia, la identificación de unos volúmenes consagrados a los dioses es sencilla y no da lugar a discusión alguna. Sin embargo, los textos se refieren a la existencia de oikoi u domoi. Cuando Apolo, en el Himno de Homero, se construye su "templo" délfico, el término utilizado es oikos.
Sin embargo, tanto oikos cuanto domos (que ha dado lugar al latín domus, y de allí al adjetivo moderno doméstico), significan casa. No templo. Una casa, como la que los humanos habitan, habitamos. Si miramos bien a un templo griego, no se trata más que de un paralelepípedo con un tejado a dos aguas, como cualquier casa convencional, sobre todo cualquier caserón de montaña. El templo, de nuevo, es la morada exclusiva de la divinidad, atentida por sirvientes, los sacerdotes. El dios es el señor de su casa. Y con la propiedad privada no se juega. Es inviolable.
El griego temenos, el latín templum (de donde procede nuestro término templo), el sumerio temen, todos ellos derivados de un olvidado término indo-europeo, acentua el carácter privado del espacio divino: significan espacio acotado, en el que no se puede entrar impunemente por tratarse de una propiedad privada. Un coto.
Han sido las religiones monoteistas, el cristianismo y el islam, las que han dado la vuelta al concepto de "templo", todo y manteniendo el caracter doméstico de dicho espacio. Una ekklesia es una comunidad. La iglesia es la casa del pueblo. Éste se congrega en la iglesia para prácticar acciones conjuntas como rezar. En este caso, contrariamente a lo que ocurría en Egipto, Mesopotamia, Grecia y Roma, la divinidad no mora en su casa, ni se presenta de tanto en tanto. Las estatuas y las pinturas no son el cuerpo del dios, sino solo imágenes, recuerdos de su paso por la tierra. Y las potencias celestiales no están en la iglesia porque ésta no es su casa, sino la de los fieles. Cristo ya dijo que constituiría "su" iglesia con los cuerpos de cada uno de sus fieles.
El islam acentuó el carácter estrictamente profano del "templo". La mezquita deriva de la casa que Mahoma poseía en Medina y en la que recibía a amigos y conocidos para charlar o para revelarles sus sueños. Una mezquita es un centro cívico, en la que se come, se juega, se discute, se comercia, se estudia y se reza. Pero es espacio perfectamente integrado en la trama urbana. De algún modo, simbola a toda la ciudad. Ésta se representa a través de este espacio asambleario, la casa de todos.
Los templos paganos estaban proscritos a los humanos porque los dioses, como ariscos y celosos propietarios, no dejaban sino a contadas personas que entraran en sus dominios en los que vivían permanentemente encerrados. La imagen que se tenía de los dioses se proyectaba en sus moradas: unos seres que no daban la bienvenida, porque, ellos que resplandecían, no tenían en la menor consideración a las sombras que los humanos somos. La iglesia y la mezquita, por el contrario, es un espacio abierto a todos, porque pertenece a toda la ciudad.
Los dioses son un gran invento del ser humano. Los "templos", entonces, no son sino el reflejo de la imagen que tenemos de nuestros espacios privados, de nuestra concepción del espacio doméstico, abierto o cerrado, en función de la relación que mantenemos con nuestros vecinos y familiares, no siempre bienvenidos. Los dioses son muy humanos. Se comportan como humanos. Y en sus casas, celadas acal y canto, no entra ni dios.

miércoles, 3 de junio de 2009

La persona en Sumer (Mesopotamia)

La estructura gramatical sumeria es sencilla. Intervienen sujetos, predicados y verbos, colocados éstos al final de la frase. En ésta aparecen dos grandes grupos o cadenas nominales y verbales: una primera en la que se encadenan todos los sustantivos -a los que sufijos determinan la función que cumplen: sujeto, predicados, complementos-, y una segunda, verbal, en la que una serie de prefijos y sufijos ayudan a precisar el tipo de acción emprendida y a matizar lo que se quiere expresar.

Un texto sumerio se compone de una sucesión de frases, más o menos cortas, compuestas siempre del mismo modo. La articulación del texto se realiza poe la simple yuxtaposición de sentencias.

La lengua sumeria desconoce las frases subordinadas. Los pronombres relativos no existen. Sin embargo, existe un modo de composición que podemos traducir o reemplazar por una subordinada.

