“Lo bello es difícil” (Platón, Hipias Mayor, 304e)
La belleza es una cualidad o propiedad de las cosas que nos
atraen. Esta cualidad pertenece al objeto, o es atribuida a todo aquél que nos
seduce. Independientemente de si se trata de una cualidad objetiva o subjetiva,
la belleza permite el acercamiento entre seres y entes. De este modo, lo que un
ser posee es librado a la contemplación y la reflexión de quien se acerca,
atraído por la cualidad –su belleza- que posee o atribuimos a aquél.
Lo que nos seduce puede ser armonioso o convulso. Hay quien
pueda encontrar feo o desagradable lo que a otro le seduce. Sin embargo, existe
un cierto consenso. En una cultura y en una época dadas, los juicios suelen ser
coincidentes: una mayoría aprecia un mismo tipo de entes, por lo que, incluso
en el caso de que la belleza sea un atributo concedido por el observador, las
atribuciones no suelen variar excesivamente, por lo que se puede llegar a
pensar que la belleza es una cualidad que no depende del gusto personal –toda
una comunidad comparte el mismo gusto-, sino interpersonal y, por qué no,
ajena al observador: una cualidad, por
tanto, propia del objeto, que es percibida o recibida por los sentidos de cada
miembro de un grupo dado.
La belleza sería, así, causa o consecuencia de un consenso.
Resultaría de un acuerdo, un doble acuerdo: el acuerdo entre una idea sensible
o estética y una forma material, dispuesta de tal modo a recibir y transmitir
la idea logrando que la forma se dote de belleza o produzca, al ser percibe,
una sensación de belleza, y el acuerdo entre los distintos receptores, puestos
de acuerdo sobre las cualidades de los
entes acordados. La belleza estaría en el origen del establecimiento de una
comunidad de sentidos, u otorgaría sentido común a los observadores. Verían y
enjuiciaran el mundo con sentido común, el “sensus
communis” que Kant consideraba la facultad adecuada para recibir
impresiones de belleza.
Los entes que son (considerados) bellos suelen ser, casi
siempre, obras de arte. La naturaleza puede ser hermosa, mas la creación humana
es capaz de producir obras con unas cualidades tales que superen las de la
naturaleza. Así, al menos, se expresaba Leonardo de Vinci, una opinión que se
impuso en Occidente. El obrar del artista pulía las deficiencias y oscuridades
de las formas naturales, cuya belleza había quedado embotada por la materia.
Por el contrario, la supremacía de la idea mental o estética sobre lo material
en la obra de arte, permitía que ésta pudiera albergar una cualidad –la
belleza- más proporcionada o luminosa que la que adornaba a la naturaleza
reproducida en la obra de arte.
Si la asociación entre belleza y arte se estableció en el
Renacimiento, la concepción de la belleza anteriormente citada –una cualidad propia de
obras de arte, resultante de un acuerdo interno y externo a la obra, capaz de
poner de acuerdo a una comunidad, de generar una comunidad que consensua un juicio compartido por todos,
una cualidad en beneficio de la vida en común, que disuelve barreras y
prejuicios, y redunda en beneficio de todos- es relativamente reciente. No
remonta más allá del siglo XVIII.
Sin embargo, algunas culturas antiguas conocían el concepto
de belleza. Si en Mesopotamia no existe ningún término que se pueda traducir
por belleza –entes que hoy calificaríamos de bellos eran considerados
pletóricos, capaces de suscitar sensaciones de abundancia, prosperidad y
felicidad, entes que alegraban la vista y el espíritu, juicios que no se desmarcan
demasiado de los que suscitan entes bellos, sin embargo-, los griegos antiguos
sí poseían un término que se traduce por belleza.
La belleza clásica no eran un atributo tanto de un ente
cuanto de una acción: el heroísmo, el valor, el coraje, eran acciones que
redundaban en beneficio del quien las acometía y de la comunidad a la que aquél
pertenecía. Eran, pues, acciones que
buscaban el bien. Acciones bien hechas, también. Lo útil, provechoso,
conveniente y placentero (un efecto que se suele asociar de inmediato a la
relación con la belleza), como comentaba Platón en el diálogo Hipias Mayor, eran valores asociados a
la belleza: bello era lo “razonable”. Así,
la estética y la ética estaban relacionadas.
Lo que causaba un bien era hermoso, como bellos eran los héroes que
daban su vida en beneficio de sus iguales, o bella era calificada la muerte en
combate que evitaba al héroe –aunque no un muerto, ni la agonía-,
necesariamente joven, sufrir las embestidas
de la edad, y la vergüenza de sobrevivir a un combate que hubiera
perdido. El propio vocabulario así lo revela: belleza, en griego, se decía kaloskagathos, es decir lo bueno y
bello. (de kalos, bello, y agathos, virtuoso, bueno). Era bueno, es decir, útil y juicioso,
emprender una obra bella.
