Estatuas de bronce o de mármol retiradas, desmanteladas;
estatuas derribadas –que yacen como querríamos que yaciera a quién sustituyen-,
mancilladas, violentadas, decapitadas en los últimos años, ya en el siglo XXI -lejos de la iconoclastia de la Guerra Civil e, incluso, de la Dictadura.
Obras sobre las que se van vertido las furias de quienes se
han sentido interpelados, para quienes las obras les han expuesto realidades
políticas, sociales, religiosas –pasados aun presentes, figuras aun paternales,
relaciones vergonzantes o inolvidables- ante las que se habían cerrado los
ojos. Obras que han logrado lo que la mayoría no alcanzan: un encuentro íntimo
con las personas sensibles a lo que aquéllas exponían.
Son obras que no han sido tratadas como entes materiales,
sino como seres que han suscitado reacciones; seres caídos. Obras admiradas o
despreciadas por sus cualidades formales y por las ideas materializadas, por la
finalidad perseguida, por el comanditario, por el talante o el talente del
artista, pero obras que han sabido tocar –en el sentido físico también- a
algunos llamados. Obras fruto de “nuestra” historia, que exponen creencias,
miedos y miserias, anhelos y derrotas. Obras que nos han moldeado, nos han
conformado, y que siguen ahí, vivas, incluso tras su inmolación. Su recuerdo,
vergonzante o deseado, perdura. Obras que han buscado el encuentro, la
confrontación. Obras que ya no podrán acabar olvidadas en las reservas de un
museo porque antes han removido conciencias, han sido interpeladas tras haberse
dirigido a los miembros de una comunidad. Obras retiradas o anuladas,
destruidas -y no tan solo censuradas, fría y administrativamente, lo que no
impide su contemplación-, sino borradas de la memoria, de las que no se
quisiera que quedara rastro alguno- porque su vista era insoportable, como lo
es toda exposición de lo que nos obliga a bajar la vista.
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