Así, donde un texto sumerio diría:

"El señor Gudea, rey de Lagash, dominador de Sumer y de Akkad, el hombre el templo para su dios Ningirsu construyó, ordena ahora...",

podemos perfectamente escribir hoy:

"Gudea, rey de Lagash y dueño de Sumer y Akkad, quien edificó un templo...".

Es decir, lo que hoy se expresa a través del pronombre relativo "que", que introduce la subordinada, el sumerio lo expresa por "el hombre que": lu2 (hombre) -y un sufijo -a, al final del verbo.

¿Qué cambia? Y, ¿qué revela?

Para nosotros, queda claro que el sujeto de la subordinada es el mismo que el de la frase principal. La subordinada introduce un matiz o una precisión, aporta una información complementaria, aclara lo que se dice de manera más afirmativa o menos precisa en la frase principal.

En sumerio, por el contrario, el sujeto de la frase subordinada es un "ser vivo", un hombre (lu2). Es cierto que se sobreentiende que este "hombre" es, como en el caso anterior, Gudea, es decir que los sujetos de las frases principal y subordinada son los mismos.

Pero lo son y no lo son. Lo que la subordinada introduce es una faceta del sujeto principal que se despliega casi como si fuera otra persona. La unicidad del ser se tambalea. Como si un mismo sujeto no pudiera ser el mismo cuando realiza dos acciones.

El sumerio posee una construcción gramatical que puede echar algo de luz sobre este insólito problema: A un sujeto le pueden suceder toda una serie de epítetos:

"Gudea, constructor de templos, guerrero victorioso, pacificador de su reino, etc.".

El sumerio expresa este despliegue de atribuciones mediante sentencias a las que sucede la cópula "es" del verbo ser (am, del verbo me):

"Gudea, el constructor es, el guerrero es, etc....",

es decir, insistiendo en que en cada caso su ser se compromete con la acción, siendo pues, seres distintos (o "teniendo" seres distintos) ya que las acciones en las que se involucra son distintas.

El sumerio, entonces, no conoce aún la unicidad del ser. Cada ser humano es en función de lo que realiza. Y es, en cada acción, un ser a parte entera, (un ser "aparte" a cada vez), pero quizá distinto. Presenta, diríamos hoy, distintas caras o facetas; distintos poderes (am, del verbo me, significa ser o esencia -un mismo término puede ser un verbo y un sustantivo-, y también: poder, regla, norma, fundamento, etc.). El ser está tan volcado en cada acción que se muestra como un ser, una "persona", distinta.

Grecia fue la cultura la que postuló la unicidad del ser, por encima de las acciones en las que el ser humano estuvira implicado, con independencia de las decisiones que tomara y, desde luego, con independencia del tiempo y del lugar. Somos y seremos lo mismo, por bien o mal que nos pese.
No está claro que esta unicidad estuviera claramente percibida en Sumer.

¿Qué pensaban? ¿Cómo se veían? ¿Qué imagen tenían de sí mismos? Es muy posible que sea muy difícil o imposible responder. ¿Eran acaso más felices? No se sabe -aunque el habitante de Sumer tenía una visión pesimista de la vida.

Pero el habitante de Sumer quizá no se viera afectado por el peso de la unicidad del ser, que postula que somos y siempre seremos lo mismo, y que nuestras acciones anteriores determinan lo que somos hoy y seremos mañana.

El hombre sumerio se veía con un rostro nuevo cada día, a cada hora del día. No es seguro que esta observación le hiciera sentirse más seguro, o más sereno. Pero, desde luego, el peso de la identidad esencial, que Grecia postuló y el Cristianismo asumió, no nos ha convertido en seres más humanos, y más asentados. Posiblemente, haya ocurrido al revés.

Aunque, ciertamente, ya no podremos retornar a Sumer -o al paraíso terenal (que, sin duda, nunca existió).

lunes, 1 de junio de 2009

La casa encantada (Buster Keaton): continuación



Parte II y fin

La casa encantada (Buster Keaton)



Parte I: o de un banco que arruina a sus clientes

Fortunata y Jacinta, o una sombra


Intenté enfrascarme en la novela hace años; creo que fue justo después que la serie televisiva me diera a conocer el relato; hacía poco que había leído, recuerdo vagamente, La Regenta de Clarín. Aún podría evocar, casi de memoria, la última y espantosa frase de esta novela, a la altura del agonizante final de Madame Bovary de Flaubert (el mejor de la historia). Como un vómito final. Esperaba un relato, y un estilo, parecidos. Quizá por eso no pasé, en ese momento, de la página dos de Fortunata y Jacinta de Pérez Galdós.

