martes, 28 de noviembre de 2017
La casa de Paul Gaugin
Fotos: Tocho, noviembre de 2017
La insólita y extensa -muy completa, documentada exhaustivamente-, exposición monográfica dedicada a unas facetas del arte y la vida de Paul Gauguin en el Grand Palais de París, está dedicada, más que a su pintura (muy conocida y explotada ya), a la cerámica, la escultura y el grabado, amén de su aproximación a las religiones politeístas de la Polinesia en el Pacífico Sur, donde residió permanentemente los últimos años de su vida.
Su visión -al menos su plasmación en todo tipo de soportes- de los panteones y de los cultos y rituales polinesios no los transcribía con exactitud. Buscaba o revelaba -voluntaria o involuntariamente- cierto exotismo -aunque Gauguin combatió el colonialismo. Divinidades de las islas de Pascua se mezclaban con figuras sobrenaturales de la Polinesia, y los cuadros atendían más a las necesidades plásticas y colorísticas, que a la verdad de los cultos y las figuras.
Sin embargo, a imitación de casas de madera polinesias, Gauguin construyó o se hizo construir una versión moderna de esas construcciones, a la que dotó de un taller de artista. Esta casa, que ya no existe, es una obra maestra de la arquitectura ya moderna. Se anticipa a las versiones racionalistas de la arquitectura vernácula, en la primera mitad del siglo XX. La solución técnica y formal de los cierres de ventanas, la forma y colocación de las mismas -una ventana corrida que no se impondrá hasta veinte años más tarde en Europa y los Estados Unidos-, convierten esa cabaña en el paraíso que Gauguin buscó con ahínco, y que ha sido recreada virtualmente en la muestra.
lunes, 27 de noviembre de 2017
domingo, 26 de noviembre de 2017
Atentado
Viernes pasado, a las 18 horas.
Oxford Street, Londres. Es la primera noche de las iluminaciones navideñas, y un viernes negro. No se sabía hasta qué punto.
Calle atestada de paseantes tranquilos, embobados por las luces.
De pronto, una estampida. Gritos, lloros, ataque de pánico. La multitud huye en todas direcciones sin mirar ni atender a quienes quedan paralizados . Todo el mundo se refugia en las tiendas que cierran de inmediato . Se oyen disparos. Hay armas. Es un atentado. A poco, sirenas de policia. Por megafonía, advierten que nadie puede salir a calle sino que debe permanecer refugiado en interiores y comercios. Muchas personas, en llanto, de despiden de familiares. Van a morir.
Permanecieron agazapados durante casi tres horas.
La policia autorizó la salida.
El atentado había sido una fuerte discusión callejera entre dos personas. Nunca hubo tiros. Ni arma alguna.
Se oyó lo que se temía.
Creemos lo que nos quieren hacer creer. Bien lo saben muchos políticos.
Oxford Street, Londres. Es la primera noche de las iluminaciones navideñas, y un viernes negro. No se sabía hasta qué punto.
Calle atestada de paseantes tranquilos, embobados por las luces.
De pronto, una estampida. Gritos, lloros, ataque de pánico. La multitud huye en todas direcciones sin mirar ni atender a quienes quedan paralizados . Todo el mundo se refugia en las tiendas que cierran de inmediato . Se oyen disparos. Hay armas. Es un atentado. A poco, sirenas de policia. Por megafonía, advierten que nadie puede salir a calle sino que debe permanecer refugiado en interiores y comercios. Muchas personas, en llanto, de despiden de familiares. Van a morir.
Permanecieron agazapados durante casi tres horas.
La policia autorizó la salida.
El atentado había sido una fuerte discusión callejera entre dos personas. Nunca hubo tiros. Ni arma alguna.
Se oyó lo que se temía.
Creemos lo que nos quieren hacer creer. Bien lo saben muchos políticos.
sábado, 25 de noviembre de 2017
Música y arquitectura en Mesopotamia
La música humana tiene un modelo sobrenatural. La armonia es una proyección de la música de las esferas. Las reguladas y rítmicas órbitas de cada uno de los cuerpos siderales bien ubicados provocaban sonidos en los que no cabía disonancia alguna.
Esta música, que daba cuenta de la perfección del cosmos (que actuaba de caja de resonancia), y que provenía de la vibración de las órbitas cuando entraban en juego, se proyectaba en la tierra, materializándose en el ritmo regular de las proporciones arquitectónicas de templos y palacios que daban cuenta de la musicalidad del cosmos al tiempo que velaban por él.
La relación entre música y arquitectura, estrecha en la Grecia antigua y ejemplificada por la figura decApolo, dios de la música y la poesía (del canto, en verdad), y de la arquitectura -pero también, por su tardía asociación con el sol, de la justicia, que vela por el buen orden en la tierra y en el cielo-, ya existía en Mesopotamia.
