domingo, 15 de julio de 2018

La pintura y el libro

"Hace muchos siglos que San Agustín dijo que los cuadros, con su idioma simbólico, eran libros para ignorantes. Ahora, al revés:cualquier ignorante lee libros; en cambio, la pintura ha venido a ser  lecturas para inteligencias más vivas"
(Max Aub)

sábado, 14 de julio de 2018

JUSEP TORRES CAMPALANS (1886-1957)





Jusep Torres Campalans nació en Mollerusa en 1884 ó 1886. Tenía trece hermanos. Alto por su temprana edad, vestido siempre de pana, y con la cabeza afeitada, a los doce años huyó del seminario donde sus padres lo habían ingresado, y recaló en Gerona. Allí trabajó de ayudante en una fonda, de cartero, y de mozo de carga en la estación ferroviaria.
Tres años más tarde, enamorado de una actriz, se instaló en Barcelona (donde su novia lo abandonó). En una de sus correrías conoció a un joven pintor, Pablo Ruiz, quien se lo llevó, tras noches en el Paralelo, a un conocido burdel de la calle Aviñón.
Su pista se desdibuja un tiempo. Habría simpatizado con los anarquistas en la Barcelona que precede la Semana trágica. Se cuenta que habría intentado atentar contra el rey, pero este rumor no está probado. Lo cierto es que escapó del reclutamiento obligatorio -la Guerra de Melilla era una sangría, tras la lamentada pérdida de Cuba- y huyó a París, donde halló trabajo en el Mercado de les Halles. En una de sus visitas al Louvre, se reencontró con Pablo Ruiz, conocido ahora por Picasso. Renau retrató a ambos en un café, en una foto mítica. Se adaptó a la vida bohemia. Frecuentaba a Modigliani, a Braque, aunque Gris lo detestaba (la aversión era mutua). Hasta el inicio de la primera Guerra Mundial, anotó, en un célebre Cuaderno Verde, sus impresiones sobre el arte moderno, el cubismo en particular. Vivía del trabajo de su esposa, Ana María Merkel, doce años mayor que él.

La Primera Guerra Mundial, con París asediada, le empujó a México. Se instaló en Chiapas. Dejó de pintar. Y es allí donde el poeta Max Aub, cuando el exilio tras la Guerra Civil española, lo entrevistó, manteniendo largas conversaciones.
A su muerte, una galería de México organizó la primera exposición de la obra de Campalans -tras la fracasada muestra que la Tate Gallery preparaba en 1942, y que los bombardeos sobre Londres hicieron que fuera inviable. El pasmo fue general. El éxito, indescriptible (pese a la dudosa atribución de alguna obra: Campalans fue, sin duda, plagiado). Acudieron hasta quienes afirmaban haberlo conocido en Barcelona cincuenta años antes.
De pronto, se descubría, lo que una exposición, cinco años más tarde corroboraría, que Campalans había sido, seguramente, el inventor del cubismo, meses o un año antes que Picasso y Braque, quienes habrían adoptado los modismos de Campalans y las razones de dicho estilo, influido por las hasta entonces desconocidas vistas aéreas que la naciente aviación proporcionaba: huir de la engañosa ilusión perspectiva, para mostrar las múltiples facetas de la realidad (algunas invisibles).
La biografía de Campalans que el poeta Max Aub (1903-1972)  escribió tras encontrarse con el artista en 1955 durante un viaje a México para impartir una conferencia sobre la ficción en El Quijote (dedicada a André Malraux, autor del Museo Imaginario), con la ayuda de los recuerdos de otros escritores, como un joven Cela, por ejemplo, y que publicó en 1958, recogía una gran parte de las notas de Campalans, que corroboraban la revolución que este artista olvidado había causado. La historia del arte moderno occidental debía ser escrita de nuevo. Un pintor que ya nadie recordaba, entre 1906 y 1914 había cambiado el rumbo del arte -sin ser, como bien reconocía (y como Gris se encargaba de proclamarlo a la menor ocasión), un gran artista (sus obras, en efecto, empalidecen antes las de Picasso y Braque, tan deudoras de las de Campalans, sin embargo).

Aun hoy, algunos críticos creen firmemente en la existencia de Jusep Torres Campalans, una extraordinaria ficción , ilustrada con pinturas y dibujos de Aub -que el poeta reveló a poco de la publicación del libro- que ironiza sobre la concepción del artista moderno, genial e imprevisible, y con la crítica del arte que valora la obra siempre novedosa, que ofrece siempre una mirada crítica o rompedora sobre la realidad.

