El mundo sumerio no fue descubierto hasta finales del siglo XIX (la Biblia -utilizada por les estudiosos para iniciar las exploraciones arqueológicas en el Próximo Oriente-, todo y mencionando la ciudad de Ur, patria de Abraham, no se refiere a Sumer). Se desenterraron tablillas en una lengua desconocida, traducida con cierta precisión veinte años antes del cambio de siglo, y empezaron a ser excavadas grandes ciudades (y no solo modestos asentamientos): Ur, Uruk, Eridu, Lagash, etc.
En éstas se pusieron al descubierto estructuras arquitectónicas descomunales antiquísimas, que se remontaban a mediados del cuarto milenio aC, , algunas de planta circular, que pronto fueron interpretadas como templos. Templos y más templos emergían de las arenas del desierto. Se hubiera dicho que las ciudades eran un agregado de templos, que estaban dominadas por un sinfín de espacios sagrados. Algún especialista ha escrito recientemente que se forjó la imagen de las ciudades-"estado" sumerias a partir del modelo del estado papal del Vaticano (más extenso que el actual), cuya sociedad se asemejaba a la victoriana, aplastada por un estatemento clerical omnipresente y dictatorial. Se estaba muy lejos de la imagen de la Grecia civil, se querían marcar las diferencias entre un occidente filósofo, libre-pensador, y un oriente entregado a lo sobrenatural.
Innumerables himnos dedicados a templos, aunque posteriores (finales del II milenio) a las ciudades sumerias, como los muy hermosos de la sacerdotisa Enheduanna, hija del emperador acadio Sargón I (el primer poeta, y desde luego la primera poetisa, conocido de la historia), así como crónicas reales en las que el soberano, como Gudea, se glorificaba de su dominio sobre el mundo, de su piedad y de los favores divinos, que se expresaban a través de labores constructivas, especialmente la construcción o reconstrucción de templos en honor de sus dioses protectores o de la ciudad que gobernaba, parecían corroborar esta imagen de Sumer como una tierra de inclementes sacerdotes y de ciudades sagradas sometidas al imperio de los templos.
¿Templos? Las palabras que aparecen son el sumerio é y el acadio bitum (semejante, son todas lenguas semitas, al hebreo beit y al árabe bait). Beit y bait son también el nombre de una consonante: la letra "b", que se escribe con un signo formado por un cuadrado de tres lados, al que le falta el lado vertical izquierdo. Este signo recuerda la planta de un edificio sencillo, una casa. No es casual. Tanto el sumerio é como los términos semitas bitum, beit y bait significan casa. Con toda la modestia del término.
Los dioses no tenían templos sino casas. Las mismas que los humanos. Más grandes y lujosas, sin duda -aunque, hoy, la mayoría de esas grandes estructuras excavadas en el siglo XIX se interpretan más bien, no como templos, sino como espacios comunitarios-, como los reyes y los poderosos, que nunca fueron considerados inmortales sino humanos afortunados. Los dioses vivían en sus casas, unos espacios privados, cerrados, como los de las casas árabes que dan la espalda a la calle, al espacio exterior, a las que invitaban a contadas personas: los sacerdotes y los monarcas. Pero, en ningún caso, sus posesiones eran sustancialmente distintas de las viviendas de los humanos.
Ha sorprendido que la Grecia antigua no tuviera un término para denominar a los templos. En este caso, contrariamente a Mesopotamia, la identificación de unos volúmenes consagrados a los dioses es sencilla y no da lugar a discusión alguna. Sin embargo, los textos se refieren a la existencia de oikoi u domoi. Cuando Apolo, en el Himno de Homero, se construye su "templo" délfico, el término utilizado es oikos.
Sin embargo, tanto oikos cuanto domos (que ha dado lugar al latín domus, y de allí al adjetivo moderno doméstico), significan casa. No templo. Una casa, como la que los humanos habitan, habitamos. Si miramos bien a un templo griego, no se trata más que de un paralelepípedo con un tejado a dos aguas, como cualquier casa convencional, sobre todo cualquier caserón de montaña. El templo, de nuevo, es la morada exclusiva de la divinidad, atentida por sirvientes, los sacerdotes. El dios es el señor de su casa. Y con la propiedad privada no se juega. Es inviolable.
El griego temenos, el latín templum (de donde procede nuestro término templo), el sumerio temen, todos ellos derivados de un olvidado término indo-europeo, acentua el carácter privado del espacio divino: significan espacio acotado, en el que no se puede entrar impunemente por tratarse de una propiedad privada. Un coto.
Han sido las religiones monoteistas, el cristianismo y el islam, las que han dado la vuelta al concepto de "templo", todo y manteniendo el caracter doméstico de dicho espacio. Una ekklesia es una comunidad. La iglesia es la casa del pueblo. Éste se congrega en la iglesia para prácticar acciones conjuntas como rezar. En este caso, contrariamente a lo que ocurría en Egipto, Mesopotamia, Grecia y Roma, la divinidad no mora en su casa, ni se presenta de tanto en tanto. Las estatuas y las pinturas no son el cuerpo del dios, sino solo imágenes, recuerdos de su paso por la tierra. Y las potencias celestiales no están en la iglesia porque ésta no es su casa, sino la de los fieles. Cristo ya dijo que constituiría "su" iglesia con los cuerpos de cada uno de sus fieles.
El islam acentuó el carácter estrictamente profano del "templo". La mezquita deriva de la casa que Mahoma poseía en Medina y en la que recibía a amigos y conocidos para charlar o para revelarles sus sueños. Una mezquita es un centro cívico, en la que se come, se juega, se discute, se comercia, se estudia y se reza. Pero es espacio perfectamente integrado en la trama urbana. De algún modo, simbola a toda la ciudad. Ésta se representa a través de este espacio asambleario, la casa de todos.
Los templos paganos estaban proscritos a los humanos porque los dioses, como ariscos y celosos propietarios, no dejaban sino a contadas personas que entraran en sus dominios en los que vivían permanentemente encerrados. La imagen que se tenía de los dioses se proyectaba en sus moradas: unos seres que no daban la bienvenida, porque, ellos que resplandecían, no tenían en la menor consideración a las sombras que los humanos somos. La iglesia y la mezquita, por el contrario, es un espacio abierto a todos, porque pertenece a toda la ciudad.
Los dioses son un gran invento del ser humano. Los "templos", entonces, no son sino el reflejo de la imagen que tenemos de nuestros espacios privados, de nuestra concepción del espacio doméstico, abierto o cerrado, en función de la relación que mantenemos con nuestros vecinos y familiares, no siempre bienvenidos. Los dioses son muy humanos. Se comportan como humanos. Y en sus casas, celadas acal y canto, no entra ni dios.
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