(Para don Gregorio Luri -blog El café de Ocata-, a la vuelta de los infiernos.)
Y enmudecimos.
Ante nosotros, el joven saltaba al vacío. Desde lo alto de una alta columna, bajo un cielo innundado de luz, un muchacho atlético y desnudo se precipitaba, sin manifestar temor o duda algunos, con exultante convicción, al océano, liso y festoneado como un espejo. Abría bien los ojos. Su cuerpo espigado dibujaba una certera flecha. Dos árboles estilizados, en la costa y en una isla, parecían saludarle -o despedirle.
Mientras, unos jóvenes, semi-vestidos con túnicas, y coronados con hojas de laurel, entregados a los placeres de la música, el vino que unos sirvientes les escanciaban, la plática y el encuentro amoroso (en Grecia, solo los hombres asistían a simposios), banqueteaban, recostados sobre unos altos lechos dispuestos en ángulo contra los muros de una estancia.
Estas dos míticas escenas -el banquete y el salto- ilustraban, respectivamente, las paredes interiores y la losa superior de un sarcófago de piedra, enterrado en Posidonia (hoy Paestum, en Italia), en el siglo V aC, cuando la ciudad era una colonia griega (fundada por Jasón y los Argonautas, durante su periplo por los confines del mundo a la búsqueda del vellocino de oro, una mítica piel aúrea de becerro con la que se podía volar hacia el más allá, y dedicada al dios de los océanos: Poseidón). Excavado hace unos cuarenta años, es la obra maestra de la pintura griega.
Pese a la inexistencia de textos, las pinturas, sin duda, deben ser interpretadas conjuntamente. Las obras son religiosas (pertenecen a un contexto funerario, si bien, las efigies de los que comen y beben como del que abandona confiadamente el mundo no denotan tristeza alguna) e ilustran, posiblemente, sobre la concepción del más allá, o del viaje al más allá, y de su finalidad, en la Magna Grecia (la península itálica conquistada por colonos griegos entre los siglos VIII y IV aC). Una concepción que marca una ruptura radical con la visión penumbrosa que Grecia -o la Grecia continental- tenía del inframundo.
Las columnas desde las que el joven había saltado eran las columnas de Hércules: dos fustes, hincados en los confines del mundo (el estrecho de Gibraltar) por Heracles cuando recorrió todo el Mediterráneo luchando contra doce monstruos que asolaban los campos y ponían en peligro la vida en comunidad. Simbolizaban los límites del mundo conocido, visible; más allá, el vacío, al que accedía a través del oscuro océano que los griegos solían equiparar con el reino de los muertos (los pobladores del ponto -los peces-, en efecto, son escurridizos, y no emiten sonido alguno, como si de espectros se trataran).
Los griegos temían a la muerte, incluso a la muerte heróica en combate. Temían sobre todo a los muertos. El inframundo era concebido como un espacio poblado de sombras sedientas acechadas por monstruos.
Sin embargo, el joven intrépido no resiste a la atracción del abismo. Se lanza de cabeza, como si el viaje fuera a proporcionarle placer, un placer al menos tan intenso como el que sienten los jóvenes que festejan a su alrededor.
El cielo que cubre el océano es intensamente luminoso; las mismas aguas no son negras ni vinosas, como solían ser descritas por Homero, sino que tienen el color de un día brillante.
El joven abandona el mundo en pos de la luz. Al menos, el inframundo parece estar ornado por los mismos elementos que pueblan la tierra -árboles delicados-, una tierra firme y amada a la que los griegos se aferraban. El más allá se asemeja a una tierra prometida, fuente de placeres, o de conocimientos.
El banquete en el que participan jóvenes no muy distintos al que salta -más fuertes, más apegados a los laureles, sin embargo- es representado como un espacio gozoso. La música, el vino y el erotismo, en los que los jóvenes están inmersos durante el acto festivo, les distraen profundamente. Les saca de sí mismos. Se desan, se miran, se extravían. Entran en trance, se extasían. Y, de este modo, se olvidan de sí mismos (de su mortal condición), y de lo que les rodea. Se diría que hubieran alcanzado un nivel distinto -o superior- al que estaban habituados, un estrato sobrenatural. La fiesta en la que participan les saca de su vida, de su condición habitual, poniéndoles, por unas horas, en contacto con otro mundo, exponiéndoles a éste.
El banquete se desarrolla en las paredes interiores del sarcófago; acontece en un primer estrato, justo por encima de la base -la tierra- donde yace el difunto. Por encima, sobre el cielo de la tumba, salta el joven hacia lo desconocido.
El banquete y la despedida del mundo parecen dos actos sucesivos en pos del más allá, de una vida más allá de la vida ciotidiana, y mortal. El vino, la música (de Apolo o de Dionisos), el erotismo (la "pequeña muerte") favorecen el abandono, o la salida, del cuerpo, la pérdida de sí, que la muerte acelera y concluye.
Todos -los que se hallan en un banquete, y el que se despide de la vida-, aspiran a algo que la vida diaria, en condiciones normales, no proporciona: un conocimiento, una iluminación, que la blancura que inunda el cielo, proporciona o simboliza. Aspiran a desprenderse del cuerpo opaco -símbolo de la muerte- hacia la luz -que la muerte facilita.
Todos saltan. Y festejan, entusiasmados, el abandona de la cárcel del cuerpo, a través, precisamente, del olvido del cuerpo terrenal que el intenso placer que los sentidos exacerbados proporciona.
La muerte, entonces, es el pago por alcanzar para siempre la vida verdadera, que no se vive en la tierra, vida que, a través de los placeres, se descubre o se intuye por unas horas. El diálogo, el contacto con el otro, la música y el vino acercan al cielo, a la luz, a la que el éxtasis final, que la muerte aporta, transporta sin dilación.
Morir, parece decirnos el joven saltador, es el último paso para alcanzar la vida, la vida para siempre.
Toda la mística órfica o pitagórica, platónica o ya neoplatónica, y cristiana se halla anunciada -y sintetizada- en el nervioso rasguño que la tensa zambullida del joven abre en el sereno cielo de Posidonia.
El "saltador de Paestum" abre una vía revolucionaria en la concepción del "efímero" -el ser humano, en griego-, que preludia nuevos tiempos (y el fin de la cultura antigua centrada en el disfrute mesurado de la vida terrenal, sin ansias de inmortalidad).