Sin duda, uno de los mejores libros de teoría del arte. Una lectura deliciosa.

Dedicado a Marcel Borràs y Nao Albet, autores, directores e intérpretes de la extraordinaria obra  Falsestuff. La muerte de las musas, aun en cartel (hasta el domingo 15 de julio) en el Teatro Nacional de Cataluña (TNC), Barcelona

(NB: El Museo de Arte Moderno. Centro Reina Sofía de Madrid dedicó una amplia e irónica exposición a Campalans en 2003 -que reforzó su prestigio)

  

viernes, 13 de julio de 2018

GREGOR SAILER (1980): EL POBLADO POTEMKIN (2015-2017)























A finales del siglo XVIII, poco antes de que la emperatriz Catalina la Grande, emprendiese un largo viaje de reconocimiento, desde Moscú, a la recién conquistada península de Crimea, el príncipe Potemkin, preocupado por la devastada situación de los pueblos conquistados, mandó erigir, por donde pasaría la emperatriz, grandes decorados pintados que reproducirían fachadas de palacios, mansiones e iglesias -y solo fachadas-, esperando que Catalina la Grande no mandara detenerse para admirar la belleza de las fachadas.

El fotógrafo austríaco Sailer, que expone en estos momentos en las recién inauguradas Rencontres Photographiques de Arles (Francia), ha retratado fraudes arquitectónicos: decorados construidos en medio de la tundra sueca y rusa, para que,  por ejemplo, marcas de automóviles prueben la estabilidad de los vehículos circulando a toda velocidad por callejuelas de pueblos, y pueblos enteramente construidos en el desierto, a imagen de pueblos tradicionales árabes, principalmente, para que los ejércitos de Israel o de Estados Unidos, ensayen ataques por sorpresa a viviendas donde supuestamente se esconderían terroristas. Estos falsos pueblos también existen en Francia y en España, por ejemplo -como ya mostramos en una entrada anterior.
Por esos decorados circulan patrullas militares o ingenieros, pero Sailer los ha fotografiados vacíos, en invierno, con la luz declinante, acentuando la irrealidad -pero también la perversa belleza- de telones de fondo suspendidos en medio de nada, y que muestran que la falsedad no es propia de las artes plásticas y literarias.
Quedaría por evaluar los parques temáticos, desde el barcelonés Pueblo Español, construido en 1929 -y compuesto de volúmenes que son solo fachadas, sin organización interna, sin espacios interiores-, hasta la baldía Terra Mítica.

jueves, 12 de julio de 2018

La falsedad en el arte (criterios para determinar la autenticidad de una obra)

¿Qué es una obra de arte falsa?
La respuesta la podemos hallar en la reacción del pintor Miquel Barceló, hace unos años, ante una exposición de su obra organizada en una galería de Barcelona, acompañada de un catálogo académico: la denuncia de la falsedad de la mayoría de las obras expuestas, es decir, el no reconocimiento de la autoría. El artista afirmaba no ser el creador de dichas obras.
Una obra falsa es una obra que ciertas personas autorizadas para emitir dictámenes denuncian como falsas, es decir, no realizadas o reconocidas por dichas personas.
Cuando el artista está vivo, su palabra da fe de la autenticidad o falsedad de la obra. Su palabra es la última palabra. No se puede denunciar.
Si el artista ha fallecido, y durante setenta años tras su muerte, los herederos -actúen de buena o mala fe,  sean conocedores o no de la obra del artista, tengan o no intereses- son quienes dictaminan acerca de la obra. Tras este periodo, especialistas reconocidos como tales -directores de museos, historiadores, críticos de arte- o comisiones legalmente constituidas y reconocidas como tales, son quienes tienen el poder de emitir certificados de autenticidad. En este caso, sin embargo, contrariamente a lo que ocurre con la palabra del artista que no se puede rebatir, los dictámenes de especialistas y comisiones, se pueden discutir o rebatir aunque no sean discutibles. En este caso, entonces, la autenticidad de la obra está siempre a merced de nuevos dictámenes, y solo la aceptación mayoritaria de algunos de éstos puede determinar la autenticidad de una obra.