Mi padre decía maravillas de Los episodios nacionales galdosianos. El título, sin embargo, ya me echaba para atrás. La historia de la España decimonónica huele a sopa grasienta y exhuda turbios vapores cenicientos.
He vuelto a intentarlo ahora. Temía una novela de realismo rancio; costumbrista; anecdótica; totalmente desfasada; de estilo garbancero, como una recreación espesa del barroco de Quevedo. Un mal rebozo.

Y me encuentro con un relato casi abstracto. Una novela de fantasmas, en la que se persigue un sueño de una mala noche. Un ejercicio casi matemático en pos de un concepto que no se alcanza. La realidad descrita, las calles, las plazas, los comercios dudosos y los interiores oscuros, juegan el mismo papel que las bebidas alcohólicas y los caminos infectados de grillos en los diálogos platónicos: un mero decorado raído para atrapar mejor al lector o el oyente, en cuyo centro se dirime la búsqueda de un ideal.

La novela se titula Fortunata y Jacinta. Éstas son, pues, las protagonistas. Fortunata debe ser, pues su nombre no solo aparece en el título sino que lo encabeza, la figura más importante.
La novela está dividida en varias partes. La primera tiene una longitud similar a la de una novela convencional: unas doscientas cincuenta páginas.
Fortunata no aparece. No sabemos ni siquiera si existe (en la larguísima primera parte, al menos): solo tenemos noticias vagas, referencias cazadas al vuelo gracias a conversaciones secretas entre algunos personajes, o a menciones, siempre parcas e incompletas. Fortunata solo es referida como un tema casi tabú en breves e interrumpidos diálogos cuchicheados, apartados. No se quiere hablar de ella. En una figura molesta, quizá un sueño o una pesadilla.
Es quizá la vez primera que un protagonista de una novela solo aparece dentro de un relato (conversaciones) dentro del relato (de la novela). Como si fuera un personaje conscientemente de ficción.
De pronto se descubre un hijo suyo. La primera prueba tangible de su existencia. Mas la atribución resulta ser falsa. Fruto de un engaño o un chantaje al que someten al protagonista masculino. Fortunata vuelve a ser un espectro.

Y sin embargo, el nombre, Fortunata, indica su importancia. Y su secretismo. No, no se refiere a ella misma. Fortunata no tiene fortuna; pero es la fortuna, el destino invisible que interfiere en la vida de los demás personajes. Todos dependen de ella. Todos han chocado con ella. Y se han dañado. Mútuamente. O eso cuentan. Planea como una sombra, como el destino aciego sobre toda la primera parte de la historia, siempre teñida, amenazada por la irrupción o revelación de Fortunata, que nunca acontece, como si solo fuera el fruto de los recuerdos fantasiosos del pelele Juanito, una excusa para engañar a Jacinta.
Fortunata se convierte en una obsesión.
Pérez Galdós no retrata la realidad circundante, sino algo impalpable, un ente, un personaje deseado (siempre anhelado) que quizá solo exista en la mente de Juanito y sea solo el objeto -inalcanzable, puesto que fantasmagórico- de su deseo. Juanito se pasa la primera parte de la novela persiguiendo una figura que no sabe siquiera si existe todavía (y de cuya posible existencia el lector solo tiene noticia y constancia gracias al recuento del recuerdo entrecortado de Juanito).

Algunos escritores, como Benet, en los años cincuenta, quisieron desbaratar, airear el costumbrismo macerado de Pérez Galdós. En el caso de Fortunata y Jacinta, al menos, el esfuerzo era inútil. La descripción de la realidad no era un fin, sino el intento de anclarse en la vida diaria para no enloquecer ante un espectro: el deseo que Juanito (y el lector) tienen de Fortunata que, como un espejismo, no cesa de retroceder, sin dejar de deslumbrar.

Fortunata es un concepto. Un sueño del pasado, que reaparece siempre como una sombra fugitiva, una figura entrevista que se desvanece, como los que Proust perseguirá.

Hogar, dulce hogar



(Álex y Cristina, el mejor grupo español de todos los tiempos)

Los globos no solo son rojos (Castillo en el aire)



(Enviado por Jorge Raedo. Muchas gracias)

La casa como siempre habríamos querido que fuera. Y no será nunca