La estructura gramatical sumeria es sencilla. Intervienen sujetos, predicados y verbos, colocados éstos al final de la frase. En ésta aparecen dos grandes grupos o cadenas nominales y verbales: una primera en la que se encadenan todos los sustantivos -a los que sufijos determinan la función que cumplen: sujeto, predicados, complementos-, y una segunda, verbal, en la que una serie de prefijos y sufijos ayudan a precisar el tipo de acción emprendida y a matizar lo que se quiere expresar.
Un texto sumerio se compone de una sucesión de frases, más o menos cortas, compuestas siempre del mismo modo. La articulación del texto se realiza poe la simple yuxtaposición de sentencias.
La lengua sumeria desconoce las frases subordinadas. Los pronombres relativos no existen. Sin embargo, existe un modo de composición que podemos traducir o reemplazar por una subordinada.
Así, donde un texto sumerio diría:
"El señor Gudea, rey de Lagash, dominador de Sumer y de Akkad, el hombre el templo para su dios Ningirsu construyó, ordena ahora...",
podemos perfectamente escribir hoy:
"Gudea, rey de Lagash y dueño de Sumer y Akkad, quien edificó un templo...".
Es decir, lo que hoy se expresa a través del pronombre relativo "que", que introduce la subordinada, el sumerio lo expresa por "el hombre que": lu2 (hombre) -y un sufijo -a, al final del verbo.
¿Qué cambia? Y, ¿qué revela?
Para nosotros, queda claro que el sujeto de la subordinada es el mismo que el de la frase principal. La subordinada introduce un matiz o una precisión, aporta una información complementaria, aclara lo que se dice de manera más afirmativa o menos precisa en la frase principal.
En sumerio, por el contrario, el sujeto de la frase subordinada es un "ser vivo", un hombre (lu2). Es cierto que se sobreentiende que este "hombre" es, como en el caso anterior, Gudea, es decir que los sujetos de las frases principal y subordinada son los mismos.
Pero lo son y no lo son. Lo que la subordinada introduce es una faceta del sujeto principal que se despliega casi como si fuera otra persona. La unicidad del ser se tambalea. Como si un mismo sujeto no pudiera ser el mismo cuando realiza dos acciones.
El sumerio posee una construcción gramatical que puede echar algo de luz sobre este insólito problema: A un sujeto le pueden suceder toda una serie de epítetos:
"Gudea, constructor de templos, guerrero victorioso, pacificador de su reino, etc.".
El sumerio expresa este despliegue de atribuciones mediante sentencias a las que sucede la cópula "es" del verbo ser (am, del verbo me):
"Gudea, el constructor es, el guerrero es, etc....",
es decir, insistiendo en que en cada caso su ser se compromete con la acción, siendo pues, seres distintos (o "teniendo" seres distintos) ya que las acciones en las que se involucra son distintas.
El sumerio, entonces, no conoce aún la unicidad del ser. Cada ser humano es en función de lo que realiza. Y es, en cada acción, un ser a parte entera, (un ser "aparte" a cada vez), pero quizá distinto. Presenta, diríamos hoy, distintas caras o facetas; distintos poderes (am, del verbo me, significa ser o esencia -un mismo término puede ser un verbo y un sustantivo-, y también: poder, regla, norma, fundamento, etc.). El ser está tan volcado en cada acción que se muestra como un ser, una "persona", distinta.
Grecia fue la cultura la que postuló la unicidad del ser, por encima de las acciones en las que el ser humano estuvira implicado, con independencia de las decisiones que tomara y, desde luego, con independencia del tiempo y del lugar. Somos y seremos lo mismo, por bien o mal que nos pese.
No está claro que esta unicidad estuviera claramente percibida en Sumer.
¿Qué pensaban? ¿Cómo se veían? ¿Qué imagen tenían de sí mismos? Es muy posible que sea muy difícil o imposible responder. ¿Eran acaso más felices? No se sabe -aunque el habitante de Sumer tenía una visión pesimista de la vida.
Pero el habitante de Sumer quizá no se viera afectado por el peso de la unicidad del ser, que postula que somos y siempre seremos lo mismo, y que nuestras acciones anteriores determinan lo que somos hoy y seremos mañana.
El hombre sumerio se veía con un rostro nuevo cada día, a cada hora del día. No es seguro que esta observación le hiciera sentirse más seguro, o más sereno. Pero, desde luego, el peso de la identidad esencial, que Grecia postuló y el Cristianismo asumió, no nos ha convertido en seres más humanos, y más asentados. Posiblemente, haya ocurrido al revés.
Aunque, ciertamente, ya no podremos retornar a Sumer -o al paraíso terenal (que, sin duda, nunca existió).
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