Ocurre, sin embargo, que un artista puede negarse a reconocer una obra como suya, no firmada, a sabiendas que él es el autor. Así ha ocurrido con obras de Picasso: ante la actitud (ávida, avariciosa, especulativa...) de ciertos coleccionistas, el artista no firmó la obra, por lo que el precio de ésta se derrumbó. Pero puede ocurrir la situación contraria: un artista puede autentificar una obra sabiendo que nunca la realizó, para ayudar a un amigo en apuros, por ejemplo, quien podrá vender la obra a buen precio. Así actuó alguna vez Miró.
La situación legal de la obra ¿es importante? Amén del precio que pueda alcanzar en el mercado, una obra declarada falsa no puede exponerse como auténtica. Un artista, herederos o comisiones pueden exigir la retirada de la obra, su destrucción incluso. Una obra falsa se vuelve invisible. Nuestro juicio, por tanto, está condicionado por lo que podemos percibir. Nuestra opinión, nuestro conocimiento de la obra de un artista, nuestro juicio depende de las obras que se someten a nuestro juicio. Una obra falsa -independientemente de su calidad-, una obra declarada falsa, inevitablemente influye en nuestra consideración de un artista y de su obra. El conocimiento de éste, su reconocimiento, se funda en la que percibimos y en lo que sabemos. Obras falsas -es decir, obras determinadas como falsas- alteran la historia, la historia que construimos o que aceptamos.
La autenticidad o falsedad de una obra no depende de la calidad de la misma. Un falso Rembrandt puede ser un auténtico Fabritius, un pintor tan "bueno" como Rembrandt, pero menos conocido. Entre  Picasso y Braque, a principios del siglo XX, no se detectan diferencias entre sus obras. Pero Picasso tiene más renombre. Por lo que su obra es más conocida, más popular y seguramente más valorada.
El juicio depende, pues, no de nuestras facultades ni de nuestro conocimiento, sino de dictámenes que orientan y condicionan lo que tenemos que enjuiciar: son lo que ponen a nuestra disposición obras sometidas a juicio. Enjuiciamos firmas, más que obras. El nombre del artista, a menudo, deslumbra, e impide  valorar la obra -pues su valoración depende, en gran parte, no de lo que vemos, sino de lo que sabemos acerca del artista aceptado como el autor de la obra.
Del mismo modo que un hijo es un ser que reconocemos como nuestro, o que la ley reconoce como un heredero legal, una obra solo entra en la historia si artistas o expertos, la dejan entrar, fuere cual fuere su condición. La autenticidad o falsedad de una obra es una cuestión de ley.

Iconoclastia: la destrucción de las imágenes en la España contemporánea































Estatuas de bronce o de mármol retiradas, desmanteladas; estatuas derribadas –que yacen como querríamos que yaciera a quién sustituyen-, mancilladas, violentadas, decapitadas en los últimos años, ya en el siglo XXI -lejos de la iconoclastia de la Guerra Civil e, incluso, de la Dictadura.

Obras sobre las que se van vertido las furias de quienes se han sentido interpelados, para quienes las obras les han expuesto realidades políticas, sociales, religiosas –pasados aun presentes, figuras aun paternales, relaciones vergonzantes o inolvidables- ante las que se habían cerrado los ojos. Obras que han logrado lo que la mayoría no alcanzan: un encuentro íntimo con las personas sensibles a lo que aquéllas exponían.

Son obras que no han sido tratadas como entes materiales, sino como seres que han suscitado reacciones; seres caídos. Obras admiradas o despreciadas por sus cualidades formales y por las ideas materializadas, por la finalidad perseguida, por el comanditario, por el talante o el talente del artista, pero obras que han sabido tocar –en el sentido físico también- a algunos llamados. Obras fruto de “nuestra” historia, que exponen creencias, miedos y miserias, anhelos y derrotas. Obras que nos han moldeado, nos han conformado, y que siguen ahí, vivas, incluso tras su inmolación. Su recuerdo, vergonzante o deseado, perdura. Obras que han buscado el encuentro, la confrontación. Obras que ya no podrán acabar olvidadas en las reservas de un museo porque antes han removido conciencias, han sido interpeladas tras haberse dirigido a los miembros de una comunidad. Obras retiradas o anuladas, destruidas -y no tan solo censuradas, fría y administrativamente, lo que no impide su contemplación-, sino borradas de la memoria, de las que no se quisiera que quedara rastro alguno- porque su vista era insoportable, como lo es toda exposición de lo que nos obliga a bajar la vista.

lunes, 9 de julio de 2018

La parte contratante....