Sin embargo, ya a
principios del siglo IV aC, los griegos fueron conscientes que la belleza no
siempre era la manifestación de un acto benéfico. Personas como Sócrates eran
bondadosas pese a sus deficiencias físicas –causadas por el descuido y la edad-,
que el propio Sócrates se cuidaba de acentuar, comprándose a un sátiro o un
sileno, divinidades primigenias bestiales. Por el contrario, Sócrates no podía
dejar de estar fascinado por la belleza física de Alcibíades, un joven general
capaz de cambiar de bando sin cesar –fue gobernante en Atenas, Esparta y hasta
en la corte persa, durante las guerras que Atenas, Esparta y el Imperio Persa
sostuvieron-, y de obtener victorias con ardides y engaños y no a cara limpia.
Las malas artes eran una práctica habitual de Alcibíades, sin que aquéllas
ensombrecieran su belleza.
La asociación entre lo bello y lo bueno era más un ideal,
siempre anhelado, mas raramente ganado para siempre, que un hecho. Los griegos
sabían que la belleza tenía un lado oscuro.
La belleza estaba simbolizada por una figura seductora: la
diosa Afrodita. Mas Platón afirmaba que no se podía contar su origen; éste
tenía que ser pasado por alto. Afrodita –al igual que diosas orientales que la
precedieron, como las sumerias y babilónicas Inanna o Ishtar- había nacido del
contacto del semen de Urano, el Cielo, castrado por su hijo Crono –que trataba
de arrebatar el control del Cielo a su padre, sesgando su vitalidad- y el mar.
Nació de la espuma de las aguas marinas. Era una diosa deslumbrante (que inspiraba
deseos de mejora, incitando tanto a la procreación y la creación, a la vida
activa, cuanto a la contemplativa, en pos del esplendor del bien), mas sus
hermanas, hijas de la sangre de los testículos del Cielo cercenados y la
tierra, eran las horrísonas Furias, sedientas de sangre: en éstas, la fealdad
física era la perfecta traducción visual de sus torvas intenciones. Por otra parte, como si la personificación de
belleza se sintiera atraída por lo contrario, Afrodita se unió a Ares, el dios
de la guerra, con quien tuvo a la diosa Armonía, pero también a los gemelos
Deino y Fobo –el Temor y el Terror-. Afrodita, símbolo de la belleza y la
virtud (las tres Gracias –Belleza, Castidad y Voluptuosidad o Entusiasmo, eran
tres hermosas simbólicas divinidades que desarrollaban las virtudes de
Afrodita-, lindaba con la oscuridad y la destrucción. Los griegos también
sabían que la contemplación de la belleza divina, encarnada por Afrodita, no
estaba exenta de peligros. Los dioses
eran infinitamente superiores a los hombres. Por tanto, cualquier encuentro,
siquiera visual, entre un mortal y un inmortal, podía acarrear trágicas
consecuencias. Los sentidos humanos, la vista, sobre todo, no estaba preparada
para contemplar tanta belleza: una belleza desmesurada. El perfecto y luminoso
cuerpo desnudo de Afrodita, como el de cualquier divinidad entrevista por un
humano, deslumbraba. El espectador se quedaba, literalmente, ciego. Y un ciego
ya no podía ser un miembro de una comunidad, porque se consideraba que el daño
físico que le había sido causado era consecuencia de un acción que no hubiera
tenido que emprender: se había salido de los límites asignados a la vida y el
actuar humanos. Había querido entrar en contacto con lo que rebasa el marco
humano. De ahí el daño infringido, y su inevitable expulsión de la comunidad a
fin que su presencia no acarreara males, como los que conllevan acciones
perniciosas.
Que el exceso de belleza tuviera efectos fulminantes en
quien entraba en contacto con aquélla revela la compleja concepción de la
belleza en Grecia. También relaciona la belleza con la mesura y la contención.
Ésta tiene que estar proporcionada a los sentidos humanos. Pero también denota
que los humanos no se dan por satisfechos con entes bellos pero contenidos. La belleza suscita de
inmediato imágenes que trascienden los límites terrenales y de la comprensión
humana. La belleza suscita sentimientos de entusiasmo que llevan quienes los sienten o los padecen a emprender
acciones heroicas, a la búsqueda de valores sobrehumanos, que exigen una
entrega tal, que lo que se acaba por entregar es la misma vida, una acción, al
mismo tiempo heroica y terrible. La belleza sería así un hermoso mal, una
cualidad que haría que las penalidades, las limitaciones de la vida fueran
soportables.