Enki (Ea, en acadio) era el dios de las técnicas edilicias. Proyectaba y construía: hincaba sobre todo los cimientos, los fundamentos de las obras. Ayudaba también a reyes cuando fundaban templos, según cuentan las crónicas reales. Su obra maestra era su propio templo ubicado sobre las aguas de los orígenes (una diosa madre primordial que rompía aguas con cada nacimiento de un nuevo dios principal, el dios del cielo, por ejemplo, que pronto sería su esposo pese a ser su hijo) en los que había nacido y en cuyo seno moraba.
Las aguas pertenecían pues a Enki. Su templo, su palacio estaban sobre o dentro de las aguas -aguas que correspondían a su semen fecundante.
Las aguas jugaban un papel fundamental en las ordalias. Este ritual servía para conocer la verdad, limpiar las faltas o ponerlas en evidencia como también las desvelaban todas las superficies brillantes. Las imágenes que revelaban la verdad ascendían a la superficie o se posaban sobre ella. Pero la verdad debía ser invocada. Solo el dios que ejercía su dominio sobre las aguas podía lograr que éstas aclararan la situación. El ritual exigía un encantamiento y una incantación.
Enki, por tanto, cantaba las palabras adecuadas. Fue el primer dios que cantó. Sabía hallar el tono adecuado para que las aguas se abrieran y soltaran la verdad. El canto, el conjuro cantado, el cántico hipnótico vencía todas las resistencias. Las aguas dulcificadas contaban, en su discurrir, lo que se quería saber.
Por eso, también en Mesopotamia, el dios de la arquitectura, Enki o Ea, era también el dios de la música, el inventor de la misma. Música que también se asociaba a la verdad, al orden, al ordenamiento, a los y las órdenes.
Esta es quizá la aportación más sugerente de la exposición sobre música antigua que el Museo del Louvre ha organizado en su sede de Lens (norte de Francia) y que a finales de enero podría verse en Caixaforum de Barcelona.
Esta música, que daba cuenta de la perfección del cosmos (que actuaba de caja de resonancia), y que provenía de la vibración de las órbitas cuando entraban en juego, se proyectaba en la tierra, materializándose en el ritmo regular de las proporciones arquitectónicas de templos y palacios que daban cuenta de la musicalidad del cosmos al tiempo que velaban por él.
La relación entre música y arquitectura, estrecha en la Grecia antigua y ejemplificada por la figura decApolo, dios de la música y la poesía (del canto, en verdad), y de la arquitectura -pero también, por su tardía asociación con el sol, de la justicia, que vela por el buen orden en la tierra y en el cielo-, ya existía en Mesopotamia.
Enki (Ea, en acadio) era el dios de las técnicas edilicias. Proyectaba y construía: hincaba sobre todo los cimientos, los fundamentos de las obras. Ayudaba también a reyes cuando fundaban templos, según cuentan las crónicas reales. Su obra maestra era su propio templo ubicado sobre las aguas de los orígenes (una diosa madre primordial que rompía aguas con cada nacimiento de un nuevo dios principal, el dios del cielo, por ejemplo, que pronto sería su esposo pese a ser su hijo) en los que había nacido y en cuyo seno moraba.
Las aguas pertenecían pues a Enki. Su templo, su palacio estaban sobre o dentro de las aguas -aguas que correspondían a su semen fecundante.
Las aguas jugaban un papel fundamental en las ordalias. Este ritual servía para conocer la verdad, limpiar las faltas o ponerlas en evidencia como también las desvelaban todas las superficies brillantes. Las imágenes que revelaban la verdad ascendían a la superficie o se posaban sobre ella. Pero la verdad debía ser invocada. Solo el dios que ejercía su dominio sobre las aguas podía lograr que éstas aclararan la situación. El ritual exigía un encantamiento y una incantación.
Enki, por tanto, cantaba las palabras adecuadas. Fue el primer dios que cantó. Sabía hallar el tono adecuado para que las aguas se abrieran y soltaran la verdad. El canto, el conjuro cantado, el cántico hipnótico vencía todas las resistencias. Las aguas dulcificadas contaban, en su discurrir, lo que se quería saber.
Por eso, también en Mesopotamia, el dios de la arquitectura, Enki o Ea, era también el dios de la música, el inventor de la misma. Música que también se asociaba a la verdad, al orden, al ordenamiento, a los y las órdenes.
Esta es quizá la aportación más sugerente de la exposición sobre música antigua que el Museo del Louvre ha organizado en su sede de Lens (norte de Francia) y que a finales de enero podría verse en Caixaforum de Barcelona.
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