Del claro texto de presentación del contenido del pabellón español de la próxima bienal de arte de Venecia, de 2019, y de los artistas escogidos:


“Se plantea como una exposición realizada en diálogo entre esos dos artistas (...), en torno a la economía política del cuerpo"

Se trata de “una escultora que trabaja a través del texto, la imagen y la voz cuestiones vinculadas a las políticas de la representación del cuerpo y a la producción del espacio (como escenario de esta representación).”

“.... a lo largo de su trayectoria artística (el artista) se ha preocupado en cuestionar y transgredir la tradición de la forma y la fórmula institucional del arte a través del vídeo, la intervención espacial, la escultura y la arquitectura neumática y de membranas."



No conozco aún programas que traduzcan textos de arte contemporáneo 

"...et voici pourquoi votre fille est muette" (Molière) 

sábado, 7 de julio de 2018

Autoria

Independientemente de las creencias personales y de la religión que los creyentes sigan, bien podemos afirmar que los textos sagrados suelen ser obras maestras del pensamiento y de la literatura. Así, el libro del Camino de Lao-Tse, el Rig Veda anónimo, los Himnos de Zoroastro, la Sura de la Luz en el Corán (otro texto anónimo, de creación colectiva, seguramente una versión del Nuevo Testamento), el libro de la Sabiduría del Antiguo Testamento, o el Evangelio de Juan en el Nuevo Testamento, entre otros, son textos que merecen ser leídos una y otra vez. Nos referimos solo a textos de religiones en activo, pues el Himno al sol de Akhenaton, el Himno homérico a Apolo, y las tragedias de Sófocles -que formaban parte de rituales religiosos al dios Dionisos- deberían también formar parte de este cuerpo de obras literarias canónicas.

Sin embargo, los filólogos parecen estar de acuerdo. Los cuatro evangelios, de Lucas, Marcos, Mateo y Juan, fueron redactados entre el año 60 y el 120, más de una generación posterior a la muerte de Cristo, en el caso del texto más antiguo. Dos se basan a demás en un protoevangelio perdido, y todos incorporan relatos de tradición oral. La existencia de esos evangelistas es dudosa (especialmente en el caso de Juan, que no pudo escribir un texto noventa años más tarde de la Crucifixión), y el número de los apóstoles, de los que forman parte los evangelistas, es mítico o mágico.
Lo más probable es que los evangelios fueran redactados por uno o varios escribas, miembros de pequeñas comunidades cristianas. La belleza y la profundidad de los textos es tal que, seguramente, se consideró que dichos textos no podían haber sido compuestos por un simple moral, sino que el o los escribas tan solo pusieron por escrito textos dictados o inspirados por quienes se creía habían sido discípulos de Cristo.
¿Es eso un fraude, una falsificación?
Desde la concepción moderna de autoría, desde luego. Mas dicha visión no puede aplicarse a la antigüedad. Hoy consideramos que un escritor -o un músico- tienen que ser los autores de la obra -ya la hayan dictado, como Stendhal quien dictó a su secretario la novela cumbre La cartuja de Parma, o la hayan escrito personalmente. Sabemos bien del oprobio y el descrédito que sufren autores contemporáneos, incluso prestigiosos, cuando se descubre que su obra ha sido copiada o compuesta por un "negro" (un escritor que no figura como autor, ni puede ser conocido). Por este motivo, escritores como Dumas no cuentan seriamente en la literatura debido al trabajo silenciado de quienes redactaron las novelas que aquél firmaba.
Esta concepción no era de recibo en la antiguedad. Hubiera sido incomprensible. Lo que contaba era la perfección de la obra. Alcanzada ésta se consideraba que el autor debía ser una figura prestigiosa, mítica incluso, llámese Homero u Orfeo. El o los verdaderos autores pensaban que la grandeza de la obra era consecuencia de la inspiración sobrenatural. Se habían limitado a poner por escrito lo que otros autores les habían dictado en silencio.
Homero, Hesiodo, Esopo, son nombres prestigiosos. Debían ser, pues, los autores, de obras maravillosas.
Hasta una parte de las cartas de Pablo, un personaje histórico, no son suyas, pero no empalidecen ante las cartas autógrafas. Pablo, y no otro escritor, tenía, pues, que haberlas alentado.
Hoy, con los derechos de autor y la mercantilización, esta hermosa y ensoñadora noción ya no puede ser de recibo.

(Fragmento de la obra Falsestuff, de Nao Albet y Marcel Borràs -inspirado